19 agosto 2025

Diccionario Pla de literatura

 


18 agosto 2025

Jugadores de billar

 


17 agosto 2025

Entre Platón y Elvis, pasando por Adorno



Platón había comprendido que las preferencias y los estilos musicales guardan una estrecha relación con la moral política y social de una comunidad. Lo que no está tan claro es que entendiera bien la interacción dinámica entre causa y efecto. Los cambios en gustos y estilos musicales —o poéticos— pueden provocar cambios en la sociedad. Pero también puede ocurrir lo contrario: la evolución social, política y moral de una sociedad puede facilitar cambios de los géneros y gustos musicales dominantes. ¿Fue la canción protesta de los años sesenta lo que despertó la conciencia política de una nueva generación, o surgió dicho tipo de música como consecuencia de las inquietudes políticas de los baby boomers? ¿Fue Elvis quien sacudió la estricta moral y costumbres sexuales de los años cincuenta con sus provocadores movimientos de cadera, o fue la progresiva relajación moral lo que creó la atmósfera necesaria para que el rey del rocanrol soltara la pelvis?

Entre Platón y Elvis hay más de dos mil años, pero algunas cosas no cambian nunca. La convicción de que determinados géneros musicales son nocivos y deben prohibirse es algo de todos los tiempos. El alegato de Platón en favor de la censura musical y su fuerte condena de ciertos géneros musicales indecentes y socialmente indeseables recuerda a las hostiles reacciones que provocó la eclosión de la música pop en los años cincuenta y principios de los sesenta. Muchos consideraban aquellos sonidos un instrumento del diablo, y había incluso quien afirmaba —según una conocida leyenda— que reproduciendo a la inversa los discos de Elvis, los Beatles o los Rolling Stones se oía la voz del mismísimo Satanás.

Desde el ámbito de la filosofía también llegaron reacciones virulentas a la evolución de la música popular en el siglo XX, y nadie lo hizo con mayor menosprecio hacia las preferencias musicales de los demás que Theodor Adorno. Adorno fue uno de los filósofos más destacados de la escuela de  Fráncfort —un grupo de intelectuales de izquierdas conocido por su demoledor juicio de la sociedad capitalista— y escribió miles de páginas sobre el fenómeno de la música. En sus ensayos atacó duramente el kitsch que percibía en la tradición musical moderna de los Estados Unidos, desde el Great American Songbook hasta el jazz.

Según Adorno, las nuevas corrientes musicales eran la prueba de la decadencia cultural del hombre moderno como consecuencia de la sociedad capitalista.

La música popular, según Adorno, forma parte de la industria cultural que mantiene en pie el capitalismo. El pop es un instrumento para embrutecer y someter a las masas que convierte al individuo en un «oyente regresivo reafirmado continuamente en su estupidez neurótica». El hombre moderno consume una y otra vez las mismas melodías, igual que un niño caprichoso que siempre quiere comer lo mismo. En vez de cultivar el pensamiento crítico, la música estimula la irreflexión. Y Adorno era también de los que consideraban la música —al menos la música popular— una herramienta del diablo; del capitalismo diabólico que él tanto denostaba.”

Alicja Gescinska.
La música como hogar.
Traducción de Gonzalo Fernández Gómez.
Siruela. Madrid, 2020.


16 agosto 2025

Kafka. Diarios

 


15 agosto 2025

Josep Pla. Una nota del crepúsculo



Es siempre más accesible y fácil escribir cosas confusas y enrevesadas que escribir una lengua inteligible y normal. Si la confusión proviene del tema complicado, hay que asegurarse siempre de si el tema existe realmente o es una simple ilusión del espíritu, una simple pompa de jabón. O sea, nada. Si el problema está en el estilo, la cosa es más intencionada y maliciosa. Este va para genio. Quizá lo sea. De momento, no es más que un pedante. Hace sesenta años, Carles Rahola me dijo en Gerona: «Yo prefiero un país de analfabetos que un país de pedantes.» Esta frase me ha quedado.

