07 mayo 2005

Lee Masters, un contemporáneo

Desde este rincón provinciano, desde estas páginas el recuerdo de otro escritor de provincias, Edgar Lee Masters, que vivió en Chicago, murió hace más de medio siglo y fue no sólo un excelente escritor que abre el camino de la literatura contemporánea norteamericana, sino además un hombre cabal, un hombre entero.

Autor de la Antología de Spoon River, un libro seguramente más determinante para el rumbo de la poesía inglesa que las tópicas Hojas de hierba de Whitman. Un libro imprescindible para quien quiera conocer algunas claves de la literatura actual, porque de él procede gran parte de la literatura norteamericana contemporánea. No sólo la poesía, sino también la narrativa de los últimos cincuenta años. Obra que, como los mejores libros de poesía, se lee también como una novela.

En su Autobiografía recuerda Lee Masters el 25 de abril de 1898 como fecha clave en su vida y su obra. Ese día, desde un cementerio, oyó doblar las campanas de las iglesias y del parque de bomberos. Tardó en saber lo que pasaba. Anunciaban que acababa de declararse una guerra injusta, una aventura ilegal fabricada por un grupo de políticos de EE. UU. contra España. Ese día Lee Masters comprendió lúcidamente que moría una cierta idea de esa nación, la de Jefferson, la de la Declaración de los derechos del hombre. Ese día esas campanas certificaban el funeral por la democracia más joven, más nueva del mundo.

Aquel 25 de abril marca a fuego su obra, casi le convierte en el escritor que fue a partir de ese momento, con una obra orientada a la denuncia del imperialismo y de la brutalidad de la guerra.

Autobiografía que nos recuerda la vieja idea del tiempo circular. Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: los astros y los hombres vuelven cíclicamente. También hubo entonces un Bush y un Rumsfeld. Y una excusa: la explosión (fabricada por los propios norteamericanos) del Maine. Los españoles éramos los iraquíes de aquella guerra que nos costó enormes pérdidas humanas, materiales y morales.

También los gobernantes españoles de aquel final de siglo hicieron un papelón ridículo que comentaron luego Baroja, Azorín o Machado.

Han vuelto los criminales y quienes les jalean. Personajes mínimos con pujos de imperio que a cambio de una foto en las Azores y de la palmadita de un oligofrénico disminuido por el alcoholismo se han convertido en cómplices de la matanza.