07 octubre 2018

Cortázar. Poesía y conocimiento




Porque el poeta lírico no se interesa en conocer por el conocer mismo. Aquí es donde su especial aprehensión de la realidad se aparta fundamentalmente del conocer filosófico-científico. Al señalar cómo suele anticiparse al filósofo en materia de conocimiento, lo único que se comprueba es que el poeta no pierde tiempo en comprobar su conocimiento, no se detiene a corroborarlo. ¿No muestra ya eso que el conocimiento en sí no le interesa? La comprobación posible de sus vivencias no tiene para él sentido alguno. Si el ciervo es un viento oscuro, ¿acaso nos satisfará más la descomposición elemental de la imagen, la imbricación de sus connotaciones parciales? Es como si en el orden de la afectividad —lindante con la esfera poética por la nota común de su irracionalidad básica— el amor se acrecentara después de un prolijo electrocardiograma psicológico. De pronto sabemos que sus ojos son una medusa reflexiva; ¿qué corroboración acentuará la evidencia misma de ese conocer poético?
Si fuera necesaria otra prueba de que al poeta no le interesa su conocimiento por el conocimiento mismo, convendría comparar la noción de progreso en la ciencia y la poesía. Una ciencia es una cierta voluntad de avanzar, de sustituir errores por verdades, ignorancias por conocimientos. Cada uno de estos últimos es sustentáculo del siguiente en la articulación general de la ciencia. El poeta, en cambio, no aspira a progreso alguno como no sea en el aspecto instrumental de su «métier». En La tradición y el talento individual, T. S. Eliot ha mostrado cómo, aplicada a la poesía y al arte, la idea de progreso resulta absurda. La «poética» del abate Brémond supone un progreso sobre la de Horacio, pero está claro que ese progreso concierne a la apreciación crítica de algo y no a ese algo; los conmutadores de flamante baquelita dejan pasar la misma electricidad que los pesados y viejos conmutadores de porcelana.

Julio Cortázar.
Imagen de John Keats.
Alfaguara. Madrid, 1996