07 mayo 2005

GOZOS DE LA VISTA


Verlo, lo hemos visto todos: se escucha música con los ojos cerrados. Si un olor nos transporta en una sugerencia de tiempos o de espacios, pide el olfato sus primicias y cerramos los ojos, como un gato aventando la brisa marinera. Y se potencia el tacto cerrando bien los ojos, como en el arrobo del paladeo, tal un cardenal lascivo de la corte de los Medici.
No más que la evidencia de límites de esos cuatro sentidos, incompatibles, cuando tan intensos, con el don de la vista. Y sin embargo la vista, compatible con los demás sentidos, sólo se anula a sí misma en la inmolación del exceso de luz o de la visión increíble.
No es mi libro de cabecera, viene aquí por curioso: la Summa Theologica de Tomás de Aquino establece una jerarquía moral de los sentidos. Y allí, el primer lugar, como menos pecador, para la vista, porque la debida distancia del objeto obliga a captar su integridad y racionaliza la percepción.
Esa es la clave: la razón. No sé si el más moral, lo dudo, manes de la pornografía y el decúbito prono. Sí, desde luego, el más intelectual de los sentidos. De ahí los sinónimos sensoriales de la inteligencia: tener mucha vista o una visión de las cosas o una mirada inteligente. En el otro extremo, el tabaco inocente, tonto, de la mirada de Niebla, la perra de Alberti.
La mirada para iluminar la realidad. Y entonces Baudelaire, las Iluminaciones de Rimbaud y Max Estrella o el ciego que ve – comprende- hasta la hez, hasta la muerte como única salida de tanta luz y tanta – y tan mala- sombra. La luz del entendimiento, aquella que en La casada infiel se utilizaba como excusa para no entrar en detalles. La discreción, ahora, como signo de la inteligencia.
Como el arte, resultado de la inteligencia sensible, de los sentidos desatados y gobernados por la razón, esa rienda. Pero -no equivocarse- antes de dirigirse a los sentidos, el arte nace de ellos y en ellos encuentra su savia nutricia.
Y la vista –la inteligencia- que privilegia por igual pintura y poesía. Ut pictura poesis.
Aquí de la pintura, poesía muda, las voces del silencio de Malraux, y el tiempo -tan esencial en la poesía, palabra esencial en el tiempo-, el tiempo que también (autoridad de Goya) pinta. Meditación del marco y del rostro invisible.
Pintura que canta en Venecia, que vuela en Velázquez: donaire, don del aire, donde el aire.
Arte, la pintura, que declara con Leonardo su pupilaje de espejos (“Una cosa naturale vista in uno grande specchio”) y el lenguaje de espejismos, porque –lo decía Goethe- lo que está dentro está fuera. Y al revés, naturalmente.
Y si el espejo, Borges, el ciego. El que posee el arcano profundo de la imagen. El dibujo del tigre sobre el oro. Y el hombre que poco antes de su muerte descubre que el laberinto de líneas que ha escrito ha ido dibujando su propio rostro. Ese confuso laberinto de espejos y galerías del alma que estaban ya en Machado.
Y en la poesía, tan de la vista y el oído. Tautología de la poesía visual. Pero si hablamos de libros, entonces convocamos también – con los ojos cerrados- al olfato y al tacto. Oler, tocar el libro. Con los ojos cerrados, semejantes a Borges.
Sentido, el de la vista, el más literario: imagen, imaginación. Visuales y mentales ambas, como los ojos mentales que reclamaba Guillén para su Tablero de la mesa, que palpa y reconoce. Los mismos ojos, entornados, para ver, como en el sueño de la calentura, una puesta de sol por las cúpulas doradas de alguna de las ciudades sutiles e invisibles de Italo Calvino. De Isaura, por ejemplo, de nombre femenino y lago subterráneo.

Hay, estoy seguro, un sentido propicio para cada hora del día. Para el atardecer de la meditación y la evocación, cuando la realidad pierde nitidez y gana densidad: la vista.
Para ver un ocaso, con los ojos cerrados, por la raya oscura de la marisma, allí donde un ángel horizontal flota encendido sobre la calma (intensa en esa hora) del viento por los pinares.