22 junio 2021

Sextante, de Antonio Rivero Taravillo


 

 Llega hoy a las librerías Sextante, un conjunto de seis libros inéditos de los inicios poéticos de Antonio Rivero Taravillo entre 1982 y 1998 que publica Polibea en su colección El levitador.

 

“Seis libros -explica el autor en su ‘Preliminar’- de los que solo se conocen algunos poemas sueltos. Sus versos tienen una media de edad de veinticinco años. Constituyen no tanto un sexteto, porque no son un ciclo cerrado, como sí un sextante, el instrumento astronómico con el que empecé a guiarme, a tientas pero sabiendo que obedecía un rumbo, por la navegación que me ha llevado hasta aquí.”

 

Abren ese itinerario poético inicial los poemas amorosos de Primeras catástrofes, cuya medida dicción se encomienda a un Juan Ramón depurado y al pulso de la cita de Pedro Salinas que lo abre y lo explica. Con su bien asimilada dialéctica poética del tú y el yo y con un buscado equilibrio entre la emoción y la palabra, su variedad tonal y métrica resume un proceso sentimental que, de la explosión a la ausencia, remata el largo lamento de las despedidas:

 

Aquel amor eterno se extinguió.

Y fue fuego, y después sólo ceniza

que ahora en nuestras frentes ha posado 

un nuevo sacramento: el de la muerte.

 

Libro de espirales incorpora en su primera parte, ‘Oficio del poeta’, un conjunto de homenajes a Pound, Borges o Manrique, la reflexión metapoética, el despliegue mitológico-amoroso de la brillantemente anotada ‘Carta de Helsinki’ o la ironía y el ejercicio de dedos de un soneto como este, con un inicio que recuerda a los de El rayo que no cesa y un final sarcástico y risueño:

 

Ahijado de la pena y ya que el duelo 

se empeña en levantar en mí su casa,

y ya que por mi frente oscura pasa

la oscura sombra hostil del desconsuelo,

 

y en tanto que, cobarde, no me vuelo 

la tapa de los sesos, y me abrasa

la torpe realidad que nunca casa

con esa otra razón, la de mi anhelo,

 

retóricas absurdas y palabras, 

estilo lacrimógeno y falsario, 

tópicos sobre tópicos alzados,

 

conjuros sin pasión, abracadabras,

un dolor sin dolor, imaginario.

Los dos cuartetos de antes arruinados.

 

Completan ese libro diversos ejercicios expresivos y métricos: entre otros, las décimas de ‘Planetario’, un conjunto de haikus y varios divertimentos y enfados.

 

Hay luego un salto hacia la madurez expresiva en los poemas de Siempre el diluvio, más libres y flexibles, pródigos en potentes imágenes visionarias y de una intensidad emocional como la de este poema:

 

Una muerte sin dueño atraviesa estos campos, 

aúlla como un perro que a su amo no encuentra 

y llora sobre el mármol roto de su tumba.

Una ácida zanja se entreabre en mis ojos;

en ella cae, imparable,

el aluvión del recuerdo.

Conjuro a la ventisca con tu nombre, 

defiendo mi pellejo con tu nombre, 

bozal para la muerte.

 

Los veintiún sonetos en endecasílabos blancos de Hacia el ocaso plantean un diálogo con el paisaje y la infancia a través de la mirada y la memoria. Un diálogo en el que lo exterior y lo interior se funden en la proyección de una lectura simbólica del paisaje:

 

Un dolor sin pestañas y roído, 

como un huso que teje soledades, 

domina mi paisaje desde el centro 

débil del paludismo de mi infancia.

 

Porque un hervor me toma de la mano, 

porque un roce de fuego me desdice, 

me llama mentiroso con su llama,

me incrusta la aflicción de su linaje.

 

Así mi sangre escribe un alfabeto

de buitres en enjambres avispados, 

balidos que hace poco enmudecieron.

 

Así punzo la piel de la verdad: 

raro insecto de extraña colección, 

le clavo mis estrofas a la espalda.

 

Ese mismo enfoque se mantiene en la segunda parte del libro, Postrimerías, una zona sombría a la que pertenecen textos desolados como este:

 

MUERTE DE UN POETA

Hoy se cierra la mina. Que el minero 

con su pan se lo coma, con su hambre. 

Se agotó el mineral, ya no se extrae

la palabra telúrica del verso.

 

Tras los cuarenta textos en prosa de Cuarentena, narrativos y descriptivos, oníricos y visionarios, rematan el volumen las Separaciones y regresos, que, además de los poemas elegíacos y existenciales de las dos partes de ‘Un hombre solo’, incluyen significativos homenajes literarios y lecturas poéticas. Se cierran con este regreso:

 

ITHACA

Al otro lado de este mar me esperas 

con nueve años menos. Esos días

la existencia era digna de vivirse,

y el estar separados una forma

de sabernos unidos pese a todo.

 

Cornell, sus bibliotecas: en las aulas 

de esa universidad fuiste aprendiendo 

a quererme; y yo a ti, a distancia, 

alumno aventajado del deseo.

 

Las cuestas y los hondos precipicios: 

qué vértigo daba entonces prever 

esto en lo que nos hemos convertido.

 

De aquella edad heroica sólo queda, 

cercanos y remotos ya, Penélope, 

del manto que tejías las hilachas.

 

Un conjunto que refleja, además de la influencia de lecturas decisivas como la de Yeats o Cernuda, el proceso de formación y desarrollo de la voz poética de Rivero Taravillo, que señala que “en el arco temporal que cubren estos años del epígrafe (1982-1998) escribí varios libros que sí han visto la luz. Pero se fueron quedando atrás estos otros, y aún más, los que dan testimonio de mi aprendizaje, que algún día quizá incluya en una hipotética edición de mi poesía reunida.”