04 septiembre 2005

Epistolarios

En el catálogo de una librería de viejo encuentro y compro las cartas que Jorge Guillén, Luis Cernuda y Emilio Prados enviaron a José Luis Cano. Las publicó hace algún tiempo Versal en su colección Travesías y, como todos los epistolarios, son un espejo que acaba reflejando más pronto que tarde el talante profundo de cada uno, sus manías, sus pequeñas miserias.
¡Qué lamentable imagen -pongo un ejemplo antiguo- la de un Góngora pedigüeño acosado por las deudas del juego y por su megalomanía!
Claro que este de la lectura de la correspondencia ajena es ejercicio más de portera que de crítico, más de voyeur que de lector cabal.
Por eso, adicto como soy a los epistolarios, siempre los leo con cierta desazonante incomodidad, con la sensación de estar mirando secretamente a través de la cerradura, con la certeza de que quien publica ese material privado está cometiendo una oscura traición sobre quienes fueron sus corresponsales epistolares y que, desprevenidamente, nunca pensaron que ese material privado iba a salir a la luz algún día.
Aunque, eso sí, sin la audiencia de Salsa rosa.
Ni mucho menos.