26 abril 2024

Guía de lugares imaginarios

 



Ruinas Circulares, Tierra de las.
Lugar que no figura en los mapas, situado tal vez en la desembocadura de un río que va a dar al extremo sur del mar Caspio, allí donde el idioma zend no está contaminado de griego. Lo más interesante de este lugar es un recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra. Ese redondel es un templo. Allí un hombre puede soñar a otro hombre e imponerlo a la realidad.
La única prueba de su irrealidad es que es capaz de hollar el fuego y de no quemarse. Soñar a un hombre entero lleva más de un año. El pelo innumerable es tal vez la tarea más difícil. Los hombres soñados son instruidos en los ritos del dios del fuego y enviados a otros templos despedazados cuyas pirámides persisten aguas abajo; otros viven como hombres normales sin percatarse de su propia existencia. El viajero deseoso de confirmar que nadie lo está soñando puede pasar por la prueba del fuego, una ceremonia frecuente en estas regiones.

Esa entrada, inspirada en el relato de Borges Las ruinas circulares, de El jardín de senderos que se bifurcan, es una de los cientos que contiene la Guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, cuya edición abreviada publica Alianza editorial en el Libro de bolsillo con traducciones de Ana María Becciú, Borja García Bercero y Javier Setó.

Desde la Abadía de El nombre de la rosa (“De todos los tesoros que albergaba la biblioteca, el más importante era el tratado sobre la comedia, de Aristóteles, que se creyó perdido durante muchísimo tiempo”) hasta Zuy, “próspero reino élfico situado en los Países Bajos”, Manguel y Guadalupi reúnen en la Guía de lugares imaginarios una geografía de los reinos de la imaginación, una cartografía fantástica de los territorios de la literatura en un libro inclasificable que tiene mucho de diccionario y algo de atlas, con un centenar de mapas y planos de James Cook que reproducen gráficamente esos territorios imaginarios y con abundantes ilustraciones de Graham Greenfield.

Manguel y Guadalupi celebran así una fiesta de la imaginación a través de sus centenares de entradas que dan acceso al universo de la ficción antigua, clásica y contemporánea: de la homérica isla Ogigia a la Ohonoo de Melville, de la Ersilia de Italo Calvino al Castillo Blanco de Sir Thomas Malory, de los vastos desiertos de Mordor en la Tierra Media de Tolkien a la Atlántida platónica, de la Isla de Próspero que fundó Shakespeare a la cervantina Ínsula Barataria.

Son algunos de los cientos de topónimos de la fantasía, de las muchas puertas abiertas a una geografía ficticia, a una topografía del universo de lo imaginado y a la descripción de paisajes, montañas, bosques y ciudades, clima y costumbres, flora y fauna, forma de gobierno y comunicaciones o gastronomía.

Entre la mitología y la literatura, estos abundantísimos lugares inventados son manifestaciones de la imaginación que ha generado lugares de quimera y espacios de utopía. Una geografía que ha ido construyendo la inventiva de los hombres con leyendas milenarias o con creaciones modernas que se han instalado en el imaginario occidental.  

Estos son unos fragmentos de la entrada dedicada a la Isla del Tesoro: 

Isla situada frente a las costas de México; tiene unos quince kilómetros de largo por ocho de ancho. En la costa sur hay un puerto natural, conocido como el fondeadero del capitán Kidd. 
[…]
Los únicos edificios de la isla son una empalizada y una cabaña oculta en los bosques próximos al fondeadero sur. Construida sobre una loma, al lado de un manantial, la cabaña puede albergar casi cuarenta personas.
El primer mapa de la isla lo levantó en 1754 el capitán Flint, que escondió en ella su famoso tesoro.



Rematada con un enciclopédico índice por autores, la Guía de lugares imaginarios es una invitación a explorar o redescubrir los inagotables lugares de la imaginación, porque -escribe Mangel- “la geografía de la imaginación es infinitamente más vasta que la del mundo material. Por banal que suene esa afirmación, nos permitió experimentar la inmensa generosidad que implicaba nuestra tarea: dar entidad a paisajes y criaturas que no pueden reclamar su presencia en el mundo de los volúmenes y los pesos. Como los angélicos habitantes cuyas jerarquías debatieron nuestros antepasados, como el unicornio y la mantícora, como el indescriptible éter y el misterioso flogisto, como los conceptos de democracia perfecta y buena voluntad para todos los hombres, los lugares imaginarios no necesitan ser reales para existir en nuestra conciencia. Utopía, el País de las Maravillas, la Atlántida y El Dorado están siempre presentes, aunque su ubicación no se consigne en ninguna cartografía oficial.”

Seguramente no es una casualidad que muchos de estos lugares imaginarios sean islas (como la de San Brandán, la de El Señor de las moscas, la de Utopía, la de Arena Verde, la de las Sirenas, la de Dioniso, la de la Ciudad del Sol que imaginó Tommaso Campanella en el XVII, la del Snark o la de los Sueños) o castillos como el de Kafka, el de Drácula, el de Otranto o el que Verne inmortalizó en los Cárpatos. 

Porque las islas y los castillos son no sólo los lugares propicios de la literatura y de la imaginación, sino también la mejor metáfora del lector. Isla y castillo a la vez, como el palacio del rey Arturo o la vieja ciudad de Arkham, el cementerio imaginario de Spoon River que nos legó Lee Master participa de las características propias de esos dos ámbitos. De ese lugar y de sus habitantes dice la Guía:

Aldea de Nueva Inglaterra, en los Estados Unidos, célebre por su cementerio. Las leyendas grabadas en sus lápidas relatan las vidas de los que allí yacen.
Leyendo estos epitafios, el viajero puede enterarse de toda la historia de Benjamin Pantier, un abogado a quien ataron el alma con un dogal del cual tiraron hasta que murió; de Henry Chase, el borracho del pueblo; de A. D. Blood, que mandó cerrar todos los cafés; y también de Roscoe Purkapike que se fugó de su hogar, al que regresó al cabo de un año contando a su esposa, que era puritana, que lo habían raptado los piratas del lago Michigan y que no había podido escribirle porque los bucaneros le habían puesto grilletes. (Su esposa fingió tragarse la increíble historia y lo recibió con los brazos abiertos.)
[…]
Hay que advertir que los muertos no siempre están de acuerdo con lo que se pone en las lápidas ajenas y que, cuando esto ocurre, protestan desde su tumba; entonces discuten y alborotan hasta que, finalmente, se calman, cuando menos hasta el siguiente altercado.

Esta es la entrada dedicada a la Isla de Crusoe o Speranza, a veces llamada Isla de la Desesperación:

Isla situada a unas veinte leguas de la costa de Sudamérica y no a mitad de camino entre la isla de Juan Fernández y la costa de Chile, como así han sugerido geógrafos franceses. El interior de la isla es montañoso, con valles fértiles. Hay playas y calas muy hermosas, y la desembocadura de un riachuelo proporciona un cómodo puerto al noreste. La isla se hizo célebre a comienzos del siglo XVIII gracias a las crónicas de un tal Robinson Crusoe, de York, que naufragó en ella el 30 de septiembre de 1659. Pueden visitarse los restos de los tres campamentos que levantó Crusoe: uno en la desembocadura del río, otro junto a una ladera rocosa, en dirección noroeste, desde donde se ve bien esa parte de la isla, y un tercero en un valle que hay en el interior. En el sur de la isla se halla la playa de Viernes, donde por primera vez Crusoe vio una pisada en la arena, y algo más al este un poste que Crusoe clavó para señalar el camino. Otro poste de madera que usó como calendario, y que lleva grabadas estas palabras: «Aquí llegué a tierra el día 30 de septiembre de 1659», todavía se puede ver cerca de lo que fue su primer campamento. En la playa de Viernes aún se pueden hallar huesos humanos, restos de un festín de los caníbales.







