14 febrero 2011

El mal del ímpetu


¿Han leído ustedes, muy señores míos, o por lo menos han oído hablar de ese extraño mal que antaño padecieron los niños tanto en Alemania como en Francia y que no tiene nombre ni ha quedado registrado en los anales de la medicina? Se trataba de una dolencia que creaba en ellos la necesidad imperiosa de subir al monte Saint Michel (creo que en Normandía).

En vano los desesperados padres intentaban disuadirlos: la mínima resistencia a sus enfermizos deseos traía consigo penosísimas secuelas: la vida de los niños comenzaba a extinguirse poco a poco. Sorprendente, ¿no?

Sorprendente, sí, la potencia con la que arranca El mal del ímpetu, la novela corta que Iván Goncharov escribió en 1838. La acaba de publicar Minúscula en su serie Paisajes narrados con traducción y notas de Selma Ancira.

Y si sorprendente es el comienzo, aún lo es más el desarrollo de este agilísimo relato sobre la actividad compulsiva de paseantes enloquecidos que ataca a la familia Zúrov cuando llega la primavera a Petersburgo.

Es la otra cara de Oblómov, la famosa novela sobre la indolencia que Goncharov escribió veinte años después en torno a la pasividad patológica de aquel inolvidable y excéntrico personaje. Un personaje que tiene su obvio antecedente en Nikon Ustínovich Tiazhelenko, un acostado que desempeña un papel narrativo esencial en El mal del ímpetu.

Algún raro mecanismo de transitividad hace que el lector aborde este relato con la misma compulsión epidémica de los protagonistas de esta obra, que, como Oblómov, tiene la inteligencia y el humor sutil de los clásicos, que dicen siempre más de lo que dicen.