Josep Pla. 
Notas del crepúsculo.
Traducción de Xavier Pericay.
En Notas y dietarios.
Destino. Barcelona, 2016.



14 agosto 2025

Eckermann. Conversaciones con Goethe

 


13 agosto 2025

Historia de un deicidio

 


12 agosto 2025

Los viajes de Marco Polo

 


11 agosto 2025

Gelato con gelignita

 


Ahora Beethoven escribe solo para sí mismo, sin importarle lo que los demás piensen de su música. Han transcurrido doce años desde su último cuarteto de cuerda, el undécimo, que se suponía que era el serio. El Cuarteto n.º 12 proclama, con un pesado acorde unísono, una impenetrabilidad introspectiva.
El cuarteto está en Mi bemol mayor, ostensiblemente su tonalidad feliz. Tiene cuatro movimientos y dura cuarenta minutos. Pero desde el principio da la sensación de ser inestable. Un tema lírico se ve interrumpido por un nervioso parloteo en las cuerdas graves. Beethoven intercala dos veces un motivo repetido y sin ninguna razón temática evidente. Existe la tentación de tocar con dureza al borde de la nota; la atonalidad no está lejos y la belleza debería ser lo último en la mente del intérprete. El segundo movimiento es lento, construido sobre seis variaciones de creciente insondabilidad. El tercero se arranca a sí mismo como una costra. En el finale, Beethoven introduce una breve recompensa, un tema que reconocemos de la Novena Sinfonía. ¿Es esto alegría? ¿Adónde se dirige? ¿Lo sabe?

Norman Lebrecht.
¿Por qué Beethoven?
Traducción de Barbara Zitman Roos.
Alianza Música. Madrid, 2024.


10 agosto 2025

Defensa de los pelmazos

 


No dejemos que nadie se adule a sí mismo creyendo que abandona la vida familiar en pos del arte o el conocimiento; la abandona porque huye del desconcertante conocimiento de la humanidad y del imposible arte de la vida. Puede que tenga razón; pero no digamos que se rindió porque la señora Brown era antipática, o porque el tío Jonás era un pelmazo, o porque la tía María no le comprendía. Es mejor decir que, aunque podamos disculparle, no logró captar la exquisita fragancia del carácter de la señora Brown; que, aunque podamos disculparle, no detectó los oscuros pero delicados matices del alma del tío Jonás; y que, aunque podamos disculparle, no comprendió a la tía María. El pecado es aburrirse, no ser un pelmazo. Si se tienen en cuenta las debilidades de la humanidad, es posible comprender las revoluciones, las emancipaciones y la rotura de las cadenas. Pero el hombre fuerte, el ideal, se interesa por cualquier círculo en el que le haga caer el curso de la vida. El héroe es una persona hogareña; el superhombre se sienta a los pies de su abuela.


G. K. Chesterton.
‘Defensa de los pelmazos’.
En Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos)
Traducción de Miguel Temprano García.
Acantilado. Barcelona, 2005.


09 agosto 2025

La poesía según Borges



Creo que la poesía es algo tan íntimo, algo tan esencial que no puede ser definido sin diluirse. Sería como tratar de definir el color amarillo, el amor, la caída de las hojas en el otoño… Yo no sé cómo podemos definir las cosas esenciales. Se me ocurre que la única definición posible sería la de Platón, precisamente porque no es una definición, sino porque es un hecho poético. Cuando él habla de la poesía dice: «Esa cosa liviana, alada y sagrada». Eso, creo, puede definir, en cierta forma, a la poesía, ya que no la define de un modo rígido, sino  que ofrece a la imaginación esa imagen de un ángel o de un pájaro.

Yo sigo pensando que la poesía es el hecho estético: es decir, que la poesía no es un poema. Porque qué es un poema: es tal vez solo una serie de símbolos. La poesía, yo creo, es el hecho poético que se produjo cuando el poeta lo escribió, cuando el lector lo lee, y siempre se produce de un modo ligeramente distinto. Cuando eso sucede, a mí me parece que lo percibimos. La poesía es un hecho mágico, misterioso, inexplicable, aunque no incomprensible. Si no se siente el hecho poético cuando se la lee, quiere decir que el poeta ha fracasado.

