07 marzo 2021

Tocar arcilla al fondo

 
 
Hoy parecen mis ojos dos grandes orfandades,
dos aperturas que hacen rodar el pensamiento
como a una noria el asno fustigado,
pero sin agua, sin sombra de una higuera,
sin huevos de culebra ocultos en verdín.
¿Qué nueva travesía trazará el extravío?
Miro el blanco del folio dúctil como el grafeno,
sordo a mi voz y hostil hacia mi ánimo.
Se asoman a su fondo dos espejos altísimos
que repelen las buenas intenciones de la luz.
Hago balance de abstinencias: he dejado el tabaco,
la inclinación al beso, el incendio y la fuga.
¿Qué más puedo brindar a la Cuaresma
para que acabe en verbo o mar tanto desierto?

Es uno de los poemas medulares sobre los que se sostiene Tocar arcilla al fondo, el libro de José García Obrero que publica Siltolá Poesía.

Las cuatro partes en que se organizan su treinta y siete poemas (Flor, Sed, Ceniza y Sombra) son la transposición poética de un itinerario existencial, metafórico y elusivo, hacia la sombra a través de la incertidumbre y la extrañeza, la interrogación y las heridas, la memoria de las pérdidas y el absurdo, como escribe al final de otro de esos poemas centrales, Respiración:

La sustancia de la vida es un balcón
donde nos asomamos a observar
los cables que nos unen al absurdo.


Hay en ese viaje hacia el fondo y hacia la sombra una creciente conciencia de la fragilidad, como en Cena y ceniza, de cuyos últimos versos toma título el libro:

I
Has confundido cena con ceniza
y esa fría paronimia te ha llevado al silencio.
Era cuestión de tiempo y combustión.
Entra, pues, en materia y avanza enmudecido.
La ceniza es ceniza y no será otra cosa.
Nosotros, sin embargo, resistimos al aire
que hace ondular adentro el brillo de la idea.
La ceniza es ceniza y espera con paciencia.

II
Se sacudió del pelo la ceniza
para anunciarme su dolor:
¿Lo ves ahora?
Ni en cien años podría restañar
las márgenes borrosas
de estos inmensos lodazales.
Mientras eso decía
yo me adentraba en su caudal
y era tan limpia el agua,
que la luz se quebraba
contra la superficie.
Así, cegado, toqué la arcilla
al fondo, adherida a las algas,
y era su consistencia y forma
idéntica al dolor de mi ceniza.


A veces esa conciencia del absurdo se proyecta directamente en el poema, como en este magnífico Duermevela, casi una variación sobre el mito de Sísifo:

Un muro divide el territorio.
No hiere el horizonte ni traza una frontera,
ninguna flor protege.
Subido en este muro, alguien quiso elevar
una mirada nueva, alcanzar otros nombres.
Sobre sus piedras los pájaros descansan.
Entre sus piedras se alojan los insectos.
Bajo su dura línea, la tierra se estremece
y algún escalofrío llega a la superficie.
Caen, a veces, las piedras envueltas en el musgo.
Caen con ellas los signos envueltos en el musgo.
Alguien vuelve, paciente, a colocar las piedras;
alguien mantiene el muro con sus interrogantes.
Nunca acaba el trabajo y sigue, en duermevela,
como un perro que guarda sus frágiles dominios.


Y sobre la conciencia de la fugacidad y las preguntas, en este viaje interior, “de la corteza al centro” y a lo hondo del río, en esta intensa travesía por el frío y el silencio acaba por imponerse la voluntad afirmativa de seguir andando con la que se cierra Peregrinos, el último poema del libro:

Si alcanzo a ver el tibio sol de invierno antes de caer al mar,
una dura certeza hará añicos la imagen.
Si sientes bajo el rostro el filo de una raíz,  
todo lo que anhelabas habrá quedado atrás
                                                       y seguirás andando.