13 septiembre 2016

Las máscaras de Rilke



Fue un manirroto exquisito e irresponsable. Cuando acababa completamente arruinado jugaba a la lotería y se encomendaba a la princesa romántica, la más rica. Lo aterraba la visión de la inmundicia y de los hospicios y los hospitales, lo angustiaba verse un día mísero y enfermo –y loco–. La fiebre, la migraña, el dolor de garganta, las llagas en la boca, las crisis asténicas, las lágrimas, el sueño, el sueño que lo vencía a mediodía, malvivía inmerso en la exasperación y la neurosis y el sueño, tenía la sangre lenta, la nutría con Phytinum liquidum y con soporíferos y severísimos e inútiles regímenes vegetarianos. Miseria cría miseria. Un simpático biógrafo dice que la enfermedad fue su primera y principal profesión. La enfermedad le servía para zafarse de compromisos, de parientes, amigos, amantes, de todo el mundo excepto de los banqueros y las princesas, riquísimas, que le pagaban los balnearios, carísimos, los viajes, el alquiler, la escuela de su hija.

La riqueza le interesaba y no le interesaba. Y la nobleza, la veneraba, para él la práctica de la poesía era una transfusión de sangre azul. Pretendía, así, ennoblecer su destino, de poeta. 

Fue un niño desgraciado, hijo único, delgado, y muy nervioso, se consumía encerrado a solas en un piso triste. Su infancia no fue una infancia vivida sino soñada. En un retrato, es una criatura de cuatro años, viste falda, faralaes y cintas, a su lado hay un perrito faldero, dulce. Él decía que se adentraba en aquel perrito, es el niño solitario y enfermizo que vive enterrado en las bestias y en las cosas. 

Amar a una mujer era escribirle cartas y más cartas y enviarle ramos y más ramos de rosas. Nadie ha escrito tantas cartas sobre la poesía y la vida y sobre el amor y la rosa y tantos inocuos cantos de amor, de antes del amor, como Rainer Maria Rilke. Fue rico en promesas. Y tal vez fuera el amante más fraudulento, acorazado tras la mentira del amor «heroico» de la mujer, el amor no posesivo /.../ Seguía por las calles a las mujeres bonitas con un ramo de rosas blancas en las manos, tierno y tembloroso como una hoja joven, y ellas reían, sabían que aquel hombre era el poeta Rainer Maria Rilke y que era dulce e indefenso, como un perrito sin collar, y se hacían amigas suyas, amigas blancas. Ahora publican que todas lo veneraban; las mataba a todas, a las telefonistas de los hoteles, a las pintoras, a las actrices más bonitas, a las baronesas más picantes. Sólo una mujer sufrida y con carencias, como su esposa, Clara, o desesperada e histérica, como madame Albert o madame Klossowska, o una tuberculosa ucraniana que erraba por el mundo sin un céntimo en el bolsillo, o la veneciana más ingenua podían desear y podían soportar a este hombre caprichoso y volátil, deprimente y huraño, tacaño y vil. Lou Andreas-Salomé y Magda von Hattingberg se libraron de él a la primera ocasión.

Él siempre está enamorado, inciertamente, prudentemente, puramente, de una y otra y luego de otra y otra más. 

Pensaba en lo que dijo de él Robert Walser: que es el poeta de las solteronas y de las princesas de cabellos canos, es el poeta pobre del cuento de Walser que es acogido por una gran dama y la dama le dice –Te amo como a un hijo– y él huye, él es el hijo pródigo. 


Son algunos de los párrafos de Perro. Vida de Rainer María Rilke, el intenso y desmitificador acercamiento de Albert Roig a la personalidad del autor de las Elegías de Duino, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg con traducción de Antoni Cardona Castellà. 

A muchos les parecerá demoledora, pero es una biografía imprescindible, porque maneja con rigor una enorme cantidad de documentación literaria, epistolar y gráfica y traza un retrato verosímil de la personalidad compleja que se ocultaba tras la máscara de una leyenda que Rilke estuvo construyendo a lo largo de su vida.