30 marzo 2011

Eça de Queiroz. Diccionario de milagros


¿Por qué un eminente escritor realista como [Eça de Queiroz] quiso poner en orden la milagrería cristiana atendiendo al tipo de milagro y no a los autores virtuales de esos mismos milagros? ¿Existía detrás de este empeño alguna razón concreta por la cual quisiera dejar anotado que idéntico milagro había tenido diversas autorías en el espacio y en el tiempo?, se pregunta Juan Lázaro en el prólogo a su traducción del Diccionario de milagros que acaba de publicar Rey Lear.

Cuando murió en París en agosto de 1900, José Maria Eça de Queiroz, dejó empezado y muy lejos de concluirlo, este Diccionario de milagros. Aunque sólo había escrito las entradas correspondientes a la letra A y unas pocas de la B, le había vendido los derechos al editor Pereira, que se apresuró a publicarlo aquel mismo año.

Eça tenía no sólo un nombre de acreditado novelista. Tenía también una bien ganada fama de escritor polémico y de naturalista militante contra la hipocresía y los abusos de la religión y la religiosidad. Había ejercido el anticlericalismo en El crimen del padre Amaro, que aún hoy levanta ampollas en pieles blanquitas y delicadas, y había denunciado la superchería y la venalidad eclesiástica en La reliquia.

Pero la atención que Eça le presta a la milagrería no se centra sólo en sus secuelas comerciales, sino en unos componentes narrativos que acercan el relato de los milagros a la literatura fantástica, a los cuentos infantiles o folclóricos y a la antropología.

Para un novelista como él, debía de ser todo un reto indagar con la fría mirada naturalista, tan cercana a los métodos científicos, en las manifestaciones irracionalistas y milagreras que se prodigaban en aquel final de siglo y que denunciaron otros novelistas como Zola o Clarín.

Por eso, más cerca del Diccionario de lugares comunes de Flaubert que de un Flos sanctorum barroco o un Miracula medieval, Eça de Queiroz desmenuza los componentes de los milagros y hace con ellos una clasificación alfabética propia de un diccionario temático. Con un método más propio de la antropología y los estudios folclóricos que de la literatura, el novelista desmenuza los ingredientes que integran cada relato milagroso y pone al descubierto cómo se repiten en distintos contextos y con diverso grado de concentración.

Más comunes y menos irrepetibles de lo que habría que exigir a los milagros, la disección de los componentes del relato milagrero prescinde del comentario porque se comenta por sí misma. Eça no juzga, analiza con distancia demoledora, con una mirada de laboratorio que no emite juicios de valor. Pero no hace falta: el resultado del análisis es tan elocuente que desintegra no sólo los elementos del relato, sino el efecto de conjunto.

Con abundantes viñetas interiores procedentes de un libro de leyendas piadosas que se publicó en Venecia en 1494, habitan estas páginas santos de cartón piedra o de yeso, pero con nombres tan irrepetibles como San Serenico o Santa Toreta, San Cutberto o Santa Aldegunda. Y vuelan las abejas que entran en las bocas infantiles de San Isidoro o San Ambrosio para profetizar su elocuencia futura. Hay otros elegidos que cruzan ríos de aguas profundas, o las hacen brotar en el desierto o en la roca. Y hay aguas obedientes que se separan para dejar paso a los ungidos por la gracia.

Aguas que se convierten en vino y aves proveedoras que dan alimento al santo. Y santos que en épocas de hambres y penurias multiplican el pan o el trigo. O almas voladoras y ángeles consoladores o bélicos. Y los 6666 mártires de la legión tebana de San Mauricio.

Y sobre todo apariciones, muchas apariciones de Cristo, de la Virgen, o de santos que aparecen de tres en tres para poner pruebas tan absurdas como esta, que Eça toma de un Acta Sanctorum:

DE CÓMO SE MANDA A SANTA RITA DE CASIA QUE RIEGUE DIARIAMENTE UN LEÑO.- Rita era hija de padres respetables y vivió casada durante dieciocho años, al cabo de los cuales enviudó; pidió admisión en el convento de Santa María Magdalena, que le fue negada por se contrario a la regla del convento admitir viudas en la comunidad. Pero san Agustín, san Nicolás Tolentino y san Juan Bautista aparecieron por la noche, abrieron las puertas del claustro y la hicieron entrar; naturalmente, después quedó admitida en la congregación. Con el fin de comprobar su obediencia, le encargaron regar un leño que había en la huerta del convento, lo que ella hizo a diario y sin murmurar.

Al aislar así lo fantástico y reducirlo a entradas de un diccionario temático, al ordenar en un compendio sistemático lo que vive en el desorden de lo irracional, las hagiografías y las hagiologías, el Flos Sanctorum y los martirologios se desencuadernan y dejan ver sus costuras igual que la luz desintegraba a las apariciones de seres diabólicos o vampíricos de la imaginación romántica.