20 marzo 2013

Joseph Roth. Los cien días



Un sol rojo, pequeño y débil surgió entre la niebla. Al cabo de unos momentos desapareció de nuevo en el gris frío de la mañana. Despuntaba un día melancólico. Era el veinte de marzo, la víspera del comienzo de la primavera, pero aún no asomaba por ninguna parte. Llovía, el viento soplaba con fuerza en todo el país y la gente tenía frío.

La noche anterior también había llovido y había soplado un viento tempestuoso en París. Esa mañana los pájaros, tras un breve júbilo, enmudecieron de golpe. La niebla ascendía como humo punzante y helado entre las grietas del pavimento, volvía a humedecer las piedras que acababa de secar el viento de la mañana, y flotaba en torno a los sauces y los castaños de los parques y de las avenidas. Hacía temblar los primeros brotes demasiado atrevidos de los árboles;  producía sacudidas bruscas en los lomos de los pacientes caballos de los coches de punto; y aplastaba contra la tierra el humo que trataba de subir por las chimeneas encendidas desde primera hora. Olía a leña quemada, a niebla, a lluvia, a ropa húmeda, a nubes que anunciaban nieve y granizo que no acababan de caer, a viento desapacible, a correajes mojados y a albañales de vapores pestilentes.

Sin embargo, los habitantes de París no aguantaban en sus casas. Apenas había amanecido y la gente ya  se apiñaba en las calles. Se agolpaba ante las paredes en las que habían  pegado hojas de periódicos con las palabras de despedida del rey de Francia.

Con esa magnífica evocación de un 20 de marzo, como hoy, pero de 1815, comienza Los cien días, la novela de madurez que Joseph Roth publicó en 1936 y que acaba de editar Pasos perdidos con traducción de Carmen Gauger.