13 septiembre 2005

Trinken

“¿Quién no ha caminado alguna vez, cuando por haber bebido mucho creía que las piernas no le sostenían, como un funámbulo por el agudo filo de una pared que separaba dos abismos? ¿Quién no ha saltado de cumbre a cumbre de dos colinas lejanas? ¿Quién no ha traducido, con exactitud y con gracia, de lenguas que ignora por completo? ¿Quién no ha reconocido como hermosísima a una persona que la ceguera del vulgo señala como fea? ¿Quién no ha dialogado, y con provecho, con estatuas inexistentes que nunca han sido y jamás serán esculpidas? ¿Quién no ha intercambiado importantísimas noticias sobre el presente y el pasado del mundo con tatarabuelos muertos hace siglos? ¿Hubiera cruzado Leandro noche tras noche el Helesponto en que zigzaguean frenéticas corrientes sin la ayuda del vino sazonado con especias?”

Ese curioso e interrogativo párrafo memorable forma parte del prólogo que escribió Carlos Barral el 27 de julio de 1981 para otra novela corta imprescindible, La leyenda del santo bebedor, que escribió Joseph Roth, otro santo bebedor que (como Barral, como Onetti) sabía de qué hablaba cuando hablaba de alcohol.
Cada vez que la releo me llama la atención su título original: Die Legende vom heiligen Trinken.
Y por un momento me siento jocosamente familiarizado con el alemán y traduciendo, con exactitud y con gracia, como dice Barral, de una lengua que ignoro por completo. No por ese transparente Die Legende, sino por el Trinken que me suena al trinque/trinqui con que se alude coloquialmente a la bebida.
La Academia registra esa acepción de trincar y la relaciona con el término alemán. Pero, para no ser normal del todo, para ser académica, como la palanca de Unamuno, no registra ni trinque ni trinqui, sino trinquis, un término que yo no he visto ni oído nunca.
Igual que el taxis, que dicen en Madrid, por la parte de Embajadores.