23 mayo 2020

Esperando lo peor




Los principios, por sí solos, sirven de poco. Los mejores argumentos no acercan ni un milímetro a la realización de los objetivos. Desnudos, a palo seco, se quedan en un moralismo abstracto que, cuando es consciente de su condición, resulta difícilmente distinguible del cinismo o el postureo. Ese que asoma en tantos ayuntamientos y comunidades autónomas entregados a los brindis al sol, cuando declaran que sus ciudades o regiones son tierras de acogida de refugiados, desmilitarizadas, veganas o antinucleares, olvidando u ocultando que un alcalde o un presidente de una comunidad autónoma poco pueden hacer para modificar las grandes coordenadas (fiscales, monetarias, ambientales) de sus ciudadanos, no ya porque no dispongan de competencia legal, sino porque, incluso en el caso de disponer de ella y usarla, dado el limitado alcance territorial de su autoridad, ahuyentarán a empresarios e inversores, que siempre podrán encontrar vecinos mejor dispuestos.
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Lo peor es que las malas ideas acaben por encontrar apoyos en quienes en otro tiempo las combatieron. Que los buenos, por así decir, cambien de bando. Y algo de eso comienza a suceder cuando el afán de renovación de la izquierda, cebado en ese «pensar a la contra» y sostenido en el vacío ideológico, sin principios en los que asirse, en los que anclar el punto de vista, lleva a defender cualquier locura y salir por peteneras. Una inquietud que no se mitiga a la vista de las «renovaciones» examinadas en las páginas anteriores o de las señales que nos llegan de las mejores universidades norteamericanas. No es solo lo que se defiende, la sinrazón y la horma de las palabras correctas («todos y todas») para conjurar las realidades ingratas, sino cómo se defiende, imponiendo el silencio e intimidando a los discrepantes. En ese sentido, también hay verdad en la otra pieza del relato: el afán de decir algo cuando no hay nada nuevo que decir —porque en cuestión de principios no hay nada nuevo que decir: los principios no caducan— allana el camino a defender lo contrario de lo que se defendía. En esas horas, pensar a la contra, a la defensiva, es pensar reaccionario, pensar contra la Ilustración. Al final, no es que los conceptos de izquierda y derecha se diluyan, sino que se intercambian.

Entonces, cuando ya no queda nadie, podemos esperar lo peor.

Félix Ovejero. 
La deriva reaccionaria de la izquierda.
Página Indómita. Barcelona, 2018