23 abril 2024

Bomarzo, edición conmemorativa


 
Cuando se cumplen cuarenta años de la muerte de Manuel Mujica Lainez (1910-1984), Seix Barral publica una edición conmemorativa de Bomarzo, la prodigiosa novela que apareció en 1962 y que es seguramente su obra maestra.

Como “novela monstruo”, inspirada en la “maravilla del horror” del bosque sagrado de Bomarzo, la define en el prólogo que abre esta edición Mariana Enriquez, que evoca en él la visita que hizo en los años noventa al Parque de los Monstruos que mandó construir en 1552, cerca de Viterbo, unos 90 kilómetros al norte de Roma, el duque Pier Francesco Orsini, el inquietante y atormentado narrador-protagonista de la novela.

Otra visita a ese extraño lugar, la que hizo el 13 de julio de 1958 Mujica Lainez con el pintor Miguel Ocampo y el poeta Guillermo Whitelow, a quienes dedica la novela, fue el desencadenante del proceso de documentación y composición de Bomarzo, que escribió entre junio de 1959 y octubre de 1961.

Planteada narrativamente como las memorias del duque contrahecho y ambientada en una convulsa Italia renacentista reconstruida brillantemente como un fresco histórico (con Carlos V y Cervantes, Benvenutto Cellini y Lepanto, Tiziano y Miguel Ángel, Paracelso o Cosme de Médicis) por la prosa sólida, barroca y envolvente de Mujica Lainez, Bomarzo es seguramente, junto con la admirable Zama de Antonio di Benedetto, una de las mejores novelas históricas que se hayan escrito nunca en el ámbito de la lengua española. Escrita con una ambición literaria y una potencia estilística que la distinguen de otros subproductos comerciales del género histórico, obtuvo en 1962 el Premio Nacional de las Letras en Argentina y poco después el Premio Kennedy compartido con Rayuela

Narrada desde la perspectiva póstuma y contemporánea, de su protagonista deforme y cruel, la memoria del duque se proyecta desde una eternidad que lo sitúa por encima del tiempo, lo que le permite hablar de Shakespeare y de Toulouse-Lautrec, de Mussolini y del comunismo, de la Via della conciliazione y de Freud, de Gerard de Nerval o de los braghettoni florentinos que en 1910 cubrieron la desnudez del David de Miguel Ángel con una hoja de parra.

Es la inmortalidad profetizada en su nacimiento por el horóscopo de Sandro Benedetto, Bomarzo tiene como centro las esculturas extravagantes de su bosque sagrado, de un bosque monstruoso diseñado a imagen y semejanza del duque. Esculturas en las que la deformidad y la monstruosidad parecen ser una proyección artística de las propias deformidades físicas, de la monstruosidad ética del duque de Orsini y de sus pesadillas.

Y posiblemente ese conjunto escultórico es también más que eso: una autobiografía narrada simbólicamente en la piedra de las esculturas, que -más allá de su hermético significado y sus raíces oníricas- representan episodios significativos de la vida del Duque, que concibe y proyecta con ese propósito “el bosque de las alegorías, de los monstruos. Cada piedra encerraría un símbolo y, juntas, escalonadas en las elevaciones donde las habían arrojado y afirmado milenarios cataclismos, formarían del inmenso monumento arcano de Pier Francesco Orsini. Nadie, ningún pontífice, ningún emperador, tendría un monumento semejante. Mi pobre existencia se redimiría así, y yo la redimiría a ella, mudado en un ejemplo de gloria (…) El amor, el arte, la guerra, la amistad, las esperanzas y desesperanzas… todo brotaría de esas rocas en las que mis antecesores, por siglos y siglos, no habían visto más que desórdenes de la naturaleza. Rodeado por ellas, no podría morir, no moriría. Habría escrito un libro de piedra y yo sería la materia de ese libro impar.”

Una inmortalidad que procede también de su representación pictórica, retratado por Lorenzo Lotto como el Joven gentilhombre en su estudio, un cuadro de 1527: “mi maravilloso retrato por Lorenzo Lotto, el de la Academia de Venecia, una de las efigies más extraordinarias que se conocen, en la cual no figuran para nada ni mi espalda ni mis piernas, y en la que los pinceles de Magister Laurentius, cuando yo contaba veinte años, prestaron relieve a lo mejor que he tenido —ya que menciono lo malo, mencionaré lo bueno también—, mi cara pálida y fina, de agudo modelado en las aristas de los pómulos, mis grandes ojos oscuros y su expresión melancólica, mis delgadas, trémulas, sensibles manos de admirable dibujo, todo lo que hace que un crítico (que no imagina que ese personaje es el duque de Bomarzo, como no lo sospecha nadie y yo publico por primera vez) se refería a mí, sagazmente, adivinándome con una penetración psicológica asombrosa, y designándome Desesperado del Amor. Así me veo yo, cuando dirijo mis miradas a la reproducción de ese retrato que cuelga entre los libros, en mi escritorio -el original está lejos ¡ay! y ya no me pertenecerá nunca, y ningún estudioso creerá mi palabra de que ése soy yo, Pier Francesco Orsini.”

Orsini, un personaje cuya vida está marcada por la ambigüedad, por la coexistencia de la virtud y el vicio, de la belleza y el horror, del orden clásico y el caos grotesco, como conviven la rosa y la sierpe que figuran en el escudo familiar.

En los párrafos finales de la novela, la voz del narrador, Vicino Orsini, deja paso a la del autor, Mujica Lainez, confundido en ese momento con la figura del protagonista:

Yo he gozado del inescrutable privilegio, siglos más tarde -y con ello se cumplió, sutilmente, la promesa de Sandro Benedetto, porque quien recuerda no ha muerto-, de recuperar la vida distante de Vicino Orsini, en mi memoria, cuando fui hace poco, hace tres años, a Bomarzo, con un poeta y un pintor, y el deslumbramiento me devolvió en tropel las imágenes y las emociones perdidas. En una ciudad vasta y sonora, situada en el opuesto hemisferio, en una ciudad que no podría ser más diferente al villorrio de Bomarzo, tanto que se diría que pertenece a otro planeta, rescaté mi historia, a medida que devanaba la áspera madeja viejísima y reivindicaba, día a día y detalle a detalle, mi vida pasada, la vida que continuaba viva en mí. Así se realizó lo que me auguró en Venecia, por intermedio de Pier Luigi Farnese, una monja visionaria de Murano, a quien debo esta profecía que ninguno de nosotros entendió a la sazón y que atribuimos a su mística locura: Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo…

Entre la historia y la leyenda, entre la documentación y la imaginación, Mujica levanta aquí, no con piedras sino con palabras, otro monumental bosque sagrado, su propio Bomarzo, una obra mayor de la literatura en español. 

