30 marzo 2009

Gabriel Sofer, una sombra

Rodeado de misterio en torno a su autor, El olivo azul publica Al final del mar, un volumen de relatos prologado por Luis Alberto de Cuenca y firmado por Gabriel Sofer, hijo de norteamericano y española y residente en Brooklyn, madrileño de 1973 o 1970, que en esto no se ponen de acuerdo la nota editorial y el prologuista.

La solapa biográfica, que elude la imagen del autor y la sustituye por una suerte de retrato robot, avisa de la tendencia de Sofer a cambiar de casa y de nombre cada dos años. Si lo primero le es completamente indiferente al lector, lo segundo le inquieta sobremanera y le suscita unas cuantas preguntas. No sabe, por ejemplo, si se trata de su primer libro -no lo parece-, si lo ha leído con otra firma, cuánto lleva con este nombre o cuánto le falta para sustituirlo por otro.

La nota editorial indica que este es el primer libro que publica en España. Al menos –supone el lector- con ese nombre, porque este no parece el libro de un principiante. Al contrario, los relatos que forman parte de Al final de la tarde muestran una pericia envidiable y una soltura narrativa impropia de un escritor bisoño.

Sin efectismos fáciles, sin trucos industriales de primer curso de taller de escritura, los textos de Al final del mar son mecanismos de precisión – bombas de relojería los llama Luis Alberto de Cuenca en su prólogo- en los que cada pieza cumple su función exacta para conseguir la intensidad y la unidad de efecto que le pedía Poe al relato.

En estas narraciones llenas de sutilezas, homenajes y guiños literarios para iniciados, la variedad geográfica (de Marsella a Liverpool, de San Sebastián de los Reyes a los Balcanes, del Madrid actual a la Sevilla andalusí, pasando por China, Roma, la mar océana entre Cádiz y La Habana, Viena o Grecia) contrasta a veces con textos que suceden en el interior de un cuarto y en todo caso plantea un territorio incierto que es paralelo al dinamismo temporal que nos lleva del presente a la Edad Media o a la Ilustración, y de ahí al XIX o a la época clásica.

Es verdad que se trata de un conjunto desigual, en el que no faltan errores sintácticos y deslices léxicos que serán la alegría de cierta crítica. Y aunque es probable que no se le pueda celebrar por su nombre verdadero, hay en el volumen varios relatos memorables: El incendio de Homero, por ejemplo, es uno de los mejores cuentos que han caído en mis manos en los últimos meses. Pero otros rayan a la misma altura sorprendente. Es el caso de la excelente Historia de un autor de libros, o de la Memoria del Inquisidor Guevara.

O del inmejorable epílogo, Hechos de un hombre, la biografía azarosa y desordenada de Rafael Matías (1762-1835), que a su muerte deja un folio en el que se puede leer esta frase, que podría attribuirse el propio Gabriel Sofer: “pues ni mi nombre es mío.”