27 septiembre 2014

El balcón de la memoria de Luis Landero



Llevo escribiendo desde la adolescencia y ahora soy casi viejo, ya pueden verse las primeras sombras del crepúsculo al fondo del camino. Pronto empezarás a oler a viejo, pensé. Estás en una edad en la que las balas pasan cerca y, con suerte, podrás escribir aún dos, tres, cuatro libros quizá. Y siempre aquí, junto al balcón, junto a la acacia, y al fondo la estampa inalterable del inmueble vecino. Por si fuese poco, a veces caigo en la tentación de pensar que a mí en realidad no me gusta escribir, que a mí lo que me hubiese gustado es una vida de acción, y que todo esto de la escritura es el fruto de un espejismo, de un malentendido vocacional que se originó allá en la adolescencia, y que por tanto he equivocado mi vida y, a fin de cuentas, la he desperdiciado. La literatura me ha llevado además a estudiar filología y a ser profesor de literatura, a casarme con una filóloga, también profesora de literatura, a tener amigos filólogos abarrotar la casa de libros literarios, a rodearme de un modo casi enfermizo de plumas, de lápices, de sacapuntas, de cuadernos de todos los estilos y tamaños, de ingentes cantidades de papel. De adolescente soñaba con haber sido pistolero en el Lejano Oeste. Ahora cambio los cartuchos de tinta de la estilográfica con la misma rapidez y destreza que si recargara el revólver en una refriega contra los comancheros. Esto es lo que pienso en algunos momentos, mientras me quedo con los ojos suspensos en el aire.

Esa crisis de creatividad está en el origen del último libro de Luis Landero, El balcón en invierno, que publica Tusquets en su colección Andanzas.

Un libro que se remonta a una noche de septiembre de 1964 en la que empieza una memoria emocionada e intensa, un balcón al que asomarse en estas tardes otoñales medio siglo después para comprobar gozosamente que, lejos de esa crisis de creatividad, este es uno de los mejores libros de Luis Landero, dueño de una prodigiosa capacidad narrativa.