Este es su inolvidable final:

El duque murió; el duque Pier Francesco Orsini que luego se miraría a sí mismo, asombrado, murió de veneno, sin originalidad, como cualquier príncipe del Renacimiento, en el instante preciso en que creía que tornaba a ser totalmente un ascético príncipe medieval, émulo de los santos insignes de su familia.
[…]
Un frío más intenso empezó a invadirme las piernas y la cintura y a helarme el corazón, y lo único que distinguía, pues casi no podía moverme, eran mis manos, los largos dedos del retrato de Lorenzo Lotto. Me estiré, gimiendo. Quería besar el rosario de Don Juan, el rosario bendito por San Pío V, que colgaba de mi yerta muñeca, y mis labios quedaron inmóviles a mitad de camino, entre la sarta de cuentas negras y el anillo de Benvenuto Cellini, el de acero puro, lo último, en mi meñique crispado, que mis ojos vieron, antes de que la noche implacable los cegara y me arrastrase, pobre monstruo de Bomarzo, pobre monstruo pequeño, ansioso de amor y de gloria, pobre hombre triste, hacia el bosque de los verdaderos monstruos y de la postrera, invencible, apaciguadora luz.

 

22 abril 2024

El torbellino Kant

 

¡Pájaro! ¡Tambor!

Ese es el llamativo título del prólogo de El torbellino Kant, de Norbert Bilbeny, catedrático emérito de Filosofía Moral de la Universidad de Barcelona. Estos párrafos explican el título del prólogo, que evoca los últimos meses de vida del ya casi octogenario filósofo de Königsberg, de cuyo nacimiento en 1724 se cumplen trescientos años hoy, 22 de abril:

He aquí un anciano de pequeña estatura, en su casa y encogido en un sillón. Desde la que fue una sala habilitada para dar clases, en la planta primera, el hombre mira a través de la ventana el paso de la gente y de los carruajes. Algunas personas le saludan desde fuera, alzando su sombrero y sonriéndole. 
Pero el viejo apenas lo percibe, porque padece demencia, probablemente la enfermedad de los cuerpos de Lewy. Está enfundado en un batín amarillo claro estampado con grandes flores grises. Cubre su cabeza calva un pañuelo de seda enroscado a modo de turbante. A ratos cierra sus pequeños ojos azules y dormita, cabizbajo, con el mentón sobre su pecho y unas finas lentes cabalgando en la punta de la nariz. 
Es un mediodía de finales del mes de abril de 1803. El mismo personaje se ha sentado ante una ventana por la que entra el sol y un suave aire de primavera. La estancia pertenece al segundo piso de la misma casa. El edificio tiene ventanas en ambas fachadas y un alto tejado con dos chimeneas. Se encuentra en el número 86 de la calle Prinzessinstrasse, en la ciudad báltica de Königsberg, en Prusia Oriental, distinguida por ser un importante puerto comercial. Muy cerca, detrás de la casa, se halla el viejo castillo real y la parte más antigua de la población. El anciano abre de repente los ojos y mira con atención un gran pino plantado en el jardín que tiene ante él y que pertenece al mencionado castillo. Baja la vista y anota, casi ilegible, en uno de los trozos de papel que llenan su bolsillo: «Hoy es un día triste. No ha venido mi pajarito». Está de este humor porque la última vez que vio a un herrerillo común saltando entre las ramas con su divertida cresta fue durante el invierno anterior. Le agradaba contemplarlo y así se lo indicaba a quien estuviera a su lado.
Hace unos años que al pequeño hombre le atiende un entregado cuidador. Este, al ver que su enfermo ha vuelto a dormirse, le quita con delicadeza las gafas y las deposita en una mesa baja, sobre la que descansan unos cuantos libros que el morador de la casa ya no lee, pero que se empeña en hacer ver que lee. De pronto, y desde la parte de la vivienda que da a la calle, se oye venir la banda de música del rey tocando, como de costumbre, al compás de una marcha militar. El cuidador se apresura a cerrar la ventana del salón comedor para que el anciano no se despierte. Pero este, avanzando a duras penas hacia ese lado de la casa, se lo impide con un firme gesto del brazo, mientras que con la mano le indica que abra más aún la ventana. En un momento dado, cuando la banda de tambores y flautas, trompetas y trombones ya desfila ante la ventana, el hombrecillo vuelve su rostro hacia el empleado y con una pícara sonrisa, acentuada por la falta de dientes, hace el gesto de estar también él tocando el tambor. Nunca fue aficionado a la música, pero esta le ha levantado hoy el ánimo, después de la nostalgia por el citado pájaro.
Estas dos cosas, pájaro y tambor, son como dos símbolos que resumen la vida de esta persona. Su nombre es Immanuel Kant. Ayer, el más grande filósofo de su tiempo y el más célebre ciudadano de Königsberg. Hoy, el viejo y cansado habitante de una mansión vacía de los pasos y las voces de aquellas antiguas visitas de amigos y estudiantes. «Pájaro», pues, porque su filosofía sobre la naturaleza y el conocimiento humanos es sutil y precisa como el vuelo de un pájaro. Y «tambor» porque su filosofía de la moral y la cultura tiene la fuerza y claridad de un redoble de tambor.

Publicado por Ariel en una cuidadisima edición y subtitulado Vida, ideas y entorno del mayor filósofo de la razón, El torbellino Kant es una espléndida aproximación a la biografía y una lúcida introducción a las claves filosóficas de quien inauguró la modernidad con su Crítica de la razón pura, así como a las circunstancias sociopolíticas y culturales en las que construyó su pensamiento.

“Es difícil escribir la biografía de un filósofo. ¿Hay que separar obra y vida? Creo que sí, pero hasta cierto punto. No hay una filosofía Kant sin un hombre, un carácter y una circunstancia Kant”, afirma Bilbeny. Y con ese criterio, cada uno de los diecinueve capítulos del libro se abre con varios párrafos en cursiva que reconstruyen con brillantez escenas intrahistóricas evocadoras de la vida diaria y doméstica del sabio genial y que abordan las difíciles circunstancias familiares, la formación intelectual y la forja del carácter de aquel hombre tranquilo e irreverente que se alejó del pietismo y de la religión, convencido de la primacía de la razón sobre la fe, porque “la crítica de Kant a la religión -escribe Bilbeny- no es vulgar ni apasionada, pero resulta demoledora”, por ejemplo cuando afirma que “la fe descansa en la razón: no al revés. Cuando una filosofía se identifica con el credo de una Iglesia o esta la hace suya, deja de ser filosofía para pasar a ser otra cosa.”

El lector se acerca en estas páginas a la simpatía republicana por la Revolución Francesa de quien se sintió ciudadano del mundo, a las bases conceptuales que cimentan la sólida construcción de su sistema de pensamiento y a sus repetidos fracasos durante quince años a la hora de optar a una plaza de catedrático, desde 1755 hasta el 31 de marzo de 1770 en que accede a la cátedra de Lógica y Metafísica de la Universidad de Königsberg. 

El 21 de agosto de ese año decisivo presenta Kant su Disertación inaugural sobre la distinción entre el conocimiento sensible y el inteligible que sentará las bases del torbellino de la Crítica de la razón pura, “el plano ejecutivo final, listo para levantar el sistema de la «filosofía trascendental» kantiana.”