25 abril 2024

A Rilke, variaciones


 Andabas sin apropiarte 
de nada 
y aunado 
a fuerza de omitirte 
como los pobres.

Es uno de las cuarenta y tres poemas que Rafael Cadenas reúne en su último libro, A Rilke, variaciones, que publica Galaxia Gutenberg en su colección de poesía en formato de bolsillo, con edición de Jordi Doce, que en su prólogo -“Sabia desnudez”- destaca que “pocas veces en nuestro idioma la palabra se presenta tan desnuda, tan inerme y vulnerable.”

Organizados en tres secciones, sus textos breves e intensos surgen de un diálogo profundo con Rilke, de una intensa hermandad con el despojamiento espiritual y verbal de su mundo humano y su universo poético:

Cuánto descampado 
por unas palabras.

Desde la comunión poética con Rilke, estas variaciones son un viaje al centro de su escritura y de su sentido ético y estético:

Tu poesía nos alecciona 
para dar con un ver desnudo 
que nos devuelve lo que es.

Esta es la variación final, que culmina un homenaje agradecido al ejemplo permanente de sosiego y desasimiento, a la lección de asentimiento y silencio que ofrece su vida y su obra:

Tu obra: un leve llevar de la mano 
a donde ser sin más y vivir se conciertan.

24 abril 2024

Aforismos de Gregorio Luri




La historia de la humanidad es la de la expansión de lo posible a expensas del sentido de la realidad.

La muerte es el triunfo definitivo de lo real sobre lo posible. Pero ya no estamos allí para rubricarlo.

Son dos de los aforismos que Gregorio Luri incluye en Una triste búsqueda de alegría, que publica La Isla de Siltolá.

No se trata de meros chispazos ocurrentes ni de gaseosos relámpagos verbales, sino de reflexiones sistemáticas bajo las que subyace el sistema coherente de pensamiento crítico de Luri, del que ha dado muestras en La imaginación conservadora (Ariel, 2019) o en los artículos reunidos en La mermelada sentimental (Encuentro, 2021).

Cercanos a la solidez intelectual de los aforismos del colombiano Gómez Dávila y a los juegos verbales y conceptuales de Bergamín, estos textos breves revelan la presencia de un autor consciente de que “la trivialidad es el principal enemigo del pensamiento inteligente. El problema es que hace falta inteligencia para reconocer la trivialidad.”

Y así la historia y la filosofía, la política y la literatura, la vida y el sentido común, el poder y la superficialidad del presente son los objetos de reflexiones como estas:

La corrección política nos está llenando el mundo de plañideras, siempre dispuestas a ser las más lloronas de los funerales.

El error es una fe de vida más segura que el acierto.

Empoderar es empalabrar.

La lectura es una técnica de defensa propia.

El plácido mundo en que crecimos nunca existió.

En política lo que convence es la cantinela. La repetición tiene más capacidad disuasoria que el silogismo.

La filosofía no proporciona ningún refugio para la intemperie. Es la intemperie. Es más capaz de destruir que de construir. De ahí la importancia del silencio. De ahí la cicuta.



23 abril 2024

Bomarzo, edición conmemorativa


 
Cuando se cumplen cuarenta años de la muerte de Manuel Mujica Lainez (1910-1984), Seix Barral publica una edición conmemorativa de Bomarzo, la prodigiosa novela que apareció en 1962 y que es seguramente su obra maestra.

Como “novela monstruo”, inspirada en la “maravilla del horror” del bosque sagrado de Bomarzo, la define en el prólogo que abre esta edición Mariana Enriquez, que evoca en él la visita que hizo en los años noventa al Parque de los Monstruos que mandó construir en 1552, cerca de Viterbo, unos 90 kilómetros al norte de Roma, el duque Pier Francesco Orsini, el inquietante y atormentado narrador-protagonista de la novela.

Otra visita a ese extraño lugar, la que hizo el 13 de julio de 1958 Mujica Lainez con el pintor Miguel Ocampo y el poeta Guillermo Whitelow, a quienes dedica la novela, fue el desencadenante del proceso de documentación y composición de Bomarzo, que escribió entre junio de 1959 y octubre de 1961.

Planteada narrativamente como las memorias del duque contrahecho y ambientada en una convulsa Italia renacentista reconstruida brillantemente como un fresco histórico (con Carlos V y Cervantes, Benvenutto Cellini y Lepanto, Tiziano y Miguel Ángel, Paracelso o Cosme de Médicis) por la prosa sólida, barroca y envolvente de Mujica Lainez, Bomarzo es seguramente, junto con la admirable Zama de Antonio di Benedetto, una de las mejores novelas históricas que se hayan escrito nunca en el ámbito de la lengua española. Escrita con una ambición literaria y una potencia estilística que la distinguen de otros subproductos comerciales del género histórico, obtuvo en 1962 el Premio Nacional de las Letras en Argentina y poco después el Premio Kennedy compartido con Rayuela

Narrada desde la perspectiva póstuma y contemporánea, de su protagonista deforme y cruel, la memoria del duque se proyecta desde una eternidad que lo sitúa por encima del tiempo, lo que le permite hablar de Shakespeare y de Toulouse-Lautrec, de Mussolini y del comunismo, de la Via della conciliazione y de Freud, de Gerard de Nerval o de los braghettoni florentinos que en 1910 cubrieron la desnudez del David de Miguel Ángel con una hoja de parra.

Es la inmortalidad profetizada en su nacimiento por el horóscopo de Sandro Benedetto, Bomarzo tiene como centro las esculturas extravagantes de su bosque sagrado, de un bosque monstruoso diseñado a imagen y semejanza del duque. Esculturas en las que la deformidad y la monstruosidad parecen ser una proyección artística de las propias deformidades físicas, de la monstruosidad ética del duque de Orsini y de sus pesadillas.

Y posiblemente ese conjunto escultórico es también más que eso: una autobiografía narrada simbólicamente en la piedra de las esculturas, que -más allá de su hermético significado y sus raíces oníricas- representan episodios significativos de la vida del Duque, que concibe y proyecta con ese propósito “el bosque de las alegorías, de los monstruos. Cada piedra encerraría un símbolo y, juntas, escalonadas en las elevaciones donde las habían arrojado y afirmado milenarios cataclismos, formarían del inmenso monumento arcano de Pier Francesco Orsini. Nadie, ningún pontífice, ningún emperador, tendría un monumento semejante. Mi pobre existencia se redimiría así, y yo la redimiría a ella, mudado en un ejemplo de gloria (…) El amor, el arte, la guerra, la amistad, las esperanzas y desesperanzas… todo brotaría de esas rocas en las que mis antecesores, por siglos y siglos, no habían visto más que desórdenes de la naturaleza. Rodeado por ellas, no podría morir, no moriría. Habría escrito un libro de piedra y yo sería la materia de ese libro impar.”