Roberto Alifano.
Conversaciones con Borges.
Debate. Madrid, 1986

08 agosto 2025

Vidas de Pitágoras

 


07 agosto 2025

Madera de deriva, de Ángel Olgoso

 


Cinco años después de dar por cerrada con Devoraluces su fecunda etapa de casi cuarenta y cinco años como narrador de ficciones, con setecientos relatos que están siendo recopilados en seis volúmenes temáticos, Ángel Olgoso reúne en Madera de deriva, que publica Libros del Innombrable, treinta y cinco textos que en su riqueza miscelánea y en su diversidad se resisten a cualquier intento valor de clasificación, por otro lado inútil cuando estamos, como en este caso, ante la alta literatura:

Llegado el caso, concebir un pensamiento cuya simple formulación pudiera hacer añicos el universo, como esa idea gnóstica de que el mundo fue echado a suertes entre los ángeles. O que en realidad es nuestra sombra la que nos proyecta a nosotros: imaginarnos títeres bullidores de la propia sombra, marionetas sin voluntad, al albur de esas cenefas oscuras a ras de tierra, de esos filetes de fieltro, de esos ribetes perpendiculares, de esas siluetas galoneadas, de esas misteriosas veladuras, de esas huellas delebles, de esos papeles vitela, de esos diosecillos recoletos, arrastrándonos con ellos por las esquinas del mundo, sincronizados, bien batidos de acá para allá, como las bordadas de un barco, como torres de peaje en medio de un río, como árboles ahorquillados, huyendo del peligro de los soles de agosto, dando realce acordadamente a nuestra sombra como un traje de lanilla ligera, creyéndonos aún en el congreso de los vivos, echando las cuentas de la lechera de lo que pudimos hacer por nosotros mismos, añorando los vasos de la sangre y el libre albedrío, espolvoreado sobre el cuero de nuestra piel el polvo de caminos no elegidos, llevando en el mirar -heridos de ala- una levadura de melancolía.

Con ese texto, “Dóciles huestes”, se cierra un volumen agenérico, lo que los clásicos hubieran llamado un jardín de flores curiosas o una silva de varia lección. Una colección caleidoscópica de textos que tiene algo de enciclopedia deslumbrante recorrida por el amazónico estallido de la vegetación imaginativa y por la constante celebración de la palabra.

Textos que mantienen una evidente relación con el resto de la obra de Ángel Olgoso: la excelencia de la prosa, la persistencia del impulso lírico y del pulso narrativo, la presencia de lo mágico, lo misterioso y lo fantástico, tan presentes en los magníficos “Asterismos de la constelación de la Osa Mayor”. Este es uno de ellos:

ALIOTH
La cantiga 103 de Alfonso el Sabio cuenta la historia de un monje que ruega a Nuestra Señora para que le permita probar, en vida, las delicias del paraíso. Una tarde paseando por el jardín del monasterio, ve una fuente de agua cristalina y oye el canto de un pajarillo que le deleita. Al retornar al monasterio, creyendo que era la hora de la cena, se encuentra todo cambiado; le dicen que han transcurrido trescientos años desde su paseo.

Textos fronterizos que transitan desde el ensayo narrativo heredero de Borges (‘Hápax’) a la especulación histórica de “Tulpas”, desde la crónica viajera y sentimental de “Chile en el corazón” a los epitafios de “Enterradme en una nube” y a las entradas de diccionario de “Glosario”, desde los microrrelatos de “Gaveta de miniaturas” al homenaje a dos de sus referentes literarios: Ribeyro (“Los cigarrillos mentolados de Julio Ramón Ribeyro”) y Adolfo Bioy Casares (“Los secundarios”).