Pero hasta entonces, hasta la aparición en 1781 de la Crítica de la razón pura, lo que hay es una década de silencio sin publicaciones de artículos ni libros. Una década de trabajo intelectual callado y de existencia rutinaria mientras perfila definitivamente lo que era su proyecto filosófico, lo que él mismo denominó su “sistema de la crítica”:

Kant sigue dando su paseo diario, cena con los amigos, empieza su correspondencia con Marcus Herz y tiene sus pequeñas trifulcas con el criado Lampe. Pero lo que le mantiene en público silencio es la concentración en su escritorio sobre centenares de hojas que se van sucediendo con notas y esquemas pasados a limpio, tachados después y vuelta a empezar, todo por las mil cavilaciones que tiene su autor en torno a cómo va a poder seguir siendo posible la metafísica, la fuente y el tronco central de la filosofía, cuando la teología que la ha venido sosteniendo durante siglos retrocede en Europa y lo que avanza es la ciencia de la naturaleza. Porque a pesar de estos cambios, que Kant admite, la metafísica puede y debe seguir existiendo. Metafísica es para Kant la filosofía de los primeros principios del conocimiento y del obrar moral humanos. ¿Cómo prescindir de ellos y sustituirlos solo con datos positivos, que no fundan nada, o peor, sustituirlos por fantasiosas creencias con el falso nombre de filosóficas?

Y tras ese “Everest de la historia del pensamiento”, que cambiará para siempre la filosofía occidental con su mirada al mundo, al conocimiento y la experiencia, a la libertad o al sentido de la vida desde el idealismo transcendental, el terremoto ético de la moral sin condiciones de la Crítica de la razón práctica en 1788, con la propuesta de una ética dictada por las relaciones entre personas, por la conciencia moral y la responsabilidad. Y por eso "la ética kantiana es una ética del deber, no de la virtud", como se reflejaba ya en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, "el mejor espejo de su autor", que concluye en la Crítica de la razón práctica: "Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí."

Esa ética vertebra también el pensamiento político anti-maquiavélico de Kant, basado en el imperativo moral de la razón, expuesto en Sobre la paz perpetua (1795) y en la Metafísica de las costumbres (1797) y anclado en un concepto universal del derecho. 

En la tercera de sus críticas, la Crítica del juicio (1790), proyectada en principio como Fundamentación de la crítica del gusto, Kant distingue el juicio teleológico -de carácter general y objetivo- y el juicio estético -de carácter particular y subjetivo. Esas reflexiones las había anticipado en germen en el artículo “¿Qué es la Ilustración?”, de 1784, donde a partir de su lema ‘Sapere aude’ (Atrévete a saber), tomado de una epístola de Horacio, escribe: "¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración.”

En ambos textos vincula indisolublemente pensamiento y libertad, igual que estableció la relación entre lo bello y lo bueno, entre ética y estética. Una relación que fue determinante en la configuración del pensamiento de Goethe, que reconoció su deuda con Kant por su distinción entre sujeto y objeto, entre sentimiento y razón, entre lo subjetivo y lo objetivo en un momento histórico y cultural de importancia crucial, la transición de la razón ilustrada al sentimiento romántico:
 
Kant -señala Bilbeny- pertenece al atardecer de la Ilustración, como su contemporáneo Mozart, o el mismo Goya. Los tres están entre la madurez del clasicismo y el alba del romanticismo. Han aparecido entre dos corrientes, pero en realidad ello no les ha perjudicado. Les ha permitido subrayar su individualidad.

En sus tres críticas, Kant perfila una visión del hombre que se complementaría en su última obra, la Antropología en sentido pragmático (1798), uno de sus textos más fáciles, elaborado a partir de las lecciones públicas que impartió en los semestres invernales desde 1772.

En el último capítulo del libro, al resumir el “Legado de un caballero de la razón”, Bilbeny afirma que “el pensamiento de Kant sigue siendo una contribución impagable al conocimiento y a la libertad en un tiempo en que continúan la ignorancia y la barbarie.”

Y a propósito de esta fecha, recuerda que “en los últimos años, cada 22 de abril Kant invitaba a cenar a sus amigos con motivo de su aniversario. La última vez fue en 1803, con su salud ya severamente dañada. Por ello sus viejos compañeros de mesa decidieron mantener el encuentro al año siguiente de la muerte del añorado anfitrión. Convocaron pues en 1805 un «Banquete conmemorativo» en la misma casa de Kant, que muy pronto había pasado a ser propiedad de un hostelero. [...] Pero ya en este primer ágape de homenaje decidieron constituirse en la Sociedad de Amigos de Kant [Gesellschaft der Freunde Kants].»

Lo indicaba al principio: un día como hoy, hace trescientos años, nacía quien habría de ser uno de los pensadores más decisivos de la historia occidental. Porque “el torbellino Kant -concluye Bilbeny- es de efecto centrípeto y a la vez centrífugo. Aspira y asimila primero el pensamiento anterior, sobre todo el que discurre de Descartes a Hume, para después expandir los resultados del análisis y radical revisión de ese conglomerado con el aporte de su propio pensamiento.”




21 abril 2024

Guardia nocturna, de Rafael Morales Barba

 


Guardia nocturna se asoma a un mundo propio y al suburbio personal (y social). Un centinela demasiado atento al yo precario que encuentra cómplices en los márgenes y que se destila con dolor. Pequeñas solidaridades, asombros, intimidades y vaciamientos, desolaciones desnutridas y guiños a los desprotegidos. A los del yo y a los de al lado, el otro. Mi intenso compromiso social y humano a veces se mira y otras mira hacia afuera, vive la ausencia de su desánimo o pusilanimidad, de su adentramiento obsesivo, en voz baja. Lo cierto es que suele revolverse hacia su yo en su impotencia por explayarse, y ha preferido la acción personal con discreción. No por ello deja de aparecer en verso, y aparece de pronto aquí y allá, sin expresionismo ni alaradas.”

Mis limitaciones léxicas me impiden saber qué significan esas “alaradas” que no encuentro en ningún diccionario, pero creo entender lo que quiere decir Rafael Morales Barba en el prólogo con el que abre  su Guardia nocturna, que publica Bartleby Editores.

Se reúnen bajo ese título las que el propio autor llama sus “escaramuzas poéticas” anteriores: Canciones de deriva y Climas, dos libros a los que se añade el reciente Aquitania, que toma su título del poema inicial, subtitulado ‘Luna de marzo’:

Has tornado a las aguas 
sin por qué, luna 
en la ría, besado mis labios 
hervidos sobre el agua del rape 
en su lecho de arena. 

Opiácea luz narcótica, tan clara 
cae por el todo tan breve 
y este aire 
caliente, 
navegando, 
barchetta.

Tibios arpegios oirán celestiales los muertos 
sumergidos, no voces desteñidas 
como estas, ¡cómo insisten 
tocando en la puerta de aire 
desde abajo, 
luna amarilla… 

esperando mareas.