Una inmortalidad que procede también de su representación pictórica, retratado por Lorenzo Lotto como el Joven gentilhombre en su estudio, un cuadro de 1527: “mi maravilloso retrato por Lorenzo Lotto, el de la Academia de Venecia, una de las efigies más extraordinarias que se conocen, en la cual no figuran para nada ni mi espalda ni mis piernas, y en la que los pinceles de Magister Laurentius, cuando yo contaba veinte años, prestaron relieve a lo mejor que he tenido —ya que menciono lo malo, mencionaré lo bueno también—, mi cara pálida y fina, de agudo modelado en las aristas de los pómulos, mis grandes ojos oscuros y su expresión melancólica, mis delgadas, trémulas, sensibles manos de admirable dibujo, todo lo que hace que un crítico (que no imagina que ese personaje es el duque de Bomarzo, como no lo sospecha nadie y yo publico por primera vez) se refería a mí, sagazmente, adivinándome con una penetración psicológica asombrosa, y designándome Desesperado del Amor. Así me veo yo, cuando dirijo mis miradas a la reproducción de ese retrato que cuelga entre los libros, en mi escritorio -el original está lejos ¡ay! y ya no me pertenecerá nunca, y ningún estudioso creerá mi palabra de que ése soy yo, Pier Francesco Orsini.”

Orsini, un personaje cuya vida está marcada por la ambigüedad, por la coexistencia de la virtud y el vicio, de la belleza y el horror, del orden clásico y el caos grotesco, como conviven la rosa y la sierpe que figuran en el escudo familiar.

En los párrafos finales de la novela, la voz del narrador, Vicino Orsini, deja paso a la del autor, Mujica Lainez, confundido en ese momento con la figura del protagonista:

Yo he gozado del inescrutable privilegio, siglos más tarde -y con ello se cumplió, sutilmente, la promesa de Sandro Benedetto, porque quien recuerda no ha muerto-, de recuperar la vida distante de Vicino Orsini, en mi memoria, cuando fui hace poco, hace tres años, a Bomarzo, con un poeta y un pintor, y el deslumbramiento me devolvió en tropel las imágenes y las emociones perdidas. En una ciudad vasta y sonora, situada en el opuesto hemisferio, en una ciudad que no podría ser más diferente al villorrio de Bomarzo, tanto que se diría que pertenece a otro planeta, rescaté mi historia, a medida que devanaba la áspera madeja viejísima y reivindicaba, día a día y detalle a detalle, mi vida pasada, la vida que continuaba viva en mí. Así se realizó lo que me auguró en Venecia, por intermedio de Pier Luigi Farnese, una monja visionaria de Murano, a quien debo esta profecía que ninguno de nosotros entendió a la sazón y que atribuimos a su mística locura: Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo…

Entre la historia y la leyenda, entre la documentación y la imaginación, Mujica levanta aquí, no con piedras sino con palabras, otro monumental bosque sagrado, su propio Bomarzo, una obra mayor de la literatura en español. 

Este es su inolvidable final:

El duque murió; el duque Pier Francesco Orsini que luego se miraría a sí mismo, asombrado, murió de veneno, sin originalidad, como cualquier príncipe del Renacimiento, en el instante preciso en que creía que tornaba a ser totalmente un ascético príncipe medieval, émulo de los santos insignes de su familia.
[…]
Un frío más intenso empezó a invadirme las piernas y la cintura y a helarme el corazón, y lo único que distinguía, pues casi no podía moverme, eran mis manos, los largos dedos del retrato de Lorenzo Lotto. Me estiré, gimiendo. Quería besar el rosario de Don Juan, el rosario bendito por San Pío V, que colgaba de mi yerta muñeca, y mis labios quedaron inmóviles a mitad de camino, entre la sarta de cuentas negras y el anillo de Benvenuto Cellini, el de acero puro, lo último, en mi meñique crispado, que mis ojos vieron, antes de que la noche implacable los cegara y me arrastrase, pobre monstruo de Bomarzo, pobre monstruo pequeño, ansioso de amor y de gloria, pobre hombre triste, hacia el bosque de los verdaderos monstruos y de la postrera, invencible, apaciguadora luz.

 

22 abril 2024

El torbellino Kant

 

¡Pájaro! ¡Tambor!

Ese es el llamativo título del prólogo de El torbellino Kant, de Norbert Bilbeny, catedrático emérito de Filosofía Moral de la Universidad de Barcelona. Estos párrafos explican el título del prólogo, que evoca los últimos meses de vida del ya casi octogenario filósofo de Königsberg, de cuyo nacimiento en 1724 se cumplen trescientos años hoy, 22 de abril:

He aquí un anciano de pequeña estatura, en su casa y encogido en un sillón. Desde la que fue una sala habilitada para dar clases, en la planta primera, el hombre mira a través de la ventana el paso de la gente y de los carruajes. Algunas personas le saludan desde fuera, alzando su sombrero y sonriéndole. 
Pero el viejo apenas lo percibe, porque padece demencia, probablemente la enfermedad de los cuerpos de Lewy. Está enfundado en un batín amarillo claro estampado con grandes flores grises. Cubre su cabeza calva un pañuelo de seda enroscado a modo de turbante. A ratos cierra sus pequeños ojos azules y dormita, cabizbajo, con el mentón sobre su pecho y unas finas lentes cabalgando en la punta de la nariz. 
Es un mediodía de finales del mes de abril de 1803. El mismo personaje se ha sentado ante una ventana por la que entra el sol y un suave aire de primavera. La estancia pertenece al segundo piso de la misma casa. El edificio tiene ventanas en ambas fachadas y un alto tejado con dos chimeneas. Se encuentra en el número 86 de la calle Prinzessinstrasse, en la ciudad báltica de Königsberg, en Prusia Oriental, distinguida por ser un importante puerto comercial. Muy cerca, detrás de la casa, se halla el viejo castillo real y la parte más antigua de la población. El anciano abre de repente los ojos y mira con atención un gran pino plantado en el jardín que tiene ante él y que pertenece al mencionado castillo. Baja la vista y anota, casi ilegible, en uno de los trozos de papel que llenan su bolsillo: «Hoy es un día triste. No ha venido mi pajarito». Está de este humor porque la última vez que vio a un herrerillo común saltando entre las ramas con su divertida cresta fue durante el invierno anterior. Le agradaba contemplarlo y así se lo indicaba a quien estuviera a su lado.
Hace unos años que al pequeño hombre le atiende un entregado cuidador. Este, al ver que su enfermo ha vuelto a dormirse, le quita con delicadeza las gafas y las deposita en una mesa baja, sobre la que descansan unos cuantos libros que el morador de la casa ya no lee, pero que se empeña en hacer ver que lee. De pronto, y desde la parte de la vivienda que da a la calle, se oye venir la banda de música del rey tocando, como de costumbre, al compás de una marcha militar. El cuidador se apresura a cerrar la ventana del salón comedor para que el anciano no se despierte. Pero este, avanzando a duras penas hacia ese lado de la casa, se lo impide con un firme gesto del brazo, mientras que con la mano le indica que abra más aún la ventana. En un momento dado, cuando la banda de tambores y flautas, trompetas y trombones ya desfila ante la ventana, el hombrecillo vuelve su rostro hacia el empleado y con una pícara sonrisa, acentuada por la falta de dientes, hace el gesto de estar también él tocando el tambor. Nunca fue aficionado a la música, pero esta le ha levantado hoy el ánimo, después de la nostalgia por el citado pájaro.
Estas dos cosas, pájaro y tambor, son como dos símbolos que resumen la vida de esta persona. Su nombre es Immanuel Kant. Ayer, el más grande filósofo de su tiempo y el más célebre ciudadano de Königsberg. Hoy, el viejo y cansado habitante de una mansión vacía de los pasos y las voces de aquellas antiguas visitas de amigos y estudiantes. «Pájaro», pues, porque su filosofía sobre la naturaleza y el conocimiento humanos es sutil y precisa como el vuelo de un pájaro. Y «tambor» porque su filosofía de la moral y la cultura tiene la fuerza y claridad de un redoble de tambor.