A ese carácter caleidoscópico de Madera de deriva se refiere Óscar Esquivias cuando escribe en el “Prologuillo hecho con astillas” que abre la edición: “Ángel Olgoso ha escrito un libro al estilo de los que tanto le gusta leer: variopinto, raro, sabio, misterioso, lleno de fervor por la literatura, en el que relata historias reales que parecen fábulas y cuentecillos con aspecto de noticias o crónicas. El lector puede recorrer las páginas de Madera de deriva como quien visita una ciudad medieval, se deja llevar por la intuición y camina al azar, escogiendo los callejones más bellos y pintorescos. No es tanto un libro como un zoco oriental, el bosque frondoso de una leyenda romántica, un laberinto de palabras donde es un placer perderse.”

Los espléndidos textos híbridos de Madera de deriva culminan un proceso continuo y creciente de escritura en libertad que indaga, más allá de la ficción de su etapa anterior, en lo autobiográfico y en lo confesional, en la mirada al espejo que dibuja el rostro del que escribe y refleja el entorno personal y literario del autor, como el intenso “Los fuegos fatuos”, un párrafo compacto al que pertenecen estas líneas:

Me conozco pero no me conozco. A hurtadillas, veo mi lado Tonio Kröger, alguien pudoroso en exceso рего temerario en ocasiones, lacónico pero parlanchín cuando consigue confianza, no meditativo pero residente en las nubes, domesticado hasta la médula pero insobornable, noble pero puntualmente mezquino, desprendido pero rencoroso como el asno del papa que guardaba su coz durante ocho años, instintivo pero calculador, entusiasta pero desesperado, perezoso pero infatigable trabajador, amable con todos pero fiel con ninguno, y escindido entre su cuerpo real y las páginas de escribiente que ha ido segregando, meros reflejos de ilusiones; como uno de esos seres idealistas -pienso en Jules Laforgue- que pasan por la vida soñando despiertos sin apenas hacer ruido, más por circunstancias inherentes a su propia naturaleza que por deseo íntimo, ajenos a las estridencias de la sociedad o al hervor del guiso literario, y buscando sin premura las felicidades pequeñas. Me conozco рего по me conozco. Vida en la sombra. Más aún, el sueño de una sombra. Extraña disgregación. Identidad, estados, humores, sentimientos desleídos, neutralizados en una especie de disolvente. La apariencia como una fosforescencia, como una huella de caracol. Sólo sé algunas cosas. Que probablemente nunca seré de los que dicen «no, que me conozco». Que todos somos iguales en el hecho de ser únicos. Que el mundo está lleno de colmillos. Que de Granada me gusta la jaula, no el pájaro: Que lo que deseo no suele realizarse jamás, mientras lo que temo se cumple siempre. Que cualquier detalle de afecto me conmueve, por la falta de costumbre. Que, sin embargo, un individualismo feroz me lleva a no desear depender de nadie. Que prefiero viajar por valles amables y no por riscos y montañas, al contrario de como definía Blake su destino. Que estoy desarmado ante el lado externo y utilitario de la realidad, inepto para la menor gestión práctica. Que si no tuviera familia, o si no hubiese atravesado la zarza ardiente del amor, acabaría mis días dedicado al silencio: un monje jerónimo en el monasterio segoviano de Santa María del Parral. Que carezco del énfasis y la convicción de un Szukalski y su arte barbárico («Meto a Rodin en un bolsillo y a Miguel Ángel en el otro, y camino hacia el sol»). Que un escritor corre peligro de malograrse si -por su infortunio, su timidez, su entorpecimiento, su desinterés, su disidencia o su soledad radical- pasa desapercibido. Que profeso la pasión por el atajo; es decir, por la brevedad. Y una culpable afición a sabotearme a mí mismo, sin la infinita capacidad de Kafka para ello. Que añoro sobre todo ese contento puro de los niños cuando nieva. Que me horroriza lo primario a la vez que me tienta. Que este hijo de un tendero -como también lo fue Hitchcock- abomina del suspense en la existencia, ese doloroso desconocer si a otro instante seguirá una dicha o una catástrofe. Que, contradictorio, sin ninguna pretensión, en cambio no me resisto de manera absoluta al impulso de dejar alguna huella. 

06 agosto 2025

Idea Vilariño. Poesía completa

 


05 agosto 2025

Peter Kingsley. Realidad