La Gran Decepción
A pesar de los pesares, el Apocalipsis ha sobrevivido
en una época marcada por la tecnología y el escepticismo. Pocas obras
literarias, incluida la Odisea de Homero, pueden jactarse de haber interesado
tanto durante tanto tiempo. Un caso célebre de esta durabilidad a toda prueba
es el de William Miller, un granjero del siglo XIX que se hizo profeta y
formuló una complicada serie de cálculos basada en una línea del versículo 14
del libro de Daniel: «Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas: después será
reivindicado el santuario». Fechando estas palabras, por diversas razones, en
el 457 a. C., y partiendo de que un día profético equivalía a un año, Miller
llegó a la conclusión de que el último día sería en 1843. Algunos de sus
seguidores refmaron los cálculos hasta establecer la fecha del 22 de octubre.
Como aquel día no pasaba nada, se apresuraron a cambiar el año por 1844, para
tomar en cuenta el año cero. Miles de fieles milleritas se juntaron a esperar.
No es imprescindible compartir sus creencias para entender su mortificante
desencanto. Un testigo escribió lo siguiente:
“Confiábamos en ver a Jesucristo con todos sus ángeles santos… y en que
llegaran a su fin todas las pruebas y tribulaciones de nuestro peregrinaje
terrenal, siendo nosotros llevados al encuentro de nuestro Señor, en su venida…
así esperamos a Nuestro Señor hasta que a medianoche sonó doce veces la
campana. Había pasado el día, y nuestra decepción se volvió certeza. En nada
quedaban nuestras más profundas esperanzas. Nos acometieron tales ganas de
llorar, que no las habíamos tenido iguales. Ni siquiera la pérdida de todos
nuestros amigos terrenales parecía comparable. Lloramos y lloramos hasta que
amaneció.”
Una de las maneras de superar la desilusión fue ponerle un nombre: la Gran
Decepción, con mayúsculas, como tiene que ser.
Ian McEwan. El blues del fin del mundo
<< Home