16 diciembre 2007

La constancia del agua


huyó lo que era firme y solamente
lo fugitivo permanece y dura


Con esas palabras memorables y quevedescas se emparenta Jorge de Arco en La constancia del agua, que publica La garúa con prólogo de Enrique Badosa.

Un libro de poesía que combina la actitud meditativa y la celebración de la vida en la contemplación de un agua que es la misma que vio Heráclito, el agua pasajera de la elegía, pero también el agua celebratoria y fecundante de las églogas de Garcilaso y Virgilio y los valles de Hölderlin. Un agua mudable y constante en la que se unen el pasado y el presente, el tiempo y el amor, en un río de sombra y de destellos, en el espejo de la vida.

Tras ocho años de silencio editorial y trabajo callado después de su De fiebres y desiertos, Jorge de Arco ha escrito este libro líquido, esta poesía meditativa decantada en la potencia de sus imágenes.

No es más que una percepción –posiblemente caprichosa- de este lector, pero cada vez me parece más claro que a los poetas se les conoce, además de por sus versos, claro está, por su caligrafía.

De trazo delicado y elegante, frágil y ligera, es la escritura manual de Jorge de Arco. Y así son también estos versos de La constancia del agua: versos de agua y de fuego, de amor y tiempo huidizo, de ríos crepusculares y abandonos en la magia de su espejo, versos hechos con el agua horizontal del cauce y su transcurso y la verticalidad del agua llovida de las revelaciones.

Invierno y plenitud del fruto, tiempo y espacio y el fulgor siempre último de los pájaros después de las tormentas. Y más abajo, hacia el fondo del río, las aguas abisales, constantes en destrucciones y en regresos.

Y como en Cernuda, égloga, elegía, oda, y el don de la palabra del poeta, que vibra y brama en este libro

como una caracola conmovida.