16 enero 2023

La busca. Edición conmemorativa ilustrada


Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.

Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de modo agudo y grotesco, con impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de la vecindad, y minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cuál de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cuál de aquellas tres máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones? El autor no puede decirlo, y lo siente.

Así comienza La busca, una de las novelas imprescindibles de Pío Baroja, de la que Alianza Editorial acaba de publicar una magnífica edición ilustrada con imágenes de Bastian Kupfer para celebrar el 150 aniversario del nacimiento del autor. 

La busca es el título inaugural de una de las trilogías esenciales de Baroja, La lucha por la vida, cuyo título tomó prestado de una expresión de El origen de las especies de Darwin. Apareció inicialmente por entregas en el diario El Globo con un total de cincuenta y nueve capítulos, entre el 4 de marzo y el 29 de mayo de 1903. Era aquella una primera versión de las tres novelas, La busca, Mala hierba y Aurora roja, que aparecerían al año siguiente ampliadas en su forma definitiva en volúmenes independientes. 

“El convivir durante algunos años con obreros, panaderos, repartidores y gente pobre, el tener que acudir a veces a la taberna para llamar a un trabajador con frecuencia intoxicado, me impulsó a curiosear en los barrios bajos de Madrid, a pasear por las afueras y a escribir sobre la gente que está al margen de la sociedad”, escribía Baroja a propósito de La busca, de la que destacaba que “ha sido, de mis novelas, de las que más aceptación han tenido. No sé a punto fijo por qué.”

Abigarrada y barojiana para bien y para mal, La busca es, más que un testimonio documental de los bajos fondos madrileños de comienzos del siglo XX, una novela de formación. Porque en Baroja lo individual se impone siempre a lo colectivo, que no pasa de ser un telón de fondo de la médula narrativa de la novela, a diferencia de lo que ocurre con las obras de Galdós, en donde lo histórico y lo colectivo es lo sustancial y la peripecia individual de los personajes no parece más que una anecdótica viñeta animada de lo verdaderamente importante, que es la voluntad documental.

Eso sí, el proceso de formación de la personalidad del protagonista adolescente, Manuel Alcázar, desde su llegada a Madrid en 1888 hasta 1891, es inseparable de ese abigarramiento de personajes diversos y acontecimientos sucesivos que le dan a la novela el característico ritmo barojiano, asegurado además por la aceleración progresiva del tiempo interior de la narración y por la agilidad de la prosa de un Baroja que estaba llegando ya a su plenitud creativa con una admirable capacidad para la caracterización de los personajes y para las descripciones de lugares:

Se acercaron los dos a la verja. Era aquello un cónclave de mendigos, un conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo el patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los hombres; no se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia; narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas melancólicas; viejezuelas esqueléticas, de boca hundida y nariz de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba verrugosa, llena de pelos, y la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y extenuadas, desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes raídos, remendados, zurcidos, vueltos a remendar hasta no dejar una pulgada sin su remiendo. Los mantones, verdes, de color de aceituna, y el traje triste ciudadano, alternaban con los refajos de bayeta, amarillos y rojos, de las campesinas.

El sórdido ambiente de la pensión en la que trabaja su madre, los arrabales del barrio de las Injurias, los desmontes del Observatorio o los lavaderos del Manzanares son los espacios poblados por una variada fauna de personajes de muy distinta condición moral. Casi un centenar de personajes con los que se relaciona directa o indirectamente Manuel, que desempeña distintos empleos y sostenidos vagabundeos por los barrios bajos en busca de un proyecto de vida para sí mismo, en medio de un entorno en el que la mayoría “vivían como hundidos en las sombras de un sueño profundo, sin formarse idea clara de su vida, sin aspiraciones, ni planes, ni proyectos, ni nada” y en una “inercia moral, resignada y pasiva.”

Uno de esos trabajos lo ejerce Manuel en la zapatería de un primo de su madre, un negocio que Baroja describe irónicamente en estos párrafos:

En el piso bajo de la casa, en la parte que daba a la calle del Águila, había una cochera, una carpintería, una taberna y la zapatería del pariente de la Petra. Este establecimiento tenía sobre la puerta de entrada un rótulo que decía:
«A LA REGENERACIÓN DEL CALZADO»

El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional, y no le asombrará que esa idea, que comenzó por querer reformar y regenerar la Constitución y la raza española, concluyera en la muestra de una tienda de un rincón de los barrios bajos, en donde lo único que se hacía era reformar y regenerar el calzado.

Con otro de esos personajes, el providencial señor Custodio, el trapero, trabaja Manuel una temporada decisiva para cambiar de vida:

Atraía a Manuel, sin saber por qué, aquella negra hondonada con sus escombreras, sus casuchas tristes, su cómico y destartalado Tío Vivo, su caballete de columpio y su suelo, lleno de sorpresas, pues lo mismo brotaba de sus entrañas negruzcas el pucherete tosco y ordinario, que el elegante frasco de esencias de la dama; lo mismo el émbolo de una prosaica jeringa, que el papel satinado y perfumado de una carta de amor.
Aquella vida tosca y humilde, sustentada con los detritus del vivir refinado y vicioso; aquella existencia casi salvaje en el suburbio de una capital, entusiasmaba a Manuel. Le parecía que todo lo arrojado allí de la urbe, con desprecio, escombros y barreños rotos, tiestos viejos y peines sin púas, botones y latas de sardinas, todo lo desechado y menospreciado por la ciudad, se dignificaba y se purificaba al contacto de la tierra.
Manuel pensó que si con el tiempo llegaba a tener una casucha igual a la del señor Custodio, y su carro, y sus borricos, y sus gallinas, y su perro, y además una mujer que le quisiera, sería uno de los hombres casi felices de este mundo.

La influencia benéfica de personajes como este, como su madre o como Roberto Hasting con el ejemplo de su enérgica voluntad, frente a la degradación de otros como el tío Patas, el repulsivo y violento Bizco o el enloquecido, celoso y brutal Leandro, van modelando la frágil voluntad del protagonista, que acaba sobreponiéndose al entorno adverso de las viviendas miserables, los patios pestilentes y las corralas insalubres, del “comunismo del hambre” y “los matices de la miseria”, de las pandillas de muchachos maleantes y golfillos de los suburbios, de unos ambientes marginales en los que abundan los chulos y las prostitutas, los holgazanes y los delincuentes, las “vestales de arroyo”, los estafadores, los matones o los trogloditas que viven en cuevas en la montaña del Principe Pío.

Al final de la novela, Manuel, muy influido por la ejemplaridad del señor Custodio, ya ha tomado una decisión ética sobre su aún indefinido proyecto vital: 

Tardó mucho en aclarar el cielo; aún de noche se armaron puestos de café; los cocheros y los golfos se acercaron a tomar su vaso o su copa. Se apagaron los faroles de gas.
Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros… El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria.
Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad serena y tranquila de la mañana hizo pensar a Manuel largamente. Comprendía que eran las de los noctámbulos y las de los trabajadores vidas paralelas que no llegaban ni un momento a encontrarse. Para los unos, el placer, el vicio, y la noche; para los otros, el trabajo, la fatiga, el sol. Y pensaba también que él debía de ser de éstos, de los que trabajan al sol, no de los que buscan el placer en la sombra.