06 junio 2005

La hora del espanto

Contra lo que repite el tópico, la hora del espanto no es la de la medianoche, sino la de la caída rápida y última de la tarde.
Quien se haya visto sorprendido en un espacio abierto y desconocido por la rapidez vertiginosa del atardecer sabe de qué hablo.
No es la hora del miedo, sino de sensaciones más complejas, más profundas y más animales a la vez.
Es la hora de la inseguridad, en la que se desmayan los contornos de las cosas y del paisaje y todo queda como en suspenso y a la expectativa de no sé sabe qué incertidumbres.
La luz se instala entonces en un recóndito terreno de nadie, en un tiempo de nadie en el que los perros calman por un instante su inquietud asustada con el ladrido y los pájaros dudan entre el silencio, la nota tímida y el aleteo desacomodado en la rama invisible.
A partir de ese momento, la abstención, el vacío no son más que torpes sinónimos del desasosiego.
Siempre la oscuridad (como la claridad de Claudio Rodríguez, un poeta al que apenas entiendo) viene del cielo, pero ese raro silencio que no es humano ni animal, sino telúrico, ese silencio del mundo llega de un lugar impreciso que más parece subterráneo que etéreo y despierta en los animales y en el hombre un recuerdo de espantos primitivos y solares.