26 septiembre 2022

Dublineses, un mapa

  



Dublineses es un mapa; un mapa personal y narrativo de la ciudad en la que James Joyce va a situar toda su obra: Dublín; una ciudad que inmortalizará en Ulises y cuyo reverso onírico, Finnegan’s Wake, se convertirá en lo que es, probablemente, la obra más oscura y críptica de la literatura universal”, escribe Damià Alou en el amplio estudio introductorio que abre la reciente edición de Dublineses en Cátedra Letras Universales.

Así comienza en su traducción Las hermanas, el primero de los quince relatos del libro:

Esta vez no había esperanza para él; era la tercera embolia. Noche tras noche yo había pasado por delante de la casa (era época de vacaciones) y estudiado el cuadrado iluminado de la ventana; y noche tras noche lo había encontrado iluminado de la misma manera tenue y uniforme. Me dije que si hubiera muerto vería el reflejo de las velas en la persiana oscurecida, pues sabía que había que poner dos velas a la cabeza de un cadáver. Él me había dicho a menudo: «No voy a durar mucho», y yo había creído que hablaba por hablar. Ahora sabía que era cierto. Cada noche, mientras levantaba los ojos hacia la ventana me repetía en voz baja la palabra ‘parálisis’. Siempre había sonado extraña en mis oídos, como la palabra ‘gnomon’ en el tratado de Euclides y la palabra ‘simonía’ en el catecismo. Pero ahora me parecía el nombre de algún ser maléfico y pecaminoso. Me provocaba mucho miedo, y, sin embargo, anhelaba acercarme a ella y contemplar su mortífera labor.

Las hermanas cumple una función de obertura y anuncia algunas de las líneas temáticas del libro, como la preocupación de Joyce por la parálisis de una Irlanda simbolizada en ese sacerdote paralítico.

Entre ese magnífico relato y el portentoso Los muertos, Dublineses ofrece un conjunto de quince cuentos ordenados según una estructura muy meditada que obedece a una secuencia cronológica interna que representa las edades del hombre: infancia, adolescencia, madurez y vida social para componer el portentoso fresco humano de una ciudad sórdida. 

Con estos relatos, de los que Joyce decía que eran “un capítulo en la historia moral de mi país” y “el cristal pulido en el que mis compatriotas podrán mirarse con miedo a reconocerse”, renovó el cuento del siglo XX. Porque Dublineses, “una obra fundamental en la historia de la ficción breve”, como destaca Damià Alou en su introducción, ejerce una influencia decisiva sobre el género del relato: de Hemingway a Carver, de Chéjov a Katherine Mansfield.

Su escritura fue para Joyce una liberación, un ejercicio de exorcismo de muchos demonios personales agrupados en torno a una ciudad y un país del que se había alejado antes de escribir estos relatos en Trieste y en Roma. Esa distancia física y emocional marca el tono de los textos, que tardaron en publicarse casi diez años: no aparecieron hasta 1914, tras un largo y tormentoso proceso editorial lleno de incidentes y de frustraciones.

Bajo la aparente levedad de estos cuentos en los que parece no ocurrir nada, se oculta un mundo tempestuoso contemplado con una mirada corrosiva hacia el insoportable ambiente moral de Dublín. Y es que estos relatos no pretenden ser una crónica naturalista de la ciudad y sus ambientes, sino algo más profundo y más complejo: “un capítulo de la historia moral de mi país”, como afirmó el propio Joyce, que aludió a que estas historias de parálisis colectiva con fondo autobiográfico, que no esconden ni lo trivial ni lo desagradable, tenían “el olor de los cubos de basura, de los hierbajos y los desperdicios.”

Ezra Pound escribió a propósito de Dublineses una muy elogiosa reseña en la que destacaba, por encima de su valor local, su sentido universal: “Nos ofrece Dublín como presumiblemente la ciudad es. No desciende a la farsa. No se nutre de la caricatura dickensiana. Nos ofrece las cosas como son, no sólo en el caso de Dublín, sino de cualquier ciudad. Basta borrar los nombres locales, unas pocas alusiones específicamente locales, y unos pocos hechos históricos del pasado, y sustituirlos por nombres locales distintos, por alusiones y acontecimientos diversos, y estas historias podrían volver a contarse de cualquier ciudad.”

Y si hay un relato que confirma, por encima de cualquier reduccionismo localista, esa universalidad de los materiales narrativos es el que cierra el volumen, Los muertos, “la muestra más madura y serena del libro”, en palabras de Alou, que añade que “ su extensión, que quintuplica la de algunos de los demás relatos, lo convierte en una obra casi aparte, no en su temática, sino en su desarrollo y composición, en esa combinación de detalles realistas y proyecciones simbolistas […] que lo convierten en una culminación del resto de cuentos y, al mismo tiempo, en una obra única.”

Termina con estas memorables líneas:

Unos golpecitos en el cristal lo hicieron volverse hacia la ventana. Había comenzado a nevar de nuevo. Observó adormilado los copos, plateados y oscuros, cayendo oblicuos ante la luz de la farola. Había llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos tenían razón: la nieve era generalizada en toda Irlanda. Caía sobre todas las zonas de la oscura planicie central, en las colinas sin árboles, caía lentamente sobre la Turbera de Allen, y, más al oeste, caía lentamente sobre las oscuras aguas turbulentas del Shannon. También caía sobre el cementerio solitario de la colina donde Michael Furey yacía enterrado. Su espesor cubría las cruces y las lápidas torcidas, las lanzas de la pequeña verja, los espinos estériles. Su alma se fue extasiando mientras escuchaba la nieve caer ligera a través del universo y caer ligera, como el descenso del último adiós, sobre todos los vivos y los muertos.

En la trayectoria coherente que sigue la escritura de Joyce como un proceso de obra en marcha, Dublineses es el banco de pruebas del Ulises, la primera aparición de lugares y personajes que reaparecerán en la novela. Pero considerado en sí mismo, al margen de su posición en el proceso evolutivo de la narrativa joyceana, tiene un indiscutible como un conjunto narrativo fundamental en la literatura del siglo XX. 

“No hay nada en la literatura actual que esté a su altura”, decía Ezra Pound en su reseña.