13 julio 2016

La Gran Decepción




A pesar de los pesares, el Apocalipsis ha sobrevivido en una época marcada por la tecnología y el escepticismo. Pocas obras literarias, incluida la Odisea de Homero, pueden jactarse de haber interesado tanto durante tanto tiempo. Un caso célebre de esta durabilidad a toda prueba es el de William Miller, un granjero del siglo XIX que se hizo profeta y formuló una complicada serie de cálculos basada en una línea del versículo 14 del libro de Daniel: «Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas: después será reivindicado el santuario». Fechando estas palabras, por diversas razones, en el 457 a. C., y partiendo de que un día profético equivalía a un año, Miller llegó a la conclusión de que el último día sería en 1843. Algunos de sus seguidores refmaron los cálculos hasta establecer la fecha del 22 de octubre. Como aquel día no pasaba nada, se apresuraron a cambiar el año por 1844, para tomar en cuenta el año cero. Miles de fieles milleritas se juntaron a esperar. No es imprescindible compartir sus creencias para entender su mortificante desencanto. Un testigo escribió lo siguiente:

“Confiábamos en ver a Jesucristo con todos sus ángeles santos… y en que llegaran a su fin todas las pruebas y tribulaciones de nuestro peregrinaje terrenal, siendo nosotros llevados al encuentro de nuestro Señor, en su venida… así esperamos a Nuestro Señor hasta que a medianoche sonó doce veces la campana. Había pasado el día, y nuestra decepción se volvió certeza. En nada quedaban nuestras más profundas esperanzas. Nos acometieron tales ganas de llorar, que no las habíamos tenido iguales. Ni siquiera la pérdida de todos nuestros amigos terrenales parecía comparable. Lloramos y lloramos hasta que amaneció.”

Una de las maneras de superar la desilusión fue ponerle un nombre: la Gran Decepción, con mayúsculas, como tiene que ser.

Ian McEwan. El blues del fin del mundo