04 mayo 2005

Elogio del horizonte




Santiago Castelo, director de la Academia de Extremadura y uno de nuestros escritores más conocidos, acaba de ver antologados veinticinco años de actividad poética en La huella del aire (Poesía 1976-2001).
Con el sello de la Editora Regional de Extremadura, este volumen, cuidadosamente editado, va precedido de un prólogo esclarecedor y equilibrado de Manuel Simón Viola, que es también el responsable de la amplia selección de textos.
Han pasado ya casi veinte años desde que en otra antología, Como disponga el olvido, Juan Manuel Rozas revisaba los primeros quince años de la obra de Santiago Castelo. Desde entonces, han ido apareciendo nuevos títulos – algunos ya inencontrables- que justifican esta nueva revisión de la poesía de nuestro autor, dueño de una voz poética extrañamente inmune al tiempo, que pasa por ella sin daño ni estruendo ni rechinar de dientes.
Entre su primer libro, Tierra en la carne, y el más reciente, Cuerpo cierto, el talante poético de raíz clásica y la variedad de registros métricos y estilísticos de Santiago Castelo le han ido confirmando como el nieto más formal de don Manuel Machado. Él también, como su abuelo, a medio camino entre la exaltación un poco escéptica de la oda y la contención dolorosa de la elegía sin aspavientos.
Quienes le hemos oído leer sus versos recordamos la voz poderosa de Castelo, subrayada con la seguridad corpulenta de su gesto, acompasada con la cadencia recitativa de su mano.
Y hemos visto, convocados en su palabra y en sus silencios (¡ay, los silencios conmovidos de Santiago Castelo!), el pasado y el presente, las parras de la infancia y el danzón habanero, la tierra interior y el mar abierto, el secano agreste y las aguas litorales, la palmera caribe y la flor de la jara, el díptico sereno del amor y la ausencia.
Hemos oído esa voz poderosa, pero tenemos la impresión de que su poesía es una poesía para ser leída a media voz, o con la voz secreta y oscura de los místicos, con el compás sonoro de las noches ardientes.
Con su poesía arraigada en el dolor y el paisaje, Castelo funda su obra en una poética de la mirada. No es una casualidad la suma de referencias a la pintura en sus libros, ni que lo último que ha publicado sea un conjunto de textos sobre la pintura de Ortega Muñoz.
Y en esa mirada extranjera y desterrada, como de náufrago en la isla y ante el horizonte, reside la imagen que más me interesa de su poesía.
Islas que se llaman Cuba, Mallorca o cualquiera de las islas griegas, pero que son también las islas de la memoria, la infancia verdadera de la casa con el suelo empedrado o el pasado que se sueña en las ruinas de amor de una casa en Éfeso.
Horizonte que es el de las soledades de Extremadura o el del desvelo desnortado y macizo en la sierra de Gredos, pero también el horizonte atlántico de Lisboa con la tristeza dulce y la añoranza imposible del rey Don Sebastián.
El mar de Extremadura, con algas y tomillo, hecho de amor y tiempo su corazón de mieses, a través de una voz que es la voz del poeta en su agonía de nube. La antigua voz que viene del fondo de los siglos, de las raíces telúricas de la noche y la sangre, contra el sol de la historia.