21 agosto 2018

La vida privada de los objetos


Los victorianos tenían más posibilidades que nosotros de encontrar rastros de la identidad ajena en las posesiones que habían pertenecido a sus difuntos. Su cultura era menos aprensiva con los muertos que la nuestra: los cadáveres eran objeto de elucubraciones sentimentales en diversos círculos. La muerte acaecía en las casas, y después los vivos se colaban en las habitaciones y las camas de los difuntos y continuaban usándolas. La elaboración de máscaras mortuorias era habitual, y la fotografía de cadáveres tuvo su momento. Muchos creían que un mechón de cabello de un cadáver conectaba a los vivos con el más allá donde moraban los muertos. Un camisón, un anillo, un libro, cualquier objeto impregnado del pasado podía tener la capacidad de reavivarlo si uno se aproximaba a él con todos los sentidos. 
Me asaltó una sensación de cuerpos ausentes cuando sostuve los objetos que describo en los siguientes capítulos. Los libros, especialmente, ostentan las huellas de los dedos y las manos grasientas, sucias o manchadas de tinta. Las hermanas Brontë escribían, garabateaban y dibujaban en sus libros —los usaban para guardar plantas, bocetos, tarjetas de visita—, manifestando así su presencia. Algunos de estos gastados volúmenes transmitían más de lo que se podía leer en ellos: conservaban un cierto aroma que podría definirse, en mi opinión, como corporal. Tuve la suerte de poder tocar (a menudo sin guantes), girar, acercarme e incluso olfatear los objetos que manejaba en las bibliotecas y museos. Mi buena suerte me recordó que en los museos actuales todos los sentidos, salvo la vista, están atenuados. Miramos —solo miramos— el objeto a través de una vitrina.


Deborah Lutz. 
El gabinete de las hermanas Brontë. 
Traducción de María Porras Sánchez. Siruela. Madrid, 2017.