Publicado por Ariel en una cuidadisima edición y subtitulado Vida, ideas y entorno del mayor filósofo de la razón, El torbellino Kant es una espléndida aproximación a la biografía y una lúcida introducción a las claves filosóficas de quien inauguró la modernidad con su Crítica de la razón pura, así como a las circunstancias sociopolíticas y culturales en las que construyó su pensamiento.

“Es difícil escribir la biografía de un filósofo. ¿Hay que separar obra y vida? Creo que sí, pero hasta cierto punto. No hay una filosofía Kant sin un hombre, un carácter y una circunstancia Kant”, afirma Bilbeny. Y con ese criterio, cada uno de los diecinueve capítulos del libro se abre con varios párrafos en cursiva que reconstruyen con brillantez escenas intrahistóricas evocadoras de la vida diaria y doméstica del sabio genial y que abordan las difíciles circunstancias familiares, la formación intelectual y la forja del carácter de aquel hombre tranquilo e irreverente que se alejó del pietismo y de la religión, convencido de la primacía de la razón sobre la fe, porque “la crítica de Kant a la religión -escribe Bilbeny- no es vulgar ni apasionada, pero resulta demoledora”, por ejemplo cuando afirma que “la fe descansa en la razón: no al revés. Cuando una filosofía se identifica con el credo de una Iglesia o esta la hace suya, deja de ser filosofía para pasar a ser otra cosa.”

El lector se acerca en estas páginas a la simpatía republicana por la Revolución Francesa de quien se sintió ciudadano del mundo, a las bases conceptuales que cimentan la sólida construcción de su sistema de pensamiento y a sus repetidos fracasos durante quince años a la hora de optar a una plaza de catedrático, desde 1755 hasta el 31 de marzo de 1770 en que accede a la cátedra de Lógica y Metafísica de la Universidad de Königsberg. 

El 21 de agosto de ese año decisivo presenta Kant su Disertación inaugural sobre la distinción entre el conocimiento sensible y el inteligible que sentará las bases del torbellino de la Crítica de la razón pura, “el plano ejecutivo final, listo para levantar el sistema de la «filosofía trascendental» kantiana.”

Pero hasta entonces, hasta la aparición en 1781 de la Crítica de la razón pura, lo que hay es una década de silencio sin publicaciones de artículos ni libros. Una década de trabajo intelectual callado y de existencia rutinaria mientras perfila definitivamente lo que era su proyecto filosófico, lo que él mismo denominó su “sistema de la crítica”:

Kant sigue dando su paseo diario, cena con los amigos, empieza su correspondencia con Marcus Herz y tiene sus pequeñas trifulcas con el criado Lampe. Pero lo que le mantiene en público silencio es la concentración en su escritorio sobre centenares de hojas que se van sucediendo con notas y esquemas pasados a limpio, tachados después y vuelta a empezar, todo por las mil cavilaciones que tiene su autor en torno a cómo va a poder seguir siendo posible la metafísica, la fuente y el tronco central de la filosofía, cuando la teología que la ha venido sosteniendo durante siglos retrocede en Europa y lo que avanza es la ciencia de la naturaleza. Porque a pesar de estos cambios, que Kant admite, la metafísica puede y debe seguir existiendo. Metafísica es para Kant la filosofía de los primeros principios del conocimiento y del obrar moral humanos. ¿Cómo prescindir de ellos y sustituirlos solo con datos positivos, que no fundan nada, o peor, sustituirlos por fantasiosas creencias con el falso nombre de filosóficas?

Y tras ese “Everest de la historia del pensamiento”, que cambiará para siempre la filosofía occidental con su mirada al mundo, al conocimiento y la experiencia, a la libertad o al sentido de la vida desde el idealismo transcendental, el terremoto ético de la moral sin condiciones de la Crítica de la razón práctica en 1788, con la propuesta de una ética dictada por las relaciones entre personas, por la conciencia moral y la responsabilidad. Y por eso "la ética kantiana es una ética del deber, no de la virtud", como se reflejaba ya en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, "el mejor espejo de su autor", que concluye en la Crítica de la razón práctica: "Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí."

Esa ética vertebra también el pensamiento político anti-maquiavélico de Kant, basado en el imperativo moral de la razón, expuesto en Sobre la paz perpetua (1795) y en la Metafísica de las costumbres (1797) y anclado en un concepto universal del derecho. 

En la tercera de sus críticas, la Crítica del juicio (1790), proyectada en principio como Fundamentación de la crítica del gusto, Kant distingue el juicio teleológico -de carácter general y objetivo- y el juicio estético -de carácter particular y subjetivo. Esas reflexiones las había anticipado en germen en el artículo “¿Qué es la Ilustración?”, de 1784, donde a partir de su lema ‘Sapere aude’ (Atrévete a saber), tomado de una epístola de Horacio, escribe: "¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración.”

En ambos textos vincula indisolublemente pensamiento y libertad, igual que estableció la relación entre lo bello y lo bueno, entre ética y estética. Una relación que fue determinante en la configuración del pensamiento de Goethe, que reconoció su deuda con Kant por su distinción entre sujeto y objeto, entre sentimiento y razón, entre lo subjetivo y lo objetivo en un momento histórico y cultural de importancia crucial, la transición de la razón ilustrada al sentimiento romántico:
 
Kant -señala Bilbeny- pertenece al atardecer de la Ilustración, como su contemporáneo Mozart, o el mismo Goya. Los tres están entre la madurez del clasicismo y el alba del romanticismo. Han aparecido entre dos corrientes, pero en realidad ello no les ha perjudicado. Les ha permitido subrayar su individualidad.

En sus tres críticas, Kant perfila una visión del hombre que se complementaría en su última obra, la Antropología en sentido pragmático (1798), uno de sus textos más fáciles, elaborado a partir de las lecciones públicas que impartió en los semestres invernales desde 1772.

En el último capítulo del libro, al resumir el “Legado de un caballero de la razón”, Bilbeny afirma que “el pensamiento de Kant sigue siendo una contribución impagable al conocimiento y a la libertad en un tiempo en que continúan la ignorancia y la barbarie.”

Y a propósito de esta fecha, recuerda que “en los últimos años, cada 22 de abril Kant invitaba a cenar a sus amigos con motivo de su aniversario. La última vez fue en 1803, con su salud ya severamente dañada. Por ello sus viejos compañeros de mesa decidieron mantener el encuentro al año siguiente de la muerte del añorado anfitrión. Convocaron pues en 1805 un «Banquete conmemorativo» en la misma casa de Kant, que muy pronto había pasado a ser propiedad de un hostelero. [...] Pero ya en este primer ágape de homenaje decidieron constituirse en la Sociedad de Amigos de Kant [Gesellschaft der Freunde Kants].»

Lo indicaba al principio: un día como hoy, hace trescientos años, nacía quien habría de ser uno de los pensadores más decisivos de la historia occidental. Porque “el torbellino Kant -concluye Bilbeny- es de efecto centrípeto y a la vez centrífugo. Aspira y asimila primero el pensamiento anterior, sobre todo el que discurre de Descartes a Hume, para después expandir los resultados del análisis y radical revisión de ese conglomerado con el aporte de su propio pensamiento.”




