07 diciembre 2022

Proust en El Paseo





Para conmemorar el centenario de la muerte de Marcel Proust, El Paseo Editorial publica los dos primeros tomos (los cinco restantes aparecerán con periodicidad semestral) de A la busca del tiempo perdido, Por el camino de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, en una cuidada edición con traducción revisada, anotada y puesta al día, de Mauro Armiño, que escribe al comienzo de su prólogo: 

“La celebración del centenario de la muerte de Marcel Proust (18 de noviembre de 1922) casi obligaba a una revisión y puesta al día de un trabajo iniciado hace más de treinta años y publicado en los primeros años del siglo XXI. El cúmulo de ensayos, ediciones, diccionarios, etc. sobre Proust que la filología francesa ha difundido mientras tanto puede calificarse de ingente, por haberse convertido el autor de A la busca del tiempo perdido en el icono francés de la historia de la literatura de su siglo.
[…]
He revisado en profundidad el texto y he puesto al día, de acuerdo con los trabajos filológicos más recientes, la anotación, imprescindible para una lectura correcta de la obra proustiana: más de cien años después de su escritura, personajes y hechos históricos o no históricos, perfectamente conocidos para los lectores de la época, se han desvanecido en la mente de un lector actual, y más si no es francés, por el inexorable trabajo del tiempo. Es obligado en los autores clásicos, y Proust ya lo es.”

Esta es sin duda la edición más manejable en español del ciclo proustiano, la que mejor acompaña al lector que se acerca a su mundo complejo, porque le facilita la lectura y le ayuda a orientarse por un territorio, aunque lleno de belleza, a veces intrincado y siempre pródigo en meandros, no sólo sintácticos.

Porque además de su magnífico prólogo -un texto de referencia ineludible desde su primera aparición en Valdemar, que publicó el ciclo en tres tomos entre 2001 y 2005-, además de sus notas esclarecedoras y de unos orientadores diccionarios de personajes y lugares, incorpora al final de cada tomo, como explica Mauro Armiño en la nota a esta edición, “un resumen detallado de la trama y la progresión de la «intriga», si puede llamarse así, para permitir localizar rápidamente cualquier pasaje, episodio, tema o escena de A la busca del tiempo perdido.”

“Longtemps, je me suis couché de bonne heure.” Con esa frase memorable comienza A la recherche du temps perdu, una de las cimas de la literatura universal.

 Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, apenas apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa, que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y, media hora después me despertaba la idea de que ya era hora de buscar el sueño: quería dejar el volumen que aún creía tener en las manos y soplar la luz; no había cesado de reflexionar sobre lo que acababa de leer mientras dormía, pero esas reflexiones habían tomado un giro algo particular: me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco Primero y Carlos Quinto. Esa creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar: no chocaba a mi razón, pero pesaba como escamas sobre mis ojos y les impedía darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Luego empezaba a volvérseme ininteligible, como después de la metempsicosis los pensamientos de una existencia anterior; el asunto del libro se desprendía de mí, y yo era libre de  centrarme o no en él; enseguida recuperaba la vista y quedaba atónito al encontrar en torno mío una oscuridad suave y sosegada para mis ojos, aunque quizá más todavía para mi mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, como verdaderamente oscuro. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes que, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, determinando las distancias, me describía la extensión del campo desierto donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que sigue va a quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos actos insólitos, a la reciente charla y a la despedida bajo la lámpara extraña que todavía lo siguen en el silencio de la noche, a la dulzura próxima del regreso.

En la traducción de Mauro Armiño, ese es el párrafo inicial de Por el camino de Swann. Su primera parte, Combray, toma su título de la transposición literaria de Illiers, un lugar a cuarenta kilómetros de Chartres, donde proyectó Proust sus recuerdos infantiles y donde se sitúa el recuerdo evocado en la experiencia epifánica de la magdalena mojada en la infusión de té que le ofrece su madre: la de la magdalena mojada en té que le ofrecía los domingos por la mañana su tía Léonie en su infancia en Combray.

Como en una obertura, en Combray está ya prefigurado, si no configurado, todo el monumental ciclo novelístico proustiano: la atmósfera y la mirada, la sintaxis compleja y el ritmo demorado, la memoria involuntaria  y la búsqueda, la voz baja y la mirada furtiva, el detalle y el sufrimiento, el placer y la angustia, el refinamiento y la melancolía, la experiencia y las revelaciones, la civilización refinada y la anécdota trivial, la ética y la estética, los “jardines en una taza de té”que fue el primer título pensado para el conjunto novelístico.

De ese lugar salen todos los caminos del libro, como explica el narrador: 

Todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y las ninfeas del Vivonne, y la buena gente del pueblo y sus pequeñas casitas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo eso que toma forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té.

De Combray arrancan también las claves temáticas del ciclo: la convivencia del pensamiento y el sentimiento, de la apariencia y la realidad, del amor y la soledad. Ya tienen en estas páginas una presencia potente el sueño y las relaciones sociales, la imaginación y el tiempo, la homosexualidad y la creación artística, la enfermedad y la muerte, elementos nucleares todos ellos de las siete novelas y columnas vertebrales del mundo complejo y prodigioso que creó Proust como uno de los monumentos literarios más memorables de la historia de la literatura.

El despertar sexual y los celos, la aristocracia de los Guermantes, las ilusiones perdidas y la decadencia irreversible de un mundo que muere, a través del esnob Swann, del barón de Charlus o de la dominante Odette se evocan -se reconstruyen- en un pasado en el que la memoria superpone ficción y realidad, igual que se superponen lo consciente y lo subconsciente, la imaginación y las sensaciones, la voz del narrador y la del autor y los tiempos distintos en los que viven.

Tras la infancia en los diversos ámbitos familiares, en A la sombra de las muchachas en flor irrumpe la adolescencia del descubrimiento del deseo amoroso, de la desorientación, el despertar de la sexualidad y el mundo del arte, la literatura y la creación artística. Y a medida que el lector avanza en su lectura y en la incursión en el universo proustiano, con el amor y el tiempo al fondo, el mundo se queda al otro lado de la habitación forrada de corcho en la que escribía Proust, con su insuperable capacidad estilística para crear atmósferas y monólogos interiores de lentísima elegancia que reflejan la languidez espiritual que inunda su estilo.

Porque la verdadera vida, la única vida vivida con intensidad es la literatura, la escritura que da sentido a la existencia, como concluirá Proust en la novela final, que cierra un círculo temporal para regresar al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado, “que se materializa -escribe Mauro Armiño- en el último párrafo de la novela, en El tiempo recobrado, cuando todo lo leído se convierte en recuerdo del pasado: en el «baile de las cabezas» el Narrador ha tenido la revelación del paso del tiempo a través de las caras de los invitados a esa matinée; y de esa revelación surge la novela, la voluntad de pintar el gran fresco que tiene por protagonista a la acción del tiempo sobre los personajes.”