Más conocido por su ejercicio crítico que por su vocación poética tardía, Morales Barba cultiva una escritura del despojamiento expresivo desde un difícil equilibrio entre lo elusivo y lo alusivo, desde un ejercicio de depuración de la mirada y de síntesis de la palabra.

Este ‘Septiembre’ es una muestra de su expresión recortada y sugerente:

Por el lazo de sombras 
bajo la catalpa y el sendero tenue 
de ligera brisa 

sin reproche en el labio 
ni en su palabra oscura.

Con un frecuente fondo de paisajes marítimos de medusas y crepúsculos, de salinas y farallones, de espumas y veleros, de barcas y brumas norteñas, esta es una poesía de mirada sutil que va desde lo exterior a lo interior, desde la contemplación del paisaje a la meditación, desde la evocación a la reflexión.

Otro ejemplo de ese mundo propio y de esas lecciones del paisaje: esta ‘Guardia nocturna’, de la que toma su título este volumen que recoge la obra poética de Rafael Morales Barba, su voz afinada y su palabra afilada: 

Las horas por el aire 
transparentes 
con sus besos de arena, muy ligeras 
entre cubetas breves, 
viejas grullas varadas 
en Guerande sobre la sal y el sodio, 
sin quimeras ni vuelos, 
claras.

Sin gasas, desvestidas, sobrevestes, 
linajes.
Súbitos golpean con el cincel metales 
y esculpe el viento un callejón nocturno. 

Asomado al balcón la salina 
de un tenor vaciado 
sin melodía 

canta.



20 abril 2024

Virginia Woolf. La señora Dalloway recibe


 

19 abril 2024

Luis Martín-Santos. Tiempo de silencio


 

18 abril 2024

El proceso al libro

 


17 abril 2024

Cuentos completos de Kafka



Sancho Panza, quien por cierto nunca se vanaglorió de ello, consiguió a lo largo de los años apartar de sí a su demonio, al que más tarde dio el nombre de Don Quijote, proporcionándole en las horas vespertinas y nocturnas gran cantidad de novelas de caballerías y de asaltos, al extremo de que este, fuera de sí, realizó los actos más disparatados, los cuales, sin embargo, a falta de un objeto predeterminado, que precisamente debería haber sido Sancho Panza, no causaron mal a nadie. Sancho Panza, un hombre libre, llevado tal vez por cierto sentido de la responsabilidad, siguió como si nada a Don Quijote en sus andanzas, de lo cual obtuvo hasta el final de sus días, un apreciable y provechoso entretenimiento.

Es uno de los relatos de Kafka que publica Páginas de Espuma en una magnífica edición de sus Cuentos completos con traducción de Alberto Gordo, ilustraciones de Arturo Garrido y una introducción -Demasiado Kafka- en la que Andrés Neuman explica que “cuando pensamos en el estilo de Kafka, tendemos a exagerar su carácter parabólico. Sin embargo, en cuanto abrimos su primer libro de cuentos, nos envuelve una sensorialidad colmada de ruidos, temperaturas, estímulos visuales. Kafka era menos un autor de abstracciones que de desnudos, de cuerpos vulnerables sin otro asidero que su desamparada materialidad.”

Entre Descripción de una lucha, una novela corta en la que la que estuvo trabajando siete años y en la que asoma el característico mundo kafkiano, y Josefina la cantante o el pueblo de los ratones, su último relato, escrito el mismo año de su muerte, se reúnen en este volumen casi un centenar relatos organizados en la medida de lo posible con un criterio cronológico, porque algunos tienen una datación imprecisa y otros son textos trabajados durante meses y años.

En todo caso, son textos imprescindibles como La condena, El fogonero, La transformación, Ante la Ley, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, Chacales y árabes, Un mensaje imperial o Un artista del hambre, que vuelven a presentarse al lector con una nueva traducción sobre la que dice Alberto Gordo: “El estilo de Kafka reclama del traductor una atención constante. Su alemán, lejos de ser sencillo (como a veces se ha dicho), está lleno de trampas, de partículas que, siempre al servicio de la precisión, matizan y modifican significados. […] Kafka es prolijo, pero nunca superfluo: una especie de pureza impregna su estilo. Se trata, si acaso, de una mezcla insólita de sencillez y manierismo, un manierismo fértil, jamás gratuito, en el que va profundizando, en un proceso artísticamente fascinante, a medida que pasan los años y se acumulan las páginas. Los personajes de Kafka rara vez se mueven o actúan como personajes de novela, lo que obliga al traductor a revisar automatismos. Por otro lado, los diálogos, muchas veces intencionadamente antinaturales, invalidan casi cualquier consigna sobre la traducción de la oralidad que uno haya aprendido traduciendo a otros autores. El reto, en definitiva, está en saber intuir un punto medio entre originalidad y naturalidad, entre la sutil tirantez del estilo kafkiano y la fluidez debida a una traducción actual. Kafka ha de sonar a Kafka, porque ningún otro escritor había sonado ni suena como él, y ahí radica parte de su encanto. Al mismo tiempo, sin embargo, ha de ser un Kafka para los lectores de hoy. Esperamos habernos acercado a ese equilibrio.”

Una buena muestra de cómo esta traducción consigue ese necesario y difícil equilibrio entre el respeto a la peculiaridad del estilo kafkiano y la naturalidad propia de una traducción actual, es Un comentario, un breve texto escrito a finales de 1922:

Era muy temprano, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al comparar el reloj de una torre con mi reloj, vi que era mucho más tarde de lo que creía, tenía que darme prisa, el sobresalto por este descubrimiento me hizo dudar de mi ruta, aún no conocía cada rincón de la ciudad, por suerte había por allí un policía, corrí hacia él y, sin aliento, le pregunté por el camino. Sonrió y me dijo: «¿Y quieres que yo te indique el camino?» «Sí», dije, «pues yo solo no soy capaz de encontrarlo». «Déjalo, déjalo», dijo y se dio la vuelta con un gran aspaviento, como alguien que quisiera estar a solas con su risa.

Kafka publicó en vida, entre 1913 y 1924, tres selecciones de sus relatos en sendos volúmenes que muestran una cierta unidad temática: Contemplación, Un médico rural y Un artista del hambre, además de los imprescindibles La condena, La transformación, El fogonero o En la colonia penitenciaria. 

Se añaden a esos textos las narraciones que Max Brod editó después de la muerte de Kafka en dos volúmenes titulados Durante la construcción de la muralla china y Descripción de una lucha, aunque, como señala el traductor en su nota inicial, “la traducción sigue fielmente las ediciones de Fischer, que a su vez se basan, en el caso de los textos póstumos, en los manuscritos en su forma original, es decir, sin las injerencias de Max Brod. Estas injerencias incluían importantes cambios en los textos” y además -añade- “no hemos considerado urgente distinguir, como se ha hecho a veces, entre obra publicada y obra póstuma, pues los textos importantes de Kafka, a pesar de la exigencia con la que él enjuiciaba su obra, se encuentran también entre sus papeles privados y no solo en los textos que decidió publicar.”

