11 enero 2019

El cura y los mandarines





Jesús Aguirre va a ser la encarnación de la paradoja; en él se condensan dos realidades paralelas. El espécimen que ha dado -como buena parte de la inteligencia española- el gran salto a la radicalización. Ese puntillo revolucionario, desdeñoso con las instituciones -en público-, y atento y hasta servil a ellas, en privado. Esa perplejante mezcla de radicales y moderados en las mismas personas, con una sincronización imperfecta, que en ocasiones, observados atentamente, chirría, pero que acabará funcionando. Poco que ver con los rabanitos del chiste -rojos por fuera, blancos por dentro y con colocación segura en todos los platos, porque decoran- sino algo más singular, más stendhaliano: la pasión por el poder como pasión en sí. Sin hacer, pues, demasiados ascos a quien lo detente y nos lo subrogue.
La inteligencia crítica desbocada y la inteligencia institucional cumplidora, orgullosas ambas de sus trayectorias, pero al tiempo conscientes de que su momento está a punto de pasarse, como el arroz, y que no hay más estaciones que la que tienen delante, ni más trenes que el que acaba de anunciar su salida. Por eso la dialéctica de la Transición española plasma en Jesús Aguirre una figura completa, plena, un paradigma, un caso de manual.
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¡Jesús Aguirre, Director General de Música y Danza! Negociado ministerial que incluye el Circo. Lo decidió el Consejo de Ministros del 8 de septiembre de 1977. Hubiera preferido otra cosa, pero qué y quién hubiera podido ofrecérselo. En el fondo y en la forma, se reducía a algo así: «Pío, llevo años trabajando casi clandestinamente para ti y ahora quiero un cargo donde pueda trabajar para mí. ¿Qué tienes?». Y cabe imaginar a Cabanillas, con su sonrisa facial inmarcesible: «Como no sea Música y Danza, no sé qué podría darte». Y el arrogante Jesús Aguirre, animoso, porque entonces lo era, diría algo así como: «vale con la música, porque no sólo amansa a las fieras, que dicen los zafios, sino que deleita a los príncipes y seduce a las princesas». «Pues a ello». Y exactamente a eso se puso. A seducir no sólo a las princesas sino a todo el que se le pusiera por delante y figurara en la siempre aventurada escalera del Gotha aristocrático. Pero por encima de todo, las princesas.
(…)
Su conversión en Duque de Alba le fue llevando a extremos obsesivos, como falsario que era, siempre que se refería a la tradición de los Alba que él representaba. Cuando Víctor Márquez Reviriego en una de sus entrevistas fabulosamente inventadas narró algo sobre «la jaqueca de los Alba», que no era otra cosa que una divertida parodia andaluza, Aguirre la asumió y como era propenso a las migrañas, gustaba de repetirlo como si fuera tradición: «la jaqueca de los Alba», que él asumía como suya.

Gregorio Morán. 
El cura y los mandarines. 
Akal. Barcelona, 2014