10 junio 2016

Interludio taurino de Sánchez Ferlosio



“Confesaré que a mí, personalmente, me gusta ver corridas, pero me tiene sin cuidado el porvenir de semejante institución cultural. No me parece motivo suficiente para conservarla el hecho de que pertenezca a las esencias de la españolez, porque antes habría que justificar que esas esencias deba ser conservadas o averiguar si los españoles deben seguir pareciéndose a sí mismos. Pero, además, en todo caso, la propia idea de  ‘puras esencias’ parece comportar el supuesto de que se conserven con espontaneidad, sin esfuerzo, con llaneza. Aun admitiendo como válida la superchería de la identidad, que es el objeto de la conciencia histórica, habría que reconocer que algo les pasa a los españoles con la suya, puesto que no saben tomar con llaneza, sin esfuerzo ni retorcimiento, nada de lo que dicen forma parte de su identidad, ni aun la idea genérica de la propia españolez, pues ¿hay algún otro pueblo que se haya retorcido sobre sí mismo hasta el punto de inventar algo tan grotesco como aquello de ‘rabiosamente español’?”, escribía Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo publicado en Diario 16 el 19 de mayo de 1980.

Ese artículo, titulado “La conciencia histórica”, forma parte del Interludio taurino, el segundo de los cinco apartados en los que se organiza Gastos, disgustos y tiempo perdido, el segundo tomo de ensayos de Ferlosio que publica Debate con edición de Ignacio Echevarría.

Unos días después, escribía otro artículo, "El as de espadas", que debido a su longitud apareció en tres entregas, los días 21, 22 y 23 de mayo, y en el que decía a propósito de Rafael Ortega:

“Su inolvidable verónica podría tal vez empezar a dibujarse, por contraste, señalándola como el extremo opuesto de la otra verónica grande que yo he llegado a conocer: la verónica recogida, de compás poco abierta y capa recogida, suave, lánguida, suspensa, embelesada de un Curro Romero, cuando aún acertaba alguna vez a serlo. Sin que valga del todo la comparación, sino sólo la analogía, podría decirse que la verónica de Rafael Ortega era a la verónica de Curro Romero lo que la escultura de Bernini a la de Donatello. Si la verónica de Curro embebía al toro hechizándolo, la de Rafael lo embebía encelándolo; si Curro parecía hacerle creer al toro que en lo profundo del color de la tela estaba el nirvana, Rafael parecía hacerle creer que entre sus dobleces estaba la victoria; Curro parecía invitar al toro a sumergirse en el color mismo del capote, Rafael parecía incitarlo a abrir sus pliegues.No mantenía Rafael Ortega la cabeza donosamente semierguida, como Curro Romero, ni la hacia girar, sonriendo, garbosamente, sobre el cuello como Bienvenida, ni la inclinaba graciosamente, como Paula, sobre la clavícula contraria, sino que la doblaba de frente hasta clavar la barbilla contra el esternón, y tan engrapado el torso sobre el toro que los hombros y la cerviz venían a quedar casi a la altura de la moña y la montera: muy abierto el compás, desbraguetado, encimado, recargando, largando en el embarque todo el trapo y dejándolo arrastrar, barrer, casi una cuarta por la arena bajo el húmedo hocico resoplante del animal embebecido /…/ La verónica de Rafael Ortega era, eso sí, sumamente decidida, codiciosa, dominante, pero jamás furiosa.”

Eran otros tiempos. Esos artículos los escribió en la feria de San Isidro de 1980, por invitación de Miguel Ángel Aguilar, director por entonces de Diario 16, cuando aún coleaba en él “alguna afición a la fiesta nacional.”

Muchos años después, en 2012, el 5 de agosto publicaba en El País otro artículo -"Patrimonio de la humanidad"- que termina con esta frase: “Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres.”

Ese mismo cambio de actitud es el que le ha inducido a escribir como colofón de este Interludio taurino una “Justificación de este extraño interludio.”