En conjunto, esta edición ofrece casi un centenar de relatos que constituyen el corpus total de la narrativa breve de Kafka, entre el cuento y la novela corta. Ya en Contemplación, el primer libro que publicó, hay textos memorables como Para que reflexionen los jinetes o el excelente Deseo de convertirse en indio:

Si uno fuera de veras un indio, siempre a punto, y, sobre el caballo a galope tendido, encorvado en el aire, temblara una y otra vez sobre el suelo tembloroso, hasta soltar las espuelas, pues no había espuelas, hasta tirar las riendas, pues no había riendas y apenas viera ante sí el paisaje como una landa segada, ya sin el cuello ni la cabeza del caballo.

Desde los relatos de ese inicial Contemplación hasta los Un artista del hambre, pasando por los Un médico rural, que apareció en 1920, está en estos textos el Kafka canónico y maduro, el escritor nocturno que cuestiona angustiosamente el mundo, el oscuro oficinista que se desdibuja en máscaras irónicas o se atrinchera en el interior de sí mismo y anticipa en Ante la Ley una semilla de El proceso; el que deja en sus páginas varias parábolas inolvidables (Chacales y árabes, Un mensaje imperial o Un informe para una academia) sobre el sinsentido y los límites de la expresión, sobre la crisis de la identidad y la razón. Porque, como escribió Borges, “el destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Redactó sórdidas pesadillas en un estilo límpido.”

Y ocupando un espacio esencial en el conjunto de sus relatos, La transformación, una de esas pocas obras que pueden resumir por sí solas el siglo XX. Kafka la había escrito en un momento en el que una intensa crisis personal acabó desencadenando, en el otoño de 1912, la creación de textos tan esenciales en su obra como La condena, que compuso de un tirón durante la tarde y la noche del 22 al 23 de septiembre.
 
La escritura de La transformación se prolongó del 17 de noviembre al 7 de diciembre de ese mismo 1912, con un parón por medio que Kafka lamentó luego, porque notaba que, tras esa interrupción, al retomarla, la tercera parte se resentía de una suerte de recalentamiento que perjudicaba al funcionamiento narrativo del conjunto. 

Opaca y escrita para que la leamos como si estuviéramos despiertos en medio de un sueño, narrada con una llamativa frialdad por un narrador imperturbable, es precisamente en esa distancia y en el ‘ligero fastidio’ que provoca la situación en el propio Samsa en donde se encuentra uno de los rasgos más peculiares de La transformación y de la manera kafkiana de narrar, con un punto de vista en el que el narrador se funde con el protagonista a través de la sutileza del estilo indirecto libre. 

Junto con El fogonero y La condena, Kafka proyectó una edición de La transformación como parte de una trilogía que se iba a titular Los hijos, pues la relación problemática con el padre es el hilo conductor de los tres relatos. Frustrado ese proyecto inicial, se publicó como libro exento en 1915 y se convirtió desde entonces en la obra fundamental de las que Kafka publicó en vida. Pero sigue siendo una obra tan inaccesible como el castillo al que intentaría llegar el agrimensor K. muchos años después. 

Ese carácter enigmático se amplía a la totalidad de su obra, porque aunque de pocos autores se habrá escrito tanto, sin embargo el sentido último de sus relatos sigue rodeado de un misterio que flota sobre el fondo oscuro de la incertidumbre y la desolación, del vacío y la desesperanza, del desarraigo y la pesadilla, de la liberación y el castigo, con un humor a menudo irónico, que Kafka aprendió en Chesterton, y con una calculada ambigüedad.

Porque “la verdad interna de un relato -escribía Kafka en una de la cartas a Felice Bauer- no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes.”

Esta magnífica edición quedará como una de las aportaciones editoriales de referencia con motivo del centenario de la muerte de Kafka en 1924. Un Kafka que emerge en estado puro en estos relatos, desorientado en medio de un mundo opaco, y dueño de un lenguaje denso y frío y de una literatura mágica y distante, inagotable y perturbadora, como la de este temprano y breve texto, Los árboles, que escribió  en 1907:

Pues somos como troncos de árbol en la nieve. Parece que están sin más sobre ella, y que con un suave empujón uno debería poder desplazarlos. No, no se puede, pues están unidos con firmeza al suelo. Pero ojo, incluso eso es solo apariencia. 

“La lectura -escribe Andrés Neuman en su prólogo- constituye un acto secretamente colectivo: interviene en nuestra memoria y posibilita el futuro. Borges observó que Kafka había creado a sus precursores, es decir, que había sido capaz de influir en el pasado. Quizá por eso cuentos como Un mensaje imperial, publicado cuando Borges era un joven inédito, nos parecen escritos tres décadas más tarde por él mismo, que tradujo y reescribió a su maestro. Hoy la vigencia de Kafka sigue propiciando fenómenos inversos. No es tanto que su obra explique el tiempo que nos ha tocado resistir, sino que la realidad misma insiste en volverse cada vez más kafkiana, en una mímesis oscura como una cucaracha. Plagiando sus lógicas, el mundo abusa de Kafka. “

 

16 abril 2024

Gabriel Miró. El humo dormido


 

15 abril 2024

Luis Martín-Santos. Tiempo de libertad

 







 


Elea:
München. Cerveza. Hombres gordos. 
Mujeres -al fin- casi monas. Cerveza. Algo de alegría. Cerveza. Casi mucho dinero.
                         Beso.                    Luis


Es el texto de una postal escrita por Luis Martín-Santos el 31 de agosto de 1950 en Munich y enviada desde Stuttgart al día siguiente. La escribió durante su estancia como becario en Heidelberg y va dirigida a Rocío Laffon, la Elea a la que dedicó su apólogo lírico Elea o el mar y un poema del que se conservan dos copias mecanoscritas. Junto con muchos y muy diversos materiales gráficos, forma parte del libro que publica Galaxia Gutenberg para recoger el contenido de la exposición Luis Martín-Santos. Tiempo de libertad, que conmemora en la Biblioteca Nacional el centenario de su nacimiento.

Esa postal es uno de los ciento diez documentos y fotografías que recorren la trayectoria vital, profesional y la repercusión de la obra literaria de Martín-Santos en una aproximación visual a su mundo narrativo y a su biografía.

“Sus hijos Rocío y Luis Martín-Santos Laffon -explica Julià Guillamon en el texto introductorio -están detrás de este proyecto expositivo, y de la recuperación y el relanzamiento internacional de la obra de Martín-Santos, a la que dedican un empeño y un trabajo inagotables.” Esa dedicación ha hecho posible la recuperación en este libro de abundante material gráfico inédito sobre la infancia, la juventud y el entorno familiar del autor, en Larache, San Sebastián, Salamanca y Madrid.

