26 mayo 2005

Otra vez la literatura femenina



Es un debate tan artificial, tan viejo que acaba cansando tanto como quienes repiten mil veces la misma historia como si fuera (eso es lo peor) una primicia.
Desde Safo de Lesbos a la Peregrinatio de Egeria, desde la monja Roswita de Gandersheim a Lucía Echevarría; desde la histeria neurótica de Santa Teresa a la de su compañera de orden y desajustes Sor Juana, reinventada por Octavio Paz muchos años después, no faltan ejemplos en cada momento de la aportación femenina a una literatura que podríamos llamar (¿cómo si no?) sexuada.
En el XIX, Rosalía, Calorina Colorado (no, no es una errata: es un chiste malo), la Pardo Bazán, de la que recuerdo más (¡qué le vamos a hacer!) el lamento fúnebre de Galdós por la pérdida de sus habilidades orales que sus dotes literarias.
Y en el XX tantas y tantas narradoras: Carmen Laforet, Ana Mª Matute, Martín Gaite, Almudena Grandes, Belén Gopegui.
O por centrarme en las más cercanas en tiempo y espacio, Ada Salas y Pilar Galán. Dos escritoras a las que aprecio como personas y como escritoras. No soy capaz de imaginarme a un hombre escribiendo como Pilar Galán o como Ada.
Echa uno la vista atrás y le llaman la atención dos momentos: el 27, en el que Rosa Chacel es un caso aislado, más importante en el exilio que en su momento estricto.
No caigamos en las trampas del truco fácil: la literatura masculina de entonces la hacen Lorca y Cernuda.
Y la más femenil, no exactamente femenina, sino femenil, detallista, menor en muchos casos, la hace Gerardo, como en el 98 la había hecho Azorín.

Y no digo más.
Que luego se sabe todo.