22 septiembre 2021

Los últimos días de Immanuel Kant


“De entre todos los héroes de Thomas de Quincey, Kant fue sin duda el primero. He ahí pues el sentido del relato que sigue. De Quincey considera que la inteligencia humana nunca se elevó hasta el punto que alcanzó en Immanuel Kant. Y, sin embargo, ni aun en tales cotas la inteligencia se revela divina. No sólo es mortal, sino que, cosa horrible, puede declinar, envejecer y deslucirse. Y puede que De Quincey sintiese aún más afecto por este fulgor supremo al verlo vacilar. No en vano, sigue sus palpitaciones. Anota la hora en que Kant deja de poder crear ideas generales y ordena falsamente los hechos de la naturaleza. Consigna el minuto en que su memoria empieza a desvanecerse. Inscribe el segundo en que su capacidad de reconocer a los demás se extingue sin remedio. Y paralelamente ilustra las escenas sucesivas de su decadencia física, hasta la agonía, hasta los sobresaltos de sus estertores, hasta la última chispa de conciencia, hasta la exhalación final”, escribía Marcel Schwob en 1899 en el texto que servía de pórtico a su traducción al francés de The Last Days of Kant, de Thomas de Quincey, un libro memorable que apareció en 1827 y que acaba de recuperar Firmamento con traducción de Julia García Olmedo y con ese texto de Schwob como prefacio.

Basada en las memorias que E. Wasianski, su discípulo, amigo y administrador, publicó en 1804, el mismo año de la muerte de Kant, Los últimos días de Immanuel Kant es una incursión en la personalidad y la intimidad del filósofo de Königsberg en sus años finales, un “breve bosquejo de la vida y las costumbres domésticas de Kant, extraído de los testimonios auténticos de sus amigos y discípulos”, como señala De Quincey en las primeras líneas de esta obra, que se sitúa más cerca del relato que del ensayo -como un “breve relato” lo definió el propio De Quincey, que añadió al texto veintinueve espléndidas notas como esta, en la que comenta las últimas palabras que pronunció Kant antes de morir:

«Es suficiente»: el cáliz de la vida, el cáliz del sufrimiento se ha secado. Para quienes observan, como hicieron los griegos y los romanos, los profundos significados que a veces se esconden (sin intención ni conciencia) bajo los enunciados más triviales, esa frase final no estará exenta de una intensa carga simbólica.

Pero si en estas notas la voz inconfundible es la de Thomas de Quincey, en el cuerpo del relato su voz se superpone y confunde con la del testigo Wasianski, la fuente principal del texto, aunque no la única.

Con un difícil equilibrio entre el afecto y la ironía, entre la sátira y la admiración, es una inolvidable reflexión sobre los estragos del tiempo, una mirada melancólica a la decadencia física y mental que refleja la pequeñez de lo humano, pero también un acercamiento a la figura de Kant a través de sus rutinas y sus preferencias culinarias, de su brillantez como conversador, de su práctica del ejercicio físico diario y su disciplina de trabajo, de su gusto por la conversación y por la observación de la naturaleza, de sus obsesiones y manías, de su carácter afable, su vida retirada y su intensa dedicación a la vida intelectual.

En estas páginas, como anuncia De Quincey, “lo vemos pugnar con la miseria de su decadencia y de sus menguantes facultades físicas y mentales, así como con el dolor, la depresión y la agitación causadas por sendas enfermedades, una concerniente al estómago y otra a la cabeza; sobre todo ello se elevaría como extendiendo las alas gracias a la bondad y la nobleza de su temperamento, invicto hasta el final.”

“De Quincey. A nadie debo tantas horas de felicidad personal.”, escribió Borges, que añadía: “en los catorce volúmenes de su obra no hay una página que no haya templado el autor como si fuera un instrumento. […] El goce intelectual y el goce estético se aúnan en su obra.”