Dos años de vértigo, los que van desde la publicación de Tiempo de silencio en marzo de 1962 a su muerte en un accidente de tráfico en enero de 1964, son los que abren este libro con un primer capítulo en el que se evoca la repercusión de Tiempo de silencio a través de las portadas de sus ediciones nacionales e internacionales, de reseñas y entrevistas y la noticia de su muerte en recortes de periódicos.

Desde ese momento final el catálogo se retrotrae a la infancia y la juventud, a su época formativa: la orla de su último curso de Bachillerato en el colegio de los Marianistas en 1940-41, la Universidad de Salamanca, los cuadernos de Anatomía y Fisiología o el ejercicio para la obtención del Premio extraordinario de licenciatura del curso 1945-46, algunos artículos científicos sobre el psicoanálisis existencial de Sartre, sobre la alucinosis alcohólica, las ideas delirantes primarias y la psicosis alcohólica aguda  o sobre experimentos con ratas en el Instituto de Medicina Experimental de Madrid.

Y precisamente Madrid hacia 1950 se convierte en uno de los centros de interés de Tiempo de libertad por la repercusión que tendría la experiencia madrileña (las tertulias, la amistad con Juan Benet) en la formación del mundo literario de Martín-Santos. Se incluye por ejemplo un plano urbano que destaca los lugares tan frecuentados por él en aquel Madrid de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta (bares, teatros, pensiones y tertulias, entre otros).

Originales mecanografiados de cartas y relatos, además de un ingente número de fotografías, reflejan no sólo la vertiente creativa de Luis Martín-Santos, sino su actividad como científico y psiquiatra, su relación profesional con la locura, su actividad política o la ficha policial del 23 de agosto de 1962 con motivo de su cuarta detención.

Una parte importante del libro se dedica a Tiempo de silencio: a los párrafos censurados en la primera edición o a la transcripción gráfica del submundo de burdeles, pensiones, comisarías, cafés literarios y cementerios de la novela, como la de esta fotografía de Santos Yubero de las chabolas del madrileño Puente de Praga, tomada el 16 de febrero de 1955:



Por no faltar, no faltan ni las faltas de ortografía como el “bajorealismo” de la página 187. Pero ¿quién se puede extrañar de eso en estos tiempos de vergüenza de los que Martín-Santos habría abominado?

A pesar de eso y de algunas interferencias políticas oportunistas de las que el autor se habría avergonzado -este es un Tiempo de vergüenza-, la exposición y el libro Tiempo de libertad contribuyen de forma decisiva a la reivindicación de la figura de Martín-Santos y a la recuperación editorial de su legado imprescindible con nuevas ediciones de Tiempo de silencio y Tiempo de destrucción y con los primeros tomos de sus Obras completas en Galaxia Gutenberg, que rescatarán muchos de sus inéditos.


14 abril 2024

La primavera de 1936



“Los pocos historiadores que se han adentrado en el estudio de la violencia política han tendido a eludir una pregunta fundamental: quién inicio la acción. Parecen haber supuesto que el agresor, el que causa la víctima, es siempre y en todo caso el responsable del inicio de la acción. Pese a sus limitaciones y problemas, la Segunda República fue una democracia en vías de consolidación donde existían cauces para que los ciudadanos plantearan de forma pacífica sus demandas y quejas frente a los poderes públicos. Así ocurrió, de hecho, en numerosas ocasiones. No obstante, la movilización al margen de las instituciones, muy a menudo recurriendo a la violencia y desafiando la Ley de Orden Público vigente, estuvo a la orden del día. Tal fue el caso de la primavera de 1936, mucho más que en cualquier otro periodo de la corta historia republicana. […] Pese a ocupar el poder un gobierno integrado por miembros de partidos republicanos de izquierda, contando con el apoyo parlamentario de los partidos de la izquierda obrera que habían integrado junto con aquellos la alianza electoral conocida como Frente Popular, el grueso de las acciones y movilizaciones con derivaciones violentas de aquella primavera fueron impulsadas, de forma abrumadora, por fuerzas de izquierda: el 78,7 % de los episodios en los que la filiación del iniciador se conoce”, escriben Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío en el apéndice -“Los números de la violencia”- que cierra su voluminoso ensayo Fuego cruzado. La primavera de 1936, que publica Galaxia Gutenberg.

Una investigación monumental que aborda en doce extensos y documentados capítulos la violencia política que se desató en la primavera española anterior a la Guerra civil en un estallido de brutalidad que vino de ambos lados en una espiral provocadora de acciones y reacciones que se concentraron en ciento cincuenta días.

“No sé, en esta fecha, cómo vamos a dominar esto”, le decía Manuel Azaña el 17 de marzo de 1936 a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, en una carta en la que se leen estas líneas: “Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha, y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes Madrid: tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas... Han apaleado, en la calle Caballero de Gracia, a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño, acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales... Lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno, y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos: ¡hasta en Alcalá!".



Ese periodo violento, que abarca desde el 19 de febrero, el día después de las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular, al 17 de julio, cuando se dan los primeros movimientos militares del golpe de estado, fue el momento más decisivo en la historia de la Segunda República. Y sin embargo no había sido muy estudiado hasta ahora y casi siempre con un claro sesgo partidista. Así lo señalan en la introducción Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío:

El relato elaborado por los ganadores de la guerra civil, los que simplificando solemos llamar «franquistas», concedió mucha importancia a aquella primavera «trágica», puesto que allí fueron a buscar los argumentos que, desde su perspectiva y necesidad ideológica, justificaban el golpe militar del 17-18 de julio. Así, ese relato apeló a la existencia de un complot comunista dirigido a provocar una revolución e instalar en España un Gobierno controlado desde Moscú. También habló de la inadaptación del pueblo español para la democracia y su propensión a la violencia y a los conflictos fratricidas, así como de la «ilegitimidad» de los poderes políticos emanados de las elecciones del 16 de febrero. Todo con el telón de fondo de la «incapacidad» de los gobiernos republicanos para preservar la seguridad y la vida de los ciudadanos ante una situación de permanente caos, anarquía y violencia. El asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio habría sido el punto culminante de ese contexto de virulencia y terror. Al magnicidio en sí se le confirió el rango de «crimen de Estado», al considerarlo inspirado y organizado por las propias autoridades republicanas. En definitiva, desde esa perspectiva, la primavera habría puesto de manifiesto que la República en España era incompatible con los principios básicos de ordenación social, poniendo en riesgo la unidad nacional, la propiedad, la familia y la religión.
En el lado opuesto de esa visión anticomunista y catastrofista, cuya finalidad principal no era otra que limpiar la responsabilidad de la derecha radical y de los militares golpistas por el comienzo de la guerra civil, se colocó otra interpretación no menos maniquea y simple. Con una impronta claramente antifascista y un poso de inspiración marxista, la primavera de 1936 fue presentada y analizada como el período en el que se desató la lucha contra el fascismo. En esa batalla, una izquierda obrera heroica, sabedora de lo que habían sufrido sus correligionarios en la Alemania nazi, la Italia fascista o la Austria del canciller Engelbert Dollfuss, se aprestó a sacrificarse por la «democracia burguesa», aun cuando sólo la considera- ra una etapa en el camino hacia la verdadera «democracia obrera». De este modo, la primavera fue el terreno que habría anticipado las luchas contra el fascismo en suelo europeo, cuando el Frente Popular español, nadando a contracorriente, habría peleado con todas sus fuerzas contra un fascismo emergente y los socialistas y los comunistas se habrían inmolado en el altar de la defensa de las libertades y la democracia. No obstante, la alianza entre la derecha clerical y reaccionaria, el fascismo y el militarismo antirrepublicano habría hecho lo imposible contra el reformismo republicano. Desde esa perspectiva, el problema de aquella primavera no habría sido la anarquía o el comunismo que denunciaban los franquistas, sino la conformación de una alianza contrarrevolucionaria entre los poderes tradicionales y la derecha fascista emergente que se oponía a las políticas democráticas, reformistas y modernizadoras del Frente Popular.

