31 octubre 2015

El diablo en el cuerpo




Podría haberme matado con una cocción de fósforo. Pero yo no era hembra dada al suicidio. Era una hembra que se daba. A todo y a todos. Así que me di. Entre otros a François Raveneau, un francés de La Sagon, en el Hôtel Regina de París.
—Hay que usarte pronto —le dije—: te pones rancio con facilidad, como la pomada de cohombros.
Y fue decirlo y entrarme los sofocos, que intenté atajar con una jícara de chocolate nuez adentro. Ajumada porque François, mi jinete, no había encabalgado como se esperaba de él.
—Vives en la avenue Kléber, no en la plaza de Oriente —respondió.
Bajo sus pies mis ropas menores, a modo de alfombra.
Entonces le dije:
—Llevo a mis Madriles puestos.
Unos Madriles a los que había llevado la Restauración para hacer lo que me saliera de los riñones.
Madrid.
España.
Más míos que de nadie.
—Lo que el país necesita es otro reinado, y otra época distinta —me había dicho Cánovas unas fechas atrás.
Qué retranca para endiñarme que estaba doña Isabel II muy bien donde estaba. A doscientas ochenta leguas de la corte.
Don Antonio Cánovas del Castillo.

Así comienza El diablo en el cuerpo, la novela en la que Soledad Galán presta su voz a Isabel II, la de los tristes destinos, la reina castiza con cetro, chulo y corona cuyos ardores venéreos inmortalizaron los hermanos Bécquer en 89 acuarelas de Valeriano sobre el guión de Gustavo Adolfo. 

Con la misma crudeza, ahora Soledad Galán relata sus borbónicas efusiones amorosas en esta novela que publica Grijalbo y que tiene como centro aquella corte de los milagros que era un malogrado taller de construcción de príncipes.

¿Qué podía esperar de un hombre que en la noche de bodas llevaba más encajes que yo?, se pregunta Isabel II en esta narración escrita en primera persona y después de muerta, desde el purgatorio donde espera a que me emperejile las penas, a fin de hallarme limpia de mancha ante San Pedro.

Y porque su real consorte Francisco de Asís -Paco Natillas en la hiriente copla popular que lo evocaba orinando en cuclillas como las señoras; Paquita en boca de la reina- no cumplía el débito – Paquita no podía. Paquita no iba a poder- la soberana de su cuerpo –húmeda, dúctil, serpentina- calma sus fuegos eróticos con su general bonito, Serrano, el primero y el mejor de sus amantes, y con una larga sucesión de cuerpos que la reina rememora con desvergüenza y sin remilgos cortesanos, con un estilo que reproduce su desinhibida manera de comportarse, su rebelión frente a las ataduras morales y los prejuicios sobre el fondo agitado de la España del siglo XIX.