21 abril 2024

Guardia nocturna, de Rafael Morales Barba

 


Guardia nocturna se asoma a un mundo propio y al suburbio personal (y social). Un centinela demasiado atento al yo precario que encuentra cómplices en los márgenes y que se destila con dolor. Pequeñas solidaridades, asombros, intimidades y vaciamientos, desolaciones desnutridas y guiños a los desprotegidos. A los del yo y a los de al lado, el otro. Mi intenso compromiso social y humano a veces se mira y otras mira hacia afuera, vive la ausencia de su desánimo o pusilanimidad, de su adentramiento obsesivo, en voz baja. Lo cierto es que suele revolverse hacia su yo en su impotencia por explayarse, y ha preferido la acción personal con discreción. No por ello deja de aparecer en verso, y aparece de pronto aquí y allá, sin expresionismo ni alaradas.”

Mis limitaciones léxicas me impiden saber qué significan esas “alaradas” que no encuentro en ningún diccionario, pero creo entender lo que quiere decir Rafael Morales Barba en el prólogo con el que abre  su Guardia nocturna, que publica Bartleby Editores.

Se reúnen bajo ese título las que el propio autor llama sus “escaramuzas poéticas” anteriores: Canciones de deriva y Climas, dos libros a los que se añade el reciente Aquitania, que toma su título del poema inicial, subtitulado ‘Luna de marzo’:

Has tornado a las aguas 
sin por qué, luna 
en la ría, besado mis labios 
hervidos sobre el agua del rape 
en su lecho de arena. 

Opiácea luz narcótica, tan clara 
cae por el todo tan breve 
y este aire 
caliente, 
navegando, 
barchetta.

Tibios arpegios oirán celestiales los muertos 
sumergidos, no voces desteñidas 
como estas, ¡cómo insisten 
tocando en la puerta de aire 
desde abajo, 
luna amarilla… 

esperando mareas.

Más conocido por su ejercicio crítico que por su vocación poética tardía, Morales Barba cultiva una escritura del despojamiento expresivo desde un difícil equilibrio entre lo elusivo y lo alusivo, desde un ejercicio de depuración de la mirada y de síntesis de la palabra.

Este ‘Septiembre’ es una muestra de su expresión recortada y sugerente:

Por el lazo de sombras 
bajo la catalpa y el sendero tenue 
de ligera brisa 

sin reproche en el labio 
ni en su palabra oscura.

Con un frecuente fondo de paisajes marítimos de medusas y crepúsculos, de salinas y farallones, de espumas y veleros, de barcas y brumas norteñas, esta es una poesía de mirada sutil que va desde lo exterior a lo interior, desde la contemplación del paisaje a la meditación, desde la evocación a la reflexión.

Otro ejemplo de ese mundo propio y de esas lecciones del paisaje: esta ‘Guardia nocturna’, de la que toma su título este volumen que recoge la obra poética de Rafael Morales Barba, su voz afinada y su palabra afilada: 

Las horas por el aire 
transparentes 
con sus besos de arena, muy ligeras 
entre cubetas breves, 
viejas grullas varadas 
en Guerande sobre la sal y el sodio, 
sin quimeras ni vuelos, 
claras.

Sin gasas, desvestidas, sobrevestes, 
linajes.
Súbitos golpean con el cincel metales 
y esculpe el viento un callejón nocturno. 

Asomado al balcón la salina 
de un tenor vaciado 
sin melodía 

canta.



20 abril 2024

Virginia Woolf. La señora Dalloway recibe


 

19 abril 2024

Luis Martín-Santos. Tiempo de silencio


 

18 abril 2024

El proceso al libro

 


17 abril 2024

Cuentos completos de Kafka



Sancho Panza, quien por cierto nunca se vanaglorió de ello, consiguió a lo largo de los años apartar de sí a su demonio, al que más tarde dio el nombre de Don Quijote, proporcionándole en las horas vespertinas y nocturnas gran cantidad de novelas de caballerías y de asaltos, al extremo de que este, fuera de sí, realizó los actos más disparatados, los cuales, sin embargo, a falta de un objeto predeterminado, que precisamente debería haber sido Sancho Panza, no causaron mal a nadie. Sancho Panza, un hombre libre, llevado tal vez por cierto sentido de la responsabilidad, siguió como si nada a Don Quijote en sus andanzas, de lo cual obtuvo hasta el final de sus días, un apreciable y provechoso entretenimiento.

Es uno de los relatos de Kafka que publica Páginas de Espuma en una magnífica edición de sus Cuentos completos con traducción de Alberto Gordo, ilustraciones de Arturo Garrido y una introducción -Demasiado Kafka- en la que Andrés Neuman explica que “cuando pensamos en el estilo de Kafka, tendemos a exagerar su carácter parabólico. Sin embargo, en cuanto abrimos su primer libro de cuentos, nos envuelve una sensorialidad colmada de ruidos, temperaturas, estímulos visuales. Kafka era menos un autor de abstracciones que de desnudos, de cuerpos vulnerables sin otro asidero que su desamparada materialidad.”

Entre Descripción de una lucha, una novela corta en la que la que estuvo trabajando siete años y en la que asoma el característico mundo kafkiano, y Josefina la cantante o el pueblo de los ratones, su último relato, escrito el mismo año de su muerte, se reúnen en este volumen casi un centenar relatos organizados en la medida de lo posible con un criterio cronológico, porque algunos tienen una datación imprecisa y otros son textos trabajados durante meses y años.

En todo caso, son textos imprescindibles como La condena, El fogonero, La transformación, Ante la Ley, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, Chacales y árabes, Un mensaje imperial o Un artista del hambre, que vuelven a presentarse al lector con una nueva traducción sobre la que dice Alberto Gordo: “El estilo de Kafka reclama del traductor una atención constante. Su alemán, lejos de ser sencillo (como a veces se ha dicho), está lleno de trampas, de partículas que, siempre al servicio de la precisión, matizan y modifican significados. […] Kafka es prolijo, pero nunca superfluo: una especie de pureza impregna su estilo. Se trata, si acaso, de una mezcla insólita de sencillez y manierismo, un manierismo fértil, jamás gratuito, en el que va profundizando, en un proceso artísticamente fascinante, a medida que pasan los años y se acumulan las páginas. Los personajes de Kafka rara vez se mueven o actúan como personajes de novela, lo que obliga al traductor a revisar automatismos. Por otro lado, los diálogos, muchas veces intencionadamente antinaturales, invalidan casi cualquier consigna sobre la traducción de la oralidad que uno haya aprendido traduciendo a otros autores. El reto, en definitiva, está en saber intuir un punto medio entre originalidad y naturalidad, entre la sutil tirantez del estilo kafkiano y la fluidez debida a una traducción actual. Kafka ha de sonar a Kafka, porque ningún otro escritor había sonado ni suena como él, y ahí radica parte de su encanto. Al mismo tiempo, sin embargo, ha de ser un Kafka para los lectores de hoy. Esperamos habernos acercado a ese equilibrio.”

Una buena muestra de cómo esta traducción consigue ese necesario y difícil equilibrio entre el respeto a la peculiaridad del estilo kafkiano y la naturalidad propia de una traducción actual, es Un comentario, un breve texto escrito a finales de 1922:

Era muy temprano, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al comparar el reloj de una torre con mi reloj, vi que era mucho más tarde de lo que creía, tenía que darme prisa, el sobresalto por este descubrimiento me hizo dudar de mi ruta, aún no conocía cada rincón de la ciudad, por suerte había por allí un policía, corrí hacia él y, sin aliento, le pregunté por el camino. Sonrió y me dijo: «¿Y quieres que yo te indique el camino?» «Sí», dije, «pues yo solo no soy capaz de encontrarlo». «Déjalo, déjalo», dijo y se dio la vuelta con un gran aspaviento, como alguien que quisiera estar a solas con su risa.

