22 noviembre 2017

El ruedo ibérico


I
El reinado isabelino fue un albur de espadas: Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases.

  II
  El General Prim caracoleaba su caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas: Teatral Santiago Matamoros, atropella infieles tremolando la jaleada enseña de los Castillejos:
  —¡Soldados, viva la Reina!

  III
  Los héroes marciales de la revolución española no mudaron de grito hasta los últimos amenes. Sus laureadas calvas se fruncían de perplejidades con los tropos de la oratoria demagógica. Aquellos milites gloriosos alumbraban en secreto una devota candelilla por la Señora. Ante la retórica de los motines populares, los espadones de la ronca revolucionaria nunca excusaron sus filos para acuchillar descamisados. El Ejército Español jamás ha malogrado ocasión de mostrarse heroico con la turba descalza y pelona que corre tras la charanga.

Con esas tres viñetas comienza Aires nacionales, el primero de los diez libros que componen La corte de los milagros, primera entrega de El ruedo ibérico. 
Acaba de publicarlo Cátedra Letras Hispánicas en edición anotada de Diego Martínez Torrón, que en su estudio introductorio lo define como “la obra cumbre de la narrativa universal del siglo XX. Una obra maestra que parece escrita para un lector lector/a de otro siglo posterior.”
Un ciclo que –añade- se caracteriza por “una perfecta técnica narrativa”, “un estilo inigualable” y “un retrato de la época que abarca desde las clases altas de la corte a las clases bajas de la sociedad.”
Fue el más ambicioso de los proyectos literarios de Valle-Inclán, el más sostenido en el tiempo y, a pesar de que quedó inconcluso, a la escritura del ciclo novelístico El ruedo ibérico le dedicó una constancia poco frecuente en él.