14 octubre 2010

Los últimos días de Pompeya


Fue la más devastadora catástrofe natural del mundo antiguo y ha permanecido en la memoria occidental como una de las imágenes del horror y de la pequeñez del hombre ante la fuerza destructiva de la naturaleza.

La erupción del Vesubio una noche de agosto del año 79 d.C. arrasó en menos de veinticuatro horas la ciudad de Pompeya y más de cinco mil de sus habitantes murieron bajo la roca fundida y las cenizas de un volcán que desconocían incluso sabios como Plinio el Viejo, un experto naturalista que navegaba aquel día cerca de la costa de la Campania y vio aquella erupción de la montaña antes de morir el 24 de agosto, en las playas de la bahía de Nápoles, probablemente asfixiado por los gases volcánicos. Murió sin acabar de entender lo que ocurría, porque, por llamativo que parezca, en latín no existía una palabra para designar a los volcanes.

Lo evocaba Plinio el Joven en una carta a Tácito con este tono apocalíptico: Sólo se oían los gemidos de las mujeres, el llanto de los niños, el clamor de los hombres. Unos llamaban a sus padres, otros a sus hijos, otros a sus esposas. Muchos clamaban a los dioses, pero la mayoría estaban convencidos de que ya no había dioses y esa noche era la última del mundo.

La fascinación que ha producido ese episodio, cuyos efectos completó el gas tóxico que envenenó a quienes habían podido protegerse de los impactos de la piedra ardiente, ha dado lugar a una abundante literatura y a reconstrucciones cinematográficas que suelen basarse en la más canónica y conocida de las novelas históricas: Los últimos días de Pompeya, que Edward G. Bulwer-Lytton publicó en 1834, en pleno deslumbramiento romántico por el pasado como tema literario y como forma de evasión.

La manejable y limpia edición sobre la destrucción de Pompeya, una ciudad avanzada y llena de refinamiento, la miniatura de la civilización de aquel tiempo, que acaba de publicar BackList incorpora dos paratextos quizá más memorables que la propia novela: el jactancioso prólogo de Bulwer-Lytton a la segunda edición de la novela, en 1835, y un espléndido epílogo de André Maurois sobre las circunstancias en las que surgió esta obra.