Walser y las estaciones
En verano no escribí nunca un poema. La floración y el resplandor me
resultaban demasiado sensuales. En verano me ponía triste. Con el otoño se
instalaba una melodía en el mundo. Me enamoraba de la niebla, de la oscuridad,
que cada vez comenzaba antes, del frío. La nieve me parecía divina, pero más
hermosas y divinas me resultaban las oscuras y cálidas tormentas salvajes de la
primavera precoz. Durante el frío invierno, relucían y titilaban los
atardeceres fascinantes. Los sonidos me hechizaban, los colores hablaban
conmigo. Huelga decir que vivía inmensamente solo. La soledad era la novia a la
que yo rendía homenaje, la compañera que prefería, la conversación que amaba,
la belleza que disfrutaba, la sociedad en que vivía. Para mí no había nada más
natural ni amistoso. Yo era un criado generalmente sin empleo fijo. Era lo que
me convenía. ¡Ah, la deliciosa y ensoñadora melancolía, el dulce temor, la
hermosa y celestial desgana, la afable tristeza, la encantadora austeridad!
Amaba los suburbios con sus aisladas figuras de obreros. Los campos nevados se
me dirigían confidencialmente… ¡Me parecía que la luna derramaba lágrimas sobre
la nieve fantasmagóricamente blanca: las estrellas! Era magnífico. Yo era tan
principescamente pobre y tan majestuosamente libre… En las noches de invierno,
de madrugada casi, me ponía en la ventana abierta y dejaba que el rostro y el
pecho cubierto apenas con el pijama respiraran su gélido aliento. Y entonces
tenía la extraña sensación de que todo ardía a mi alrededor. Habitualmente, en
aquella remota habitación en que vivía, me postraba de rodillas y pedía a Dios
por un verso bonito. Después salía por la puerta y me perdía en la naturaleza.
Robert Walser.
Poemas. Blancanieves
Traducción de Carlos
Ortega.
Icaria. Barcelona, 1997
<< Home