20 noviembre 2018

Henry James. Los años intermedios




Era un día de abril tibio y soleado y el pobre Dencombe, feliz de creer que estaba recordar recobrando energías, evaluaba en el jardín del hotel los diversos atractivos de las posibles caminatas con una determinación en la que aún persistía cierta languidez. Le gustaban las sensaciones que provoca el sur, en la medida en que pudiera experimentarlas en el norte; le gustaban los acantilados de arena como los bosques de pinos y hasta el mar incoloro. “Bournemouth, un balneario saludable” le había sonado como un simple anuncio publicitario, pero ahora agradecía las comunidades mundanas. El amable cartero, después de atravesar el jardín, le había entregado un diminuto paquete que él cargó consigo bien mientras salía del hotel, hacia su derecha, e iba a sentarse en un banco que ya conocía bien, un espacio seguro junto al acantilado. El banco miraba al sur, hacia la colorida Isla de Wight, y por detrás lo protegía una pendiente. Estaba bastante cansado cuando llegó ahí y por un momento se decepcionó; se encontraba mejor, desde luego, pero, a fin de cuentas, ¿mejor que qué? No volvería jamás a ser mejor que él mismo, como en uno o dos grandes momentos de su pasado. La sensación de vida infinita se había esfumado y apenas quedaba una dosis mínima, como en esos vasos de vidrio de los farmacéuticos con mediciones dignas de un termómetro. Sentado, miraba el mar, que parecía una planicie centelleante, mucho más chato que el espíritu del hombre. 

Así comienza Los años intermedios, uno de los espléndidos cuentos de Henry James que se recogen al final del segundo volumen de sus Cuentos completos que publica Páginas de Espuma con edición de Eduardo Berti, que se cierra con uno de los textos imprescindibles del autor, La muerte del león.
Y también a los años intermedios de Henry James entre 1879 y 1844, a los que aludió expresamente en el título de la segunda parte de su autobiografía, pertenecen cronológicamente los veintiséis relatos de este segundo tomo de una edición en marcha que culminará en 2019 con el tercer volumen de sus cuentos. 
“Se trata, en términos literarios -explica Eduardo Berti en su prólogo-, de años centrales y decisivos en los que James (tras el éxito furibundo que obtiene en Inglaterra con Daisy Miller, en junio de 1878) publica varias obras sobresalientes: la impactante seguidilla de novelas Los europeos (1878), Washington Square (1880) y El retrato de una dama (1881), otras novelas de peso, como Las bostonianas (1885-86), La princesa Casamassima (1886) o La musa trágica (1890), novelas cortas como Los papeles de Aspern (1888) o La lección del maestro (1892), crónicas de viajes por Francia, un estudio sobre Nathaniel Hawthorne o el influyente ensayo El arte de la ficción, publicado en 1884.
Se trata, en términos biográficos, de un periodo que comienza a los treinta y cinco años de edad, instalado en Gran Bretaña tras un paso importante por París, y que se extiende hasta los cincuenta y dos años de edad, con su sonado fracaso como autor dramático. En ese lapso, en el que llegó a ausentarse como nunca de su país natal (después de seis años sin pisar Estados Unidos, el reencuentro se ve reflejado en El punto de vista, por ejemplo), pierde a sus padres, que mueren en 1882 con pocos meses de diferencia (su madre en enero, su padre en diciembre), empieza a codearse en Gran Bretaña con figuras de la literatura como Robert Browning, Robert Louis Stevenson o Ford Madox Ford, asiste con gran aflicción a la decadencia y la muerte de su hermana Alice (entre 1891 y 1893) y entabla un vínculo especial con la escritora estadounidense Constance Fenimore Woolson, quien aparentemente se suicida en Venecia en enero de 1894.”
Esos dos traumas, su fracaso como dramaturgo y la pérdida de su mejor amiga, marcan el fin de esta etapa jamesiana, que coincide con algunos de sus momentos más altos como narrador, y el comienzo de su fase negra a partir de entonces.
Pero antes de esa fase negra, aclara Berti, “los años que abarca este volumen nos muestran a un escritor alcanzando la cima de su talento”, porque, añade, “es en esta etapa intermedia, después de «negociar las lecciones de Flaubert, sin sacrificar del todo las lecciones de Balzac y de George Eliot» (son palabras de Brooks), cuando Henry James empieza una revolución que Virginia Woolf y Roger Fry compararon con la que Paul Cézanne produjo en la pintura: un cambio en la perspectiva de nuestro modo de presentar y ver las cosas.”