21 mayo 2005

Macbeth en Garbayuela

En mi ascensión diaria a la sierra de la Mosca, que tiene tanto de ejercicio físico como de laico ejercicio espiritual, veo las columnas de humo de los primeros incendios de la temporada en la Sierra de San Pedro.
Y pienso en los hombres con ramas para la extinción del incendio, y en el bosque móvil de Birnam con otros hombres que también llevaban ramas y subían en asedio por la alta colina de Dunsinane.
Y pienso que los clásicos, como la divinidad, están en todas partes: Tito Andrónico pasó una vez por Puerto Hurraco, con cananas y postas y venganzas.
Ahora mismo, en Garbayuela, habrá un hombre que, como Macbeth, estará viendo con sorpresa cómo un bosque, símbolo del tiempo, ha ido acercándose de modo alevoso y secreto, ha ido trepando hacia las tardes últimas de su vida.
Ese hombre, como todos, es Macbeth, odioso en su acción, admirable en su fragilidad, en sus remordimientos, en sus monólogos antes de entrar en la noche.
Lo ha subrayado muchas veces Harold Bloom con su aguda inteligencia semítica: si Cervantes nos enseña a hablar con el otro, Shakespeare, con Hamlet, con Macbeth, con Lear, nos muestra cómo hablar con nosotros mismos.