Kafka publicó en vida, entre 1913 y 1924, tres selecciones de sus relatos en sendos volúmenes que muestran una cierta unidad temática: Contemplación, Un médico rural y Un artista del hambre, además de los imprescindibles La condena, La transformación, El fogonero o En la colonia penitenciaria. 

Se añaden a esos textos las narraciones que Max Brod editó después de la muerte de Kafka en dos volúmenes titulados Durante la construcción de la muralla china y Descripción de una lucha, aunque, como señala el traductor en su nota inicial, “la traducción sigue fielmente las ediciones de Fischer, que a su vez se basan, en el caso de los textos póstumos, en los manuscritos en su forma original, es decir, sin las injerencias de Max Brod. Estas injerencias incluían importantes cambios en los textos” y además -añade- “no hemos considerado urgente distinguir, como se ha hecho a veces, entre obra publicada y obra póstuma, pues los textos importantes de Kafka, a pesar de la exigencia con la que él enjuiciaba su obra, se encuentran también entre sus papeles privados y no solo en los textos que decidió publicar.”

En conjunto, esta edición ofrece casi un centenar de relatos que constituyen el corpus total de la narrativa breve de Kafka, entre el cuento y la novela corta. Ya en Contemplación, el primer libro que publicó, hay textos memorables como Para que reflexionen los jinetes o el excelente Deseo de convertirse en indio:

Si uno fuera de veras un indio, siempre a punto, y, sobre el caballo a galope tendido, encorvado en el aire, temblara una y otra vez sobre el suelo tembloroso, hasta soltar las espuelas, pues no había espuelas, hasta tirar las riendas, pues no había riendas y apenas viera ante sí el paisaje como una landa segada, ya sin el cuello ni la cabeza del caballo.

Desde los relatos de ese inicial Contemplación hasta los Un artista del hambre, pasando por los Un médico rural, que apareció en 1920, está en estos textos el Kafka canónico y maduro, el escritor nocturno que cuestiona angustiosamente el mundo, el oscuro oficinista que se desdibuja en máscaras irónicas o se atrinchera en el interior de sí mismo y anticipa en Ante la Ley una semilla de El proceso; el que deja en sus páginas varias parábolas inolvidables (Chacales y árabes, Un mensaje imperial o Un informe para una academia) sobre el sinsentido y los límites de la expresión, sobre la crisis de la identidad y la razón. Porque, como escribió Borges, “el destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Redactó sórdidas pesadillas en un estilo límpido.”

Y ocupando un espacio esencial en el conjunto de sus relatos, La transformación, una de esas pocas obras que pueden resumir por sí solas el siglo XX. Kafka la había escrito en un momento en el que una intensa crisis personal acabó desencadenando, en el otoño de 1912, la creación de textos tan esenciales en su obra como La condena, que compuso de un tirón durante la tarde y la noche del 22 al 23 de septiembre.
 
La escritura de La transformación se prolongó del 17 de noviembre al 7 de diciembre de ese mismo 1912, con un parón por medio que Kafka lamentó luego, porque notaba que, tras esa interrupción, al retomarla, la tercera parte se resentía de una suerte de recalentamiento que perjudicaba al funcionamiento narrativo del conjunto. 

Opaca y escrita para que la leamos como si estuviéramos despiertos en medio de un sueño, narrada con una llamativa frialdad por un narrador imperturbable, es precisamente en esa distancia y en el ‘ligero fastidio’ que provoca la situación en el propio Samsa en donde se encuentra uno de los rasgos más peculiares de La transformación y de la manera kafkiana de narrar, con un punto de vista en el que el narrador se funde con el protagonista a través de la sutileza del estilo indirecto libre. 

Junto con El fogonero y La condena, Kafka proyectó una edición de La transformación como parte de una trilogía que se iba a titular Los hijos, pues la relación problemática con el padre es el hilo conductor de los tres relatos. Frustrado ese proyecto inicial, se publicó como libro exento en 1915 y se convirtió desde entonces en la obra fundamental de las que Kafka publicó en vida. Pero sigue siendo una obra tan inaccesible como el castillo al que intentaría llegar el agrimensor K. muchos años después. 

Ese carácter enigmático se amplía a la totalidad de su obra, porque aunque de pocos autores se habrá escrito tanto, sin embargo el sentido último de sus relatos sigue rodeado de un misterio que flota sobre el fondo oscuro de la incertidumbre y la desolación, del vacío y la desesperanza, del desarraigo y la pesadilla, de la liberación y el castigo, con un humor a menudo irónico, que Kafka aprendió en Chesterton, y con una calculada ambigüedad.

Porque “la verdad interna de un relato -escribía Kafka en una de la cartas a Felice Bauer- no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes.”

Esta magnífica edición quedará como una de las aportaciones editoriales de referencia con motivo del centenario de la muerte de Kafka en 1924. Un Kafka que emerge en estado puro en estos relatos, desorientado en medio de un mundo opaco, y dueño de un lenguaje denso y frío y de una literatura mágica y distante, inagotable y perturbadora, como la de este temprano y breve texto, Los árboles, que escribió  en 1907:

Pues somos como troncos de árbol en la nieve. Parece que están sin más sobre ella, y que con un suave empujón uno debería poder desplazarlos. No, no se puede, pues están unidos con firmeza al suelo. Pero ojo, incluso eso es solo apariencia. 

“La lectura -escribe Andrés Neuman en su prólogo- constituye un acto secretamente colectivo: interviene en nuestra memoria y posibilita el futuro. Borges observó que Kafka había creado a sus precursores, es decir, que había sido capaz de influir en el pasado. Quizá por eso cuentos como Un mensaje imperial, publicado cuando Borges era un joven inédito, nos parecen escritos tres décadas más tarde por él mismo, que tradujo y reescribió a su maestro. Hoy la vigencia de Kafka sigue propiciando fenómenos inversos. No es tanto que su obra explique el tiempo que nos ha tocado resistir, sino que la realidad misma insiste en volverse cada vez más kafkiana, en una mímesis oscura como una cucaracha. Plagiando sus lógicas, el mundo abusa de Kafka. “

 

16 abril 2024

Gabriel Miró. El humo dormido


 

15 abril 2024

Luis Martín-Santos. Tiempo de libertad

 







 


Elea:
München. Cerveza. Hombres gordos. 
Mujeres -al fin- casi monas. Cerveza. Algo de alegría. Cerveza. Casi mucho dinero.
                         Beso.                    Luis


Es el texto de una postal escrita por Luis Martín-Santos el 31 de agosto de 1950 en Munich y enviada desde Stuttgart al día siguiente. La escribió durante su estancia como becario en Heidelberg y va dirigida a Rocío Laffon, la Elea a la que dedicó su apólogo lírico Elea o el mar y un poema del que se conservan dos copias mecanoscritas. Junto con muchos y muy diversos materiales gráficos, forma parte del libro que publica Galaxia Gutenberg para recoger el contenido de la exposición Luis Martín-Santos. Tiempo de libertad, que conmemora en la Biblioteca Nacional el centenario de su nacimiento.

Esa postal es uno de los ciento diez documentos y fotografías que recorren la trayectoria vital, profesional y la repercusión de la obra literaria de Martín-Santos en una aproximación visual a su mundo narrativo y a su biografía.

