15 mayo 2012

El viento comenzó a mecer la hierba




Just before the whistles sounded for six. Justo antes de que dieran las seis de un día como hoy, un 15 de mayo de 1886 moría Emily Dickinson de una forma tan secreta, tan callada como su vida y su obra.

Recluida en la casa del padre en Amherst, Massachusetts, Emily Dickinson (1830-1886), tan extraña y opaca como su poesía, se aisló del mundo en una clausura progresiva como la ceguera que sufrió en sus últimos años.

Desde 1861, se había parapetado detrás de lo que ella misma llamaba mi blanca elección. A partir de entonces llevó un luto particular de color blanco. Se recluyó tras los muros íntimos de la casa familiar, ajena a la atmósfera asfixiante de una ciudad pequeña.

Entre el entusiasmo creativo y las horas de plomo, Emily Dickinson quiso hacer de la poesía una casa embrujada semejante a la naturaleza. Y a la vez que ese aislamiento iba creciendo y la convertía en una isla en alta mar, escribía una poesía que se mueve entre la exaltación y el desánimo. Hasta que murió en esa mítica penumbra en 1886, casi nadie la vio y de ella sólo se conserva esa diáfana imagen de una blanca mariposa de la luz.

Su personalidad escindida entre el encierro físico y la huida espiritual proyectó en su obra las renuncias y los desengaños, las sublimaciones y las represiones de un ambiente puritano y calvinista como el de la Nueva Inglaterra de la que procedían los Dickinson.

Entre la distante frialdad y la emoción contenida y expresada con una inusual intensidad verbal, con una constante ambigüedad, con una enigmática retórica de la elipsis y el silencio y una radical concentración expresiva que satura de sentido las palabras, la poesía fue la vía de escape de su personalidad atormentada, la forma de expresión de su mundo ensimismado y ciclotímico en el que la muerte es a la vez liberación y aniquilación.

La de Emily Dickinson es una poesía del pensamiento que indaga en lo inconcebible, una exploración en los límites del conocimiento. Por eso uno de sus núcleos temáticos es el de la muerte. Además de un problema existencial, la muerte fue para ella un reto epistemológico y el tema central de su peculiar poesía, siempre fuera del tiempo y del espacio. La forma de afrontar ese tema es un tanteo en las sombras y en el vacío, una indagación a ciegas en el misterio, un viaje intelectual o emotivo hacia el enigma en el que entró aquel 15 de mayo de su muerte.

Dejaba sin revisar, sin ordenar ni fechar 1.775 poemas de una rara e inquietante belleza, de una insondable tristeza, con un agudo sentimiento de la naturaleza y un ensimismamiento que le permite expresarse con enorme independencia estilística. Solo cinco de esos poemas los había publicado en vida y el resto fue saliendo a la luz desde 1890.

Nórdica acaba de publicar una espléndida edición bilingüe de veintisiete poemas de Emily Dickinson, traducida por Enrique Goicolea e ilustrada por Kike de la Rubia. El viento comenzó a mecer la hierba es el título de esta antología potente y delicada a un tiempo, como la poesía de su autora. Pese a ese carácter secreto y privado de su poesía, pese al conocimiento tardío y al aún más tardío reconocimiento de su obra, su influencia es comparable a la de Baudelaire, Hölderlin, Withman o Rimbaud.

Los más sublimes y profundos poemas que se escribieron en un siglo tan aparatoso, tremendista y sobreactuado como el XIX fueron escritos en la pequeña ciudad norteamericana de Amherst por una de las más sigilosas y solitarias mujeres de las que haya quedado noticia, escribe Juan Marqués en el texto que presenta el volumen.

Poesía tan hermética como el mundo pequeño en el que se encerró su autora, retirada de la vida y confinada en los límites de su cuarto y un jardín que veía desde la ventana, con una discreta rebeldía ante la sociedad puritana de la que fue no sólo víctima, sino una de sus flores más pálidas y tristes.

Juan Ramón Jiménez, que desconociá el inglés y tradujo tres poemas de Emily Dickinson en los Recuerdos de América del Este del Diario de un poeta recién casado, no estuvo demasiado fino cuando la definió como una Santa Teresa laica presumida y coqueta de alma.

Luego matizó aquella simpleza y dijo algo mucho más cercano a la realidad: que era una mujer en gracia cuya influencia marca el desarrollo de la poesía americana más moderna, alguien capaz de condensar su universo poético y vital en estas dos estrofas:

Como si el mar se retirara
y mostrara un mar más lejano;
y ese, otro aún más lejano;
y el tercero no fuera sino la conjetura

de series de mares
no visitados por las costas;
y estos mismos, el borde de otros mares.
Esto es la Eternidad.