Frente a ese sesgo partidista, frente a las simplificaciones y el maquillaje de los problemas que estallaron en aquella primavera de 1936, los autores explican que “este libro parte del convencimiento de que es posible un acercamiento a ese período desde la misma perspectiva que ha permitido a los mejores historiadores de la República explicar la complejidad de los cinco años anteriores, es decir, trascendiendo las diferentes mitologías en pugna y desplazando los viejos relatos partidistas con la luz que arroja el estudio de numerosas fuentes primarias, hasta hoy inexploradas. La interpretación que ofrecemos parte del rechazo de la historia de combate de cualquier signo y de la reivindicación de una historia desmitificadora. Somos perfectamente conscientes de que la objetividad absoluta es una quimera engañosa y de que los historiadores, como el resto de los ciudadanos, estamos mediatizados por nuestras propias ideas y circunstancias. En ese sentido, es útil reconocer que este libro está escrito desde la reivindicación de los valores democráticos, liberales y pluralistas, así como de la consideración positiva de la democracia parlamentaria, la que ya había demostrado su valía antes de 1936 y la que triunfó en Europa occidental después de 1945 y en España tras 1978. Además, partimos de que no se puede incurrir en posiciones presentistas al mirar al pasado, pues a sus protagonistas hay que entenderlos en su propio contexto y dejarlos hablar ante el lector, para que este pueda sacar también sus propias conclusiones. Por eso mismo, siendo muy conscientes de que la larga primavera de 1936 siempre se ha leído como el prólogo de la guerra civil y ha sido mutilada al servicio de la propaganda, tanto la anticomunista como la antifascista, este libro la analiza como si la guerra civil nunca se hubiera producido. Es decir, procurando colocar el punto de vista en esos meses y obviando consciente y recurrentemente el hecho de conocer su desenlace. Este ha sido un ejercicio metodológico complejo, pero también apasionante y sugerente, que coloca este libro muy lejos de cualquier determinismo y teleología.”

El pistolerismo de los anarquistas y falangistas, los choques callejeros de la extrema derecha y la extrema izquierda, un Partido Socialista y una UGT cada vez más radicalizados y una gestión lenta o titubeante del orden público por un gobierno republicano que perdió el control de la calle por su sometimiento a los intereses de la izquierda revolucionaria están en la raíz de los 977 episodios de violencia política que se recogen en Fuego cruzado. 

Episodios que dejaron un balance demoledor de 484 muertos y 1.659 heridos de gravedad, que reflejan que “la violencia política y los problemas de orden público constituyeron un desafío de primera magnitud para los gobiernos habidos entre el 19 de febrero y el 18 de julio de 1936 y para la propia sociedad civil.”

Con un enfoque historiográfico y un método narrativo similar al que utilizaron en Retaguardia roja y en Vidas truncadas, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío describen un lamentable panorama de preguerra con atentados y provocaciones de uno y otro signo, con incidentes y choques con la fuerza pública, con ministros de Gobernación superados por los hechos, con tensiones en el campo entre los terratenientes y los campesinos, con presiones sindicales y huelgas constantes en las ciudades, con la existencia de policías municipales de partido -no profesionales, sino al servicio de quienes les nombraban-, involucrados con frecuencia en episodios violentos; con una violencia específicamente anticlerical y con amenazas cruzadas  entre los dos bandos y ejecutadas sin contemplaciones.

Del ambiente guerracivilista y el clima de confrontación exacerbada dan cuenta “frases que justificaban la eliminación física del adversario” pronunciados en las Cortes por “algunos diputados, sobre todo comunistas, aunque también algún socialista como la extremista Margarita Nelken.” Por ejemplo en la sesión del 18 de abril “defendieron explícitamente -en palabras de la comunista Dolores Ibárruri- «arrastrar a los asesinos» de Asturias o encarcelar a los líderes del segundo bienio, empezando por Lerroux y Gil-Robles. Fue en aquella sesión cuando el líder de los comunistas, José Díaz Ramos, afirmó que no podía «asegurar cómo va a morir el señor Gil-Robles, pero sí puedo afirmar que si se cumple la justicia del pueblo morirá con los zapatos puestos», mientras algún otro diputado de la izquierda, en medio de una bronca monumental, aseguraba que moriría en la horca, e Ibárruri añadía más leña al fuego al insistir en tono jocoso que si les molestaba que fuera a morir con zapatos, «le pondremos las botas.»

La tensión entre el principio de legalidad y el ímpetu revolucionario fue cada vez más acusada en aquellos meses. Y en ello tuvo mucho que ver la bolchevización de la izquierda largocaballerista, mayoritaria en el PSOE y la UGT frente a los moderados Besteiro y Prieto. Su voluntad de desbordar la ley y las instituciones republicanos para instaurar la dictadura del proletariado la defendía explícitamente Largo Caballero en sus mítines desde febrero del 36 con un lenguaje belicista de fraternidades que matan y conspiraciones militares en un insoportable clima de gansterismo que se acentuó en los diecisiete días de julio anteriores a la sublevación de una parte significativa del ejército que desembocó en la guerra civil.

Para reconstruir ese clima político prebélico, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío se apoyan en un ingente conjunto de fuentes primarias, en una  solvente bibliografía y en un abundante aparato de notas que reflejan el rigor de este estudio imprescindible que cierra un útil índice onomástico que reúne a los instigadores de la violencia desde la extrema derecha y la extrema izquierda, a los victimarios y a las víctimas de una y otra ideología. Todos fueron culpables o responsables, y muchos de ellos -unos más y otros menos- lo pagaron de una u otra forma.

