19 julio 2019

Petrarca en el Mont Ventoux



Muchos siglos antes de que fuese un puerto legendario del Tour de Francia, el 26 de abril de 1336 Petrarca subía al Mont Ventoux, el Monte Ventoso, en el extremo occidental de los Alpes, desde cuya altura de casi 2000 metros se domina casi toda la Provenza.

Esa misma noche, en Malaucène, después de un descenso que fue más decisivo y revelador  para él que el penoso ascenso, escribió su memorable Epístola familiar IV, en la que contaba la experiencia a su padre.

Había subido desde allí mismo con su hermano pequeño, elegido como compañero de viaje más adecuado, en una dura escalada que había empezado por la mañana temprano. Así lo evocaba al final de la jornada, fresco aún el recuerdo del esfuerzo, en la traducción de Rosend Arqués Corominas en su edición de Mi secreto y las Epístolas petrarquistas en Letras Universales Cátedra.

Impulsado únicamente por el deseo de contemplar un lugar célebre por su altura, he ascendido hoy al monte más alto de esta región, que no sin motivo llaman Ventoso. Hacía muchos años que mi ánimo albergaba la idea de esta ascensión; de hecho, por ese destino que gobierna la vida de los hombres, he vivido, como tú sabes, en este lugar desde mi infancia; y ese monte, que se divisa desde cualquier sitio, está casi siempre ante nuestros ojos.

Tras el esfuerzo de la ascensión, de la que intenta disuadirlo un anciano pastor, evoca su llegada a la cima con estas palabras:

En primer lugar, me quedé de pie, asombrado y conmovido por la insólita brisa y por el asombroso panorama. Miré a mi alrededor: las nubes estaban bajo mis pies y ya me parecían menos increíbles el Athos y el Olimpo mientras observaba desde una montaña de menor fama lo que había leído y escuchado acerca de ellos.




A partir de ese momento, una vez que ha mirado desde lo alto, la subida se convierte en un viaje hacia dentro, en una introspección, en una meditación de Petrarca sobre su pasado y sobre su futuro. Y luego “contento, habiendo contemplado bastante la montaña, volví hacia mí mismo los ojos interiores y a partir de ese momento nadie me oyó hablar hasta que llegamos al pie del monte.”

Esa iluminación interior lo acompaña durante la bajada, antes de concluir:

¡Oh, con cuánto empeño debemos esforzarnos, no en alcanzar un lugar más elevado en la tierra, sino en domeñar nuestros apetitos, incitados por impulsos terrenales!