04 abril 2021

Otra resurrección



Elegiste la ciudad del Paraíso como principio y final de nuestra historia. Igual que comenzó, acaba ahora este suave fluir por esas calles que un día caminamos, abrazados, en busca de un lugar de alba entrega, con un borracho perfume de varas de nardo. Ahora la ciudad también es otra, o tal vez no, tan sólo  contemplada con otros ojos, con otra mirada menos tuya, más enmimismada y aterida.

Así comienza el ‘Mapa de situación’ que abre El fiel de la balanza, que Manuel Francisco Reina publica en Cuadernos del laberinto.

Un espléndido conjunto de poemas en prosa sobre los que planea la sombra de las pérdidas, el vacío de las despedidas desde esa Ciudad del Paraíso a la que regresa el poeta para comprobar las cenizas de la hoguera amorosa, las ruinas del jardín adánico y edénico y para hacer una minuciosa enumeración de los nombres del dolor, el desengaño y la ausencia con el contrapunto alegórico y bíblico del libro del Génesis (jardín, manzana y sierpe, veneno del engaño) en el que un Adán transfigurado lamenta la traición y la ingratitud, la frialdad de la sangre del ofidio y denuncia para siempre la marca de Caín con esta potente maldición: 

Que nadie vengue en ti mi daño. Que el tiempo te sea largo y pesaroso para estar a solas contigo muchas veces. Para recordar el crimen, para mirar tu reflejo y en él el eco de tus palabras de devoción y entrega, tus manos manchadas con la sangre hermana e inocente. Que el silencio te muerda la sien, como la quijada de un asno, y la soledad tan sólo te siga siendo fiel, en la rotura estéril de los años que vivas, multiplicados hasta por setenta y siete veces siete…

Son palabras que llueven como un diluvio bíblico para limpiar el barro del olvido y la culpa, del dolor y sus huellas en un monólogo penitencial impuesto por la ausencia del otro, por la imposibilidad del tú y el nosotros, en un memorial de los daños que arrasaron el jardín y la inconsistente torre sin cimientos.

La soledad y el silencio, la mentira de otro mar, la liturgia de la casa y la frialdad del corazón recorren la transitiva intensidad emocional y verbal de estos poemas en prosa que llegan al lector con la fuerza de lo auténtico, de lo vivido y lo sangrado, de una vía purgativa sobre la que flota por tres veces otra sombra: la  sombra tutelar de Francisca Aguirre en su inolvidable Ítaca desolada, porque “no nos vuelve mejor el daño, aunque sí más fuertes, como un amor a veces no es más que una ola, aunque su vibración provocase un maremoto y con él cambiase el perfil de nuestras costas y la profunda sima del pensamiento…”

Y por eso, desde la herida y sobre este paisaje de extravío, se impone el aprendizaje diario de la cicatriz y la esperanza:

Todos los días se aprende; de aprender lo nuevo y adaptarse depende seguir siendo y crecer, evolucionar aunque sea con daño. Volverán a tu ser los brotes, nudosos primero y verdes luego como nuevas ramas, y esa profunda herida cercenada como un rayo en tus cimientos, tornará a crecer, como las rojizas extremidades pentagrámicas de las estrellas de mar... igual que ahora, desde los labios de la herida, florecen minúsculas y perfumadas violetas, con la humilde certeza de que convertirás el dolor, una vez más, en florido perfume de palabras.

Que así sea.