“Sus hijos Rocío y Luis Martín-Santos Laffon -explica Julià Guillamon en el texto introductorio -están detrás de este proyecto expositivo, y de la recuperación y el relanzamiento internacional de la obra de Martín-Santos, a la que dedican un empeño y un trabajo inagotables.” Esa dedicación ha hecho posible la recuperación en este libro de abundante material gráfico inédito sobre la infancia, la juventud y el entorno familiar del autor, en Larache, San Sebastián, Salamanca y Madrid.

Dos años de vértigo, los que van desde la publicación de Tiempo de silencio en marzo de 1962 a su muerte en un accidente de tráfico en enero de 1964, son los que abren este libro con un primer capítulo en el que se evoca la repercusión de Tiempo de silencio a través de las portadas de sus ediciones nacionales e internacionales, de reseñas y entrevistas y la noticia de su muerte en recortes de periódicos.

Desde ese momento final el catálogo se retrotrae a la infancia y la juventud, a su época formativa: la orla de su último curso de Bachillerato en el colegio de los Marianistas en 1940-41, la Universidad de Salamanca, los cuadernos de Anatomía y Fisiología o el ejercicio para la obtención del Premio extraordinario de licenciatura del curso 1945-46, algunos artículos científicos sobre el psicoanálisis existencial de Sartre, sobre la alucinosis alcohólica, las ideas delirantes primarias y la psicosis alcohólica aguda  o sobre experimentos con ratas en el Instituto de Medicina Experimental de Madrid.

Y precisamente Madrid hacia 1950 se convierte en uno de los centros de interés de Tiempo de libertad por la repercusión que tendría la experiencia madrileña (las tertulias, la amistad con Juan Benet) en la formación del mundo literario de Martín-Santos. Se incluye por ejemplo un plano urbano que destaca los lugares tan frecuentados por él en aquel Madrid de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta (bares, teatros, pensiones y tertulias, entre otros).

Originales mecanografiados de cartas y relatos, además de un ingente número de fotografías, reflejan no sólo la vertiente creativa de Luis Martín-Santos, sino su actividad como científico y psiquiatra, su relación profesional con la locura, su actividad política o la ficha policial del 23 de agosto de 1962 con motivo de su cuarta detención.

Una parte importante del libro se dedica a Tiempo de silencio: a los párrafos censurados en la primera edición o a la transcripción gráfica del submundo de burdeles, pensiones, comisarías, cafés literarios y cementerios de la novela, como la de esta fotografía de Santos Yubero de las chabolas del madrileño Puente de Praga, tomada el 16 de febrero de 1955:



Por no faltar, no faltan ni las faltas de ortografía como el “bajorealismo” de la página 187. Pero ¿quién se puede extrañar de eso en estos tiempos de vergüenza de los que Martín-Santos habría abominado?

A pesar de eso y de algunas interferencias políticas oportunistas de las que el autor se habría avergonzado -este es un Tiempo de vergüenza-, la exposición y el libro Tiempo de libertad contribuyen de forma decisiva a la reivindicación de la figura de Martín-Santos y a la recuperación editorial de su legado imprescindible con nuevas ediciones de Tiempo de silencio y Tiempo de destrucción y con los primeros tomos de sus Obras completas en Galaxia Gutenberg, que rescatarán muchos de sus inéditos.


14 abril 2024

La primavera de 1936



“Los pocos historiadores que se han adentrado en el estudio de la violencia política han tendido a eludir una pregunta fundamental: quién inicio la acción. Parecen haber supuesto que el agresor, el que causa la víctima, es siempre y en todo caso el responsable del inicio de la acción. Pese a sus limitaciones y problemas, la Segunda República fue una democracia en vías de consolidación donde existían cauces para que los ciudadanos plantearan de forma pacífica sus demandas y quejas frente a los poderes públicos. Así ocurrió, de hecho, en numerosas ocasiones. No obstante, la movilización al margen de las instituciones, muy a menudo recurriendo a la violencia y desafiando la Ley de Orden Público vigente, estuvo a la orden del día. Tal fue el caso de la primavera de 1936, mucho más que en cualquier otro periodo de la corta historia republicana. […] Pese a ocupar el poder un gobierno integrado por miembros de partidos republicanos de izquierda, contando con el apoyo parlamentario de los partidos de la izquierda obrera que habían integrado junto con aquellos la alianza electoral conocida como Frente Popular, el grueso de las acciones y movilizaciones con derivaciones violentas de aquella primavera fueron impulsadas, de forma abrumadora, por fuerzas de izquierda: el 78,7 % de los episodios en los que la filiación del iniciador se conoce”, escriben Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío en el apéndice -“Los números de la violencia”- que cierra su voluminoso ensayo Fuego cruzado. La primavera de 1936, que publica Galaxia Gutenberg.

Una investigación monumental que aborda en doce extensos y documentados capítulos la violencia política que se desató en la primavera española anterior a la Guerra civil en un estallido de brutalidad que vino de ambos lados en una espiral provocadora de acciones y reacciones que se concentraron en ciento cincuenta días.

“No sé, en esta fecha, cómo vamos a dominar esto”, le decía Manuel Azaña el 17 de marzo de 1936 a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, en una carta en la que se leen estas líneas: “Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha, y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes Madrid: tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas... Han apaleado, en la calle Caballero de Gracia, a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño, acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales... Lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno, y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos: ¡hasta en Alcalá!".



Ese periodo violento, que abarca desde el 19 de febrero, el día después de las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular, al 17 de julio, cuando se dan los primeros movimientos militares del golpe de estado, fue el momento más decisivo en la historia de la Segunda República. Y sin embargo no había sido muy estudiado hasta ahora y casi siempre con un claro sesgo partidista. Así lo señalan en la introducción Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío:

El relato elaborado por los ganadores de la guerra civil, los que simplificando solemos llamar «franquistas», concedió mucha importancia a aquella primavera «trágica», puesto que allí fueron a buscar los argumentos que, desde su perspectiva y necesidad ideológica, justificaban el golpe militar del 17-18 de julio. Así, ese relato apeló a la existencia de un complot comunista dirigido a provocar una revolución e instalar en España un Gobierno controlado desde Moscú. También habló de la inadaptación del pueblo español para la democracia y su propensión a la violencia y a los conflictos fratricidas, así como de la «ilegitimidad» de los poderes políticos emanados de las elecciones del 16 de febrero. Todo con el telón de fondo de la «incapacidad» de los gobiernos republicanos para preservar la seguridad y la vida de los ciudadanos ante una situación de permanente caos, anarquía y violencia. El asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio habría sido el punto culminante de ese contexto de virulencia y terror. Al magnicidio en sí se le confirió el rango de «crimen de Estado», al considerarlo inspirado y organizado por las propias autoridades republicanas. En definitiva, desde esa perspectiva, la primavera habría puesto de manifiesto que la República en España era incompatible con los principios básicos de ordenación social, poniendo en riesgo la unidad nacional, la propiedad, la familia y la religión.
En el lado opuesto de esa visión anticomunista y catastrofista, cuya finalidad principal no era otra que limpiar la responsabilidad de la derecha radical y de los militares golpistas por el comienzo de la guerra civil, se colocó otra interpretación no menos maniquea y simple. Con una impronta claramente antifascista y un poso de inspiración marxista, la primavera de 1936 fue presentada y analizada como el período en el que se desató la lucha contra el fascismo. En esa batalla, una izquierda obrera heroica, sabedora de lo que habían sufrido sus correligionarios en la Alemania nazi, la Italia fascista o la Austria del canciller Engelbert Dollfuss, se aprestó a sacrificarse por la «democracia burguesa», aun cuando sólo la considera- ra una etapa en el camino hacia la verdadera «democracia obrera». De este modo, la primavera fue el terreno que habría anticipado las luchas contra el fascismo en suelo europeo, cuando el Frente Popular español, nadando a contracorriente, habría peleado con todas sus fuerzas contra un fascismo emergente y los socialistas y los comunistas se habrían inmolado en el altar de la defensa de las libertades y la democracia. No obstante, la alianza entre la derecha clerical y reaccionaria, el fascismo y el militarismo antirrepublicano habría hecho lo imposible contra el reformismo republicano. Desde esa perspectiva, el problema de aquella primavera no habría sido la anarquía o el comunismo que denunciaban los franquistas, sino la conformación de una alianza contrarrevolucionaria entre los poderes tradicionales y la derecha fascista emergente que se oponía a las políticas democráticas, reformistas y modernizadoras del Frente Popular.

