24 febrero 2012

Cálamo Poesía










Siempre ha tenido Claudio Rodríguez fama de poeta transparente y claro. A mí sin embargo me parece el más opaco de los poetas del cincuenta, el más inaccesible tras su aparente facilidad.

Por eso me asombra que algunos alumnos míos hayan entrado con soltura en la poesía contemporánea por la puerta abierta y luminosa que era para ellos Don de la ebriedad o El vuelo de la celebración.

Y me asombra más todavía que, pese a no ser mi poeta preferido del medio siglo, algunos de sus versos estén casi obsesivamente en mi memoria de lector.

Aparte del previsible Siempre la claridad viene del cielo, versos como estos:

Tal vez, valiendo lo que vale un día, / sea mejor que el de hoy acabe pronto.

Hoy necesito el cielo más que nunca. / No que me salve, sí que me acompañe.

Largo se le hace el día a quien no ama / y él lo sabe.

Déjame que te hable, en esta hora / de dolor, con alegres/ palabras. Ya se sabe / que el escorpión, la sanguijuela, el piojo, / curan a veces.

Curiosamente, todos son de la tercera parte de Alianza y condena, el libro que Claudio Rodríguez escribió en Inglaterra durante sus años de lector en la isla.

Será que en esa suma de claridad y misterio que es su poesía para Luis García Jambrina yo veo más de lo segundo que de lo primero y eso me hace volver una y otra vez a unos textos de música extraña, de un raro ritmo interior pero de una calidad indiscutible.

Ese misterio y esa claridad son el eje del prólogo que García Jambrina a la espléndida edición de Alianza y condena en Cálamo Poesía.

En la misma colección, Francisco Pino conversa con Esperanza Ortega en el prólogo de su antología Calamidad hermosa y habla de algo parecido:

En la poesía hay una parte oscura, como en la luna, con su fase menguante. Parece oscura, pero su resplandor permanece intacto tras la sombra. Es un misterio.

Esa antología, con la que se conmemoró el centenario del nacimiento de Francisco Pino, es un completo recorrido temático por seis claves que recorren la obra de uno de los autores más interesantes e independientes de la poesía española contemporánea.

La cierra este texto, de Claro decir, que se publicó en 2002, el año de la muerte del poeta:

La clave

Le llevaron, qué nuncas
hasta la tumba y le dejaron,
un pájaro solo, allí, los hombres.

Le trajeron, qué siempres
hasta su nido y le dejaron,
un hombre solo, aquí, los pájaros.

Los pájaros, qué siempres
y los hombres, qué nuncas,
en qué apuro la Muerte.

Al revés en su clave,
(pájaros y hombres, allí y aquí)
clave de sol poniente.

En uno de los libros inaugurales de esa magnífica colección de poesía, La quemadura, escribe Jacques Ancet:

cada palabra es una quemadura
dices eres aire eres colina eres
la vida contra la muerte me quemas
no escribo para mañana ni para
el futuro sino para el ahora

La traducción es de Amelia Gamoneda, que en su introducción (Contante y sonante) destaca la conciencia de la perplejidad como una de las claves de la obra de Ancet (Lyon, 1942). Los dieciocho cantos que componen La quemadura se abren con una cita de José Ángel Valente (“Arde lo que ha ardido”) e insisten en la idea de la incertidumbre y la disolución de la identidad.

Y también sobre la incertidumbre vital y poética se construye la obra de Alda Merini (Milán, 1931-2009), de la que Vacío de amor muestra una amplia selección traducida y prologada por Mercedes Arriaga y Jenaro Talens, que destacan que el dolor fue la única certeza que acompañó la poesía de esta poeta italiana, que frecuentó los infiernos de los manicomios y vivió y escribió en un desequilibrio extremo entre la locura y la lucidez, un poco más allá de esa frontera que algunas veces atisban los poetas de verdad, no los de pie frío, cabeza caliente y mesa camilla.

Avatares de la identidad, o la mujer disuelta titulan los editores un prólogo que da paso a casi doscientas páginas de poesía intensa y perturbadora desde el primer texto, La mirada del poeta, que funciona como un pórtico o una obertura:

Si alguien quisiera comprender tu mirada
defiéndete Poeta con ferocidad
tu mirada, ay de mí, son cientos de miradas que te observan temblando

Vuelvo a través de ese texto al principio, a otra mirada: la de Claudio Rodríguez en Porque no poseemos, que termina evocando esa mirada que no tiene dueño.

Una colección imprescindible.