Cortázar. Poesía y conocimiento
Porque el poeta lírico no se interesa en conocer por el
conocer mismo. Aquí es donde su especial aprehensión de la realidad se aparta
fundamentalmente del conocer filosófico-científico. Al señalar cómo suele
anticiparse al filósofo en materia de conocimiento, lo único que se comprueba
es que el poeta no pierde tiempo en comprobar su conocimiento, no se detiene a
corroborarlo. ¿No muestra ya eso que el conocimiento en sí no le interesa? La
comprobación posible de sus vivencias no tiene para él sentido alguno. Si el
ciervo es un viento oscuro, ¿acaso nos satisfará más la descomposición
elemental de la imagen, la imbricación de sus connotaciones parciales? Es como
si en el orden de la afectividad —lindante con la esfera poética por la nota
común de su irracionalidad básica— el amor se acrecentara después de un prolijo
electrocardiograma psicológico. De pronto sabemos que sus ojos son una medusa
reflexiva; ¿qué corroboración acentuará la evidencia misma de ese conocer
poético?
Si fuera necesaria otra prueba de que al poeta no le
interesa su conocimiento por el conocimiento mismo, convendría comparar la
noción de progreso en la ciencia y la poesía. Una ciencia es una cierta
voluntad de avanzar, de sustituir errores por verdades, ignorancias por
conocimientos. Cada uno de estos últimos es sustentáculo del siguiente en la
articulación general de la ciencia. El poeta, en cambio, no aspira a progreso
alguno como no sea en el aspecto instrumental de su «métier». En La tradición y
el talento individual, T. S. Eliot ha mostrado cómo, aplicada a la poesía y al
arte, la idea de progreso resulta absurda. La «poética» del abate Brémond
supone un progreso sobre la de Horacio, pero está claro que ese progreso
concierne a la apreciación crítica de algo y no a ese algo; los conmutadores de
flamante baquelita dejan pasar la misma electricidad que los pesados y viejos
conmutadores de porcelana.
Julio Cortázar.
Imagen de John Keats.
Alfaguara. Madrid, 1996
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