30 julio 2015

Música y cascotes


¿Hay alguien que sepa acaso explicar de verdad por qué un joven que prefiere a Chopin en vez de a los U2 deba ser motivo de consuelo para la sociedad? ¿Y se puede en verdad asegurar que, queriendo estar allí donde el presente acontece, el sitio más adecuado sea un auditorio y no una sala de cine o una calle? El que teje estas falsas verdades es, en éste como en otros casos, un moralismo tan soterrado como tenaz. El mismo que induce incautamente a usar la música culta como catalizador de una supuesta humanidad mejor. También aquí el que dicta la ley es el tótem beethoveniano: desde el Himno a la alegría en adelante la música culta parece ser la lengua oficial de los momentos bondadosos del mundo. Pero lo que podía haber de auténtico en ese originario rito coral, cosa sobre la que no obstante habría mucho que discutir, no permanece auténtico para siempre, ni para revitalizarlo es suficiente repetir el rito delante del muro de Berlín que cae. Bajo la presión de lo moderno esa música ha estallado con una violencia tal que ha esparcido sus cascotes por los rincones más distintos de lo imaginario: no por casualidad la encontramos, de manera indiferente, como sintonía de la Europa unida o como banda sonora de las violencias sádicas de La naranja mecánica.

Alessandro Baricco. 
El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin.
Traducción de Romana Baena Bradaschia. 
Siruela. Madrid, 2008.