El cura y los mandarines
Jesús Aguirre va a ser la encarnación de la paradoja; en él
se condensan dos realidades paralelas. El espécimen que ha dado -como buena
parte de la inteligencia española- el gran salto a la radicalización. Ese
puntillo revolucionario, desdeñoso con las instituciones -en público-, y atento
y hasta servil a ellas, en privado. Esa perplejante mezcla de radicales y
moderados en las mismas personas, con una sincronización imperfecta, que en
ocasiones, observados atentamente, chirría, pero que acabará funcionando. Poco
que ver con los rabanitos del chiste -rojos por fuera, blancos por dentro y con
colocación segura en todos los platos, porque decoran- sino algo más singular,
más stendhaliano: la pasión por el poder como pasión en sí. Sin hacer, pues,
demasiados ascos a quien lo detente y nos lo subrogue.
La inteligencia crítica desbocada y la inteligencia
institucional cumplidora, orgullosas ambas de sus trayectorias, pero al tiempo
conscientes de que su momento está a punto de pasarse, como el arroz, y que no hay
más estaciones que la que tienen delante, ni más trenes que el que acaba de
anunciar su salida. Por eso la dialéctica de la Transición española plasma en
Jesús Aguirre una figura completa, plena, un paradigma, un caso de manual.
(...)
¡Jesús Aguirre, Director General de Música y Danza!
Negociado ministerial que incluye el Circo. Lo decidió el Consejo de Ministros
del 8 de septiembre de 1977. Hubiera preferido otra cosa, pero qué y quién
hubiera podido ofrecérselo. En el fondo y en la forma, se reducía a algo así:
«Pío, llevo años trabajando casi clandestinamente para ti y ahora quiero un
cargo donde pueda trabajar para mí. ¿Qué tienes?». Y cabe imaginar a
Cabanillas, con su sonrisa facial inmarcesible: «Como no sea Música y Danza, no
sé qué podría darte». Y el arrogante Jesús Aguirre, animoso, porque entonces lo
era, diría algo así como: «vale con la música, porque no sólo amansa a las
fieras, que dicen los zafios, sino que deleita a los príncipes y seduce a las
princesas». «Pues a ello». Y exactamente a eso se puso. A seducir no sólo a las
princesas sino a todo el que se le pusiera por delante y figurara en la siempre
aventurada escalera del Gotha aristocrático. Pero por encima de todo, las
princesas.
(…)
Su conversión en Duque de Alba le fue llevando a extremos
obsesivos, como falsario que era, siempre que se refería a la tradición de los
Alba que él representaba. Cuando Víctor Márquez Reviriego en una de sus
entrevistas fabulosamente inventadas narró algo sobre «la jaqueca de los Alba»,
que no era otra cosa que una divertida parodia andaluza, Aguirre la asumió y
como era propenso a las migrañas, gustaba de repetirlo como si fuera tradición:
«la jaqueca de los Alba», que él asumía como suya.
Gregorio Morán.
El cura y los mandarines.
Akal. Barcelona,
2014
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