17 septiembre 2012

William Ospina




Quienes conocen la obra del colombiano William Ospina (1954) saben que es seguramente el más interesante de los escritores latinoamericanos actuales, el equivalente de lo que representaron en sus mejores momentos García Márquez o Vargas Llosa.

Autor de una obra poética memorable en la que destacan El país del viento y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, ensayista lúcido y comprometido con la problemática realidad de su país y del continente, con títulos fundamentales como Las auroras de sangre, sobre Juan de Castellanos, y En busca de Bolívar, se internó en el terreno de la novela cuando ya era un poeta y ensayista reconocido.

Y lo hizo de forma espectacular en 2005, con Ursúa, la primera entrega de una trilogía sobre la conquista a la que siguieron El país de la canela y La serpiente sin ojos.

Una de las mejores noticias literarias del otoño editorial es la reedición en Mondadori de los dos primeros títulos de la trilogía.

Un ejemplo que es a la vez una invitación a la lectura de este autor deslumbrante que convierte al lector en un ser asombrado, de este heredero de los también asombrados cronistas de Indias, de Carpentier o de García Márquez, que reconoció Ursúa como el mejor libro del año en que se publicó.

Este es su potente, imparable comienzo:

Cincuenta años de vida en estas tierras llenaron mi cabeza de historias. Yo podría contar cada noche del resto de mi vida una historia distinta, y no habré terminado cuando suene la hora de mi muerte. Muchos saben relatos fingidos y aventuras soñadas, pero las que yo sé son historias reales. Mi vida es como el hilo que va enlazando perlas, como el indio que veo animando al metal en ranas y libélulas, en collares de pájaros, en grillos y murciélagos dorados. Tengo historias de perlas y de esmeraldas. Sé cómo perdió su ojo Diego de Almagro en la desembocadura del San Juan y cómo perdió el suyo fray Gaspar de Carvajal junto a las playas del gran río. Sé cómo escondió Tisquesusa en las cavernas del sur el tesoro que perseguía en vano el poeta Quesada, y sé cómo los incas llenaron de piezas de oro una cámara grande de Cajamarca para pagar el rescate del emperador. Conozco el misterio de las esferas de piedra enterradas en las selvas de Castilla de Oro y el origen de las cabezas gigantes que tienen musgo en las pupilas. Conozco la historia del hombre que fue amamantado por una cerda en los corrales de Extremadura y que tiempo después se alimentaba de salamandras en las islas del mar del sur. Sé de los doscientos cuarenta españoles que remontaron los montes nevados y cruzaron los riscos de hielo llevando cuatro mil indios con fardos y dos mil llamas cargadas de herramientas, dos mil perros de presa con carlancas de acero y dos mil cerdos de hocico argollado, para ir a buscar el País de la Canela, y conozco la historia del primer barco que bajó de las montañas brumosas de los Andes y navegó ocho meses entre selvas desconocidas que crecían. Sé quiénes descubrieron el mar del sur, quiénes exploraron la montaña de plata, quiénes descubrieron la selva de las mujeres guerreras. Conozco las penas de los que construyeron el primer bergantín en los ríos encajonados de la cordillera, de los que convirtieron centenares de viejas herraduras en millares de clavos. Conozco historias de herraduras de oro con clavos de plata. Sé el relato del hombre que después de tragarse un sapo enloqueció para siempre, y el del capitán que repartió entre sus soldados como alimento un caimán descompuesto. Conozco la guerra en la que se enfrentaron dos viejos amigos, y que terminó con uno de ellos ahorcado lentamente por el garrote infame y el otro muerto en un palacio por doce conjurados. Puedo contar la historia de los diez mil hombres desnudos que remontaron diez años el curso de un río para buscar en las montañas el origen de un barco. Tengo historias para llenar las noches del resto de mi vida y busco a quién contárselas, pero ésa es mi desgracia. En estas tierras ya nadie sabe oír las historias que cuento. Todos están demasiado ausentes, o demasiado hambrientos o demasiado muertos para prestar atención a los relatos, aunque sean tan hermosos y terribles como los que yo sé.

A la vista de esas líneas, no es raro que Fernando Vallejo dijera a propósito de Ospina:

No sé de nadie que esté escribiendo hoy en día en español una prosa tan rica, tan inspirada y tan espléndida como la de William Ospina. Se ha convertido en uno de los mejores escritores de Colombia y del idioma.