Frente a ese sesgo partidista, frente a las simplificaciones y el maquillaje de los problemas que estallaron en aquella primavera de 1936, los autores explican que “este libro parte del convencimiento de que es posible un acercamiento a ese período desde la misma perspectiva que ha permitido a los mejores historiadores de la República explicar la complejidad de los cinco años anteriores, es decir, trascendiendo las diferentes mitologías en pugna y desplazando los viejos relatos partidistas con la luz que arroja el estudio de numerosas fuentes primarias, hasta hoy inexploradas. La interpretación que ofrecemos parte del rechazo de la historia de combate de cualquier signo y de la reivindicación de una historia desmitificadora. Somos perfectamente conscientes de que la objetividad absoluta es una quimera engañosa y de que los historiadores, como el resto de los ciudadanos, estamos mediatizados por nuestras propias ideas y circunstancias. En ese sentido, es útil reconocer que este libro está escrito desde la reivindicación de los valores democráticos, liberales y pluralistas, así como de la consideración positiva de la democracia parlamentaria, la que ya había demostrado su valía antes de 1936 y la que triunfó en Europa occidental después de 1945 y en España tras 1978. Además, partimos de que no se puede incurrir en posiciones presentistas al mirar al pasado, pues a sus protagonistas hay que entenderlos en su propio contexto y dejarlos hablar ante el lector, para que este pueda sacar también sus propias conclusiones. Por eso mismo, siendo muy conscientes de que la larga primavera de 1936 siempre se ha leído como el prólogo de la guerra civil y ha sido mutilada al servicio de la propaganda, tanto la anticomunista como la antifascista, este libro la analiza como si la guerra civil nunca se hubiera producido. Es decir, procurando colocar el punto de vista en esos meses y obviando consciente y recurrentemente el hecho de conocer su desenlace. Este ha sido un ejercicio metodológico complejo, pero también apasionante y sugerente, que coloca este libro muy lejos de cualquier determinismo y teleología.”

El pistolerismo de los anarquistas y falangistas, los choques callejeros de la extrema derecha y la extrema izquierda, un Partido Socialista y una UGT cada vez más radicalizados y una gestión lenta o titubeante del orden público por un gobierno republicano que perdió el control de la calle por su sometimiento a los intereses de la izquierda revolucionaria están en la raíz de los 977 episodios de violencia política que se recogen en Fuego cruzado. 

Episodios que dejaron un balance demoledor de 484 muertos y 1.659 heridos de gravedad, que reflejan que “la violencia política y los problemas de orden público constituyeron un desafío de primera magnitud para los gobiernos habidos entre el 19 de febrero y el 18 de julio de 1936 y para la propia sociedad civil.”

Con un enfoque historiográfico y un método narrativo similar al que utilizaron en Retaguardia roja y en Vidas truncadas, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío describen un lamentable panorama de preguerra con atentados y provocaciones de uno y otro signo, con incidentes y choques con la fuerza pública, con ministros de Gobernación superados por los hechos, con tensiones en el campo entre los terratenientes y los campesinos, con presiones sindicales y huelgas constantes en las ciudades, con la existencia de policías municipales de partido -no profesionales, sino al servicio de quienes les nombraban-, involucrados con frecuencia en episodios violentos; con una violencia específicamente anticlerical y con amenazas cruzadas  entre los dos bandos y ejecutadas sin contemplaciones.

Del ambiente guerracivilista y el clima de confrontación exacerbada dan cuenta “frases que justificaban la eliminación física del adversario” pronunciados en las Cortes por “algunos diputados, sobre todo comunistas, aunque también algún socialista como la extremista Margarita Nelken.” Por ejemplo en la sesión del 18 de abril “defendieron explícitamente -en palabras de la comunista Dolores Ibárruri- «arrastrar a los asesinos» de Asturias o encarcelar a los líderes del segundo bienio, empezando por Lerroux y Gil-Robles. Fue en aquella sesión cuando el líder de los comunistas, José Díaz Ramos, afirmó que no podía «asegurar cómo va a morir el señor Gil-Robles, pero sí puedo afirmar que si se cumple la justicia del pueblo morirá con los zapatos puestos», mientras algún otro diputado de la izquierda, en medio de una bronca monumental, aseguraba que moriría en la horca, e Ibárruri añadía más leña al fuego al insistir en tono jocoso que si les molestaba que fuera a morir con zapatos, «le pondremos las botas.»

La tensión entre el principio de legalidad y el ímpetu revolucionario fue cada vez más acusada en aquellos meses. Y en ello tuvo mucho que ver la bolchevización de la izquierda largocaballerista, mayoritaria en el PSOE y la UGT frente a los moderados Besteiro y Prieto. Su voluntad de desbordar la ley y las instituciones republicanos para instaurar la dictadura del proletariado la defendía explícitamente Largo Caballero en sus mítines desde febrero del 36 con un lenguaje belicista de fraternidades que matan y conspiraciones militares en un insoportable clima de gansterismo que se acentuó en los diecisiete días de julio anteriores a la sublevación de una parte significativa del ejército que desembocó en la guerra civil.

Para reconstruir ese clima político prebélico, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío se apoyan en un ingente conjunto de fuentes primarias, en una  solvente bibliografía y en un abundante aparato de notas que reflejan el rigor de este estudio imprescindible que cierra un útil índice onomástico que reúne a los instigadores de la violencia desde la extrema derecha y la extrema izquierda, a los victimarios y a las víctimas de una y otra ideología. Todos fueron culpables o responsables, y muchos de ellos -unos más y otros menos- lo pagaron de una u otra forma.

Estas líneas de las ‘Conclusiones’ resumen el sentido del libro: 

Aquí hemos querido devolver a la primavera de 1936 a su propia circunstancia. Y eso exige respetar al máximo al lector e intentar transportarle a esos meses sin engañarle con relaciones de causa-efecto que, por muy tentadoras y reconfortantes que sean, suelen explicar muy poco de la enrevesada política española durante la fase final de la Segunda República. Somos conscientes de que algunos ciudadanos rehúyen la Historia y prefieren relatos morales del pasado que soporten sus memorias del presente. Sin embargo, no hay por qué tratar a todos los lectores como si fueran creyentes; desde luego, merecen un respeto. Por eso, no hemos investigado la primavera de 1936 y la violencia política para solventar dilemas morales simples ni para alentar discursos maniqueos, encontrando respuestas fáciles a preguntas difíciles. Porque ese periodo se puede conocer sin secuestrar su singularidad con los lenguajes posteriores de vencedores y vencidos y sin recurrir a esas burdas simplificaciones que se utilizaron para descargar las responsabilidades por el desencadenamiento de la tragedia fratricida.




13 abril 2024

José Avello. La subversión de Beti García


 

12 abril 2024

Francisco Umbral. Manual de instrucciones