Estas líneas de las ‘Conclusiones’ resumen el sentido del libro: 

Aquí hemos querido devolver a la primavera de 1936 a su propia circunstancia. Y eso exige respetar al máximo al lector e intentar transportarle a esos meses sin engañarle con relaciones de causa-efecto que, por muy tentadoras y reconfortantes que sean, suelen explicar muy poco de la enrevesada política española durante la fase final de la Segunda República. Somos conscientes de que algunos ciudadanos rehúyen la Historia y prefieren relatos morales del pasado que soporten sus memorias del presente. Sin embargo, no hay por qué tratar a todos los lectores como si fueran creyentes; desde luego, merecen un respeto. Por eso, no hemos investigado la primavera de 1936 y la violencia política para solventar dilemas morales simples ni para alentar discursos maniqueos, encontrando respuestas fáciles a preguntas difíciles. Porque ese periodo se puede conocer sin secuestrar su singularidad con los lenguajes posteriores de vencedores y vencidos y sin recurrir a esas burdas simplificaciones que se utilizaron para descargar las responsabilidades por el desencadenamiento de la tragedia fratricida.




13 abril 2024

José Avello. La subversión de Beti García


 

12 abril 2024

Francisco Umbral. Manual de instrucciones


 

11 abril 2024

Personajes de Shakespeare



 Este es Hamlet, el danés, al que leímos en nuestra juventud y al que parece que recordamos en nuestra madurez; el que hizo aquel famoso soliloquio sobre la vida, el que aconsejaba a los actores, al que “esta admirable fábrica, la tierra, le parece un estéril promontorio; ese dosel magnífico de los cielos, la atmósfera, ese espléndido firmamento que allí veis suspendido, esa majestuosa bóveda tachonada de ascuas de oro, todo eso no me parece más que una hedionda y pestilente aglomeración de vapores”; a quien “no le deleita el hombre, no, ni la mujer tampoco; el que hablaba con los cavadores de tumbas y moralizaba sobre el cráneo de Yorick; el compañero de Rosencrantz y Guildenstern en Wittenberg; el amigo de Horacio; el amante de Ofelia; el que se volvió loco y fue enviado a Inglaterra; el lento vengador de la muerte de su padre; el que vivió en la corte de Horwendillus quinientos años antes de que naciéramos, pero cuyos pensamientos nos parece conocer tan bien como los nuestros, porque los hemos leído en Shakespeare. Hamlet es un nombre: sus discursos y dichos no son más que la ociosa acuñación del cerebro del poeta. ¡Cómo!, ¿no son reales? Son tan reales como nuestros pensamientos. Su realidad está en la mente del lector. Nosotros somos Hamlet. Esta obra tiene una verdad profética que está por encima de la histórica.

Así comienza el capítulo que William Hazlitt (1778-1830) dedicó a Hamlet en su magnífico y hasta ahora inédito en español Personajes de Shakespeare, que publica Letras Universales Cátedra con edición de Javier Alcoriza.

Considerado por algunos el más grande de los críticos literarios ingleses, Stevenson dijo de él que “nadie escribe como William Hazlitt.” Y aunque tuvo también detractores, lo admiraron Stendhal y Keats (que se consideraba discípulo suyo), Heine y Poe, que le dedicó una memorable reseña en la que lo elogiaba como “un crítico brillante, epigramático, original, paradójico y sugerente” y como “el mejor comentarista que jamás haya escrito en inglés”.

William Hazlitt debe gran parte de su prestigio a esta colección de ensayos que reunió bajo el título Characters of Shakespeare’s Plays, el libro más leído en el siglo XIX sobre el dramaturgo isabelino. Tuvo una acogida crítica muy favorable y en mes y medio se agotó la primera edición, que se había publicado en julio de 1817.

Antes de Hazlitt nadie había proyectado un estudio tan exhaustivo de toda la obra de Shakespeare con un propósito a la vez orientador y valorativo. De hecho, esta colección de ensayos críticos los escribió Hazlitt como respuesta al enfoque ilustrado y a la dogmática mentalidad neoclásica con la que Samuel Johnson elaboró su Prefacio a Shakespeare

Al final de su propio Prefacio, en el que expone el enfoque del libro frente a las limitaciones de la corriente crítica anterior a él, deja bien clara Hazlitt su oposición a Johnson: “Si la opinión del doctor Johnson era correcta, las siguientes observaciones sobre las obras de Shakespeare deben ser muy exageradas, si no ridículas. Si estaba equivocado, lo que se ha dicho tal vez pueda explicar que lo estuviera, sin desmerecer su capacidad y juicio en otras cosas.”

En su minucioso análisis Hazlitt va más allá del mero estudio psicológico de los personajes para indagar a lo largo de treinta y cuatro capítulos en la dimensión literaria, en las estructuras dramáticas, en la excelencia técnica y en el mundo moral de la obra de Shakespeare, con especial atención a la tragedia, a través de sus personajes:

“Nadie ha dado nunca con la verdadera perfección del carácter femenino, el sentido de la debilidad que se apoya en la fuerza de sus afectos, tan bien como Shakespeare”, escribe Hazlitt a propósito de Imogena, hija de Cimbelino y uno de sus personajes favoritos, una de esas heroínas de Shakespeare que “son puras abstracciones de los afectos.” “De todas las mujeres de Shakespeare -añade- quizás sea la más tierna y la más ingenua.”

El poder imaginativo y el destino trágico del rey Lear, protagonista de la más potente de sus obras y la de pasiones más desatadas; la exploración de los límites de la acción y la violencia en Macbeth, que “parece impulsado por la violencia de su destino como un barco a la deriva ange una tormenta”; el refinamiento intelectual y sentimental de Hamlet, cuya “realidad está en la mente del lector. Nosotros somos Hamlet”; el exceso corporal y el ingenio simpático de Falstaff (“tal vez este sea el personaje cómico más sustancial que jamás se haya inventado”); el sesgo aristocrático de Coriolano; la comprensión de los motivos del resentimiento de Shylock; el análisis psicológico de Yago y la inteligencia enfermiza de su genio maligno; el conflicto de pasiones contrarias y la locura del odio de Otelo; Calibán y la fuerza de lo natural…

Son algunos de los personajes en los que Hazlitt siempre destaca su profunda individualidad, su propia vida interior.

Con una extraordinaria agudeza crítica y una admirable perspicacia como lector, Hazlitt convierte Personajes de Shakespeare en un clásico sobre el clásico por excelencia y pone las bases de la revalorización creciente del dramaturgo inglés a lo largo del siglo XIX, frente a la imagen anterior de un Shakespeare como mero talento natural e irreflexivo.

“Hazlitt -escribe Javier Alcoriza en su Introducción- ocupa ya una posición distinguida entre los grandes lectores de Shakespeare como Pope y Johnson.[…]
Leer a Hazlitt -disidente entre disidentes- nos recuerda la aventura que consiste en emitir una opinión propia sobre asuntos de interés público, sea el amor a la vida, el temor a la muerte o el conocimiento del carácter. […]
Descrito a la manera de Hazlitt, no parece haber gran diferencia entre contemplar el mundo y leer las obras de Shakespeare. […]
El crítico debe bajar a la caverna de «la historia de la mente humana» donde se proyectan las sombras de los personajes de Shakespeare. Al mirar atrás con esa perspectiva, somos aún más conscientes de lo que Shakespeare nos ofrece en el presente.”





10 abril 2024

Omeros

 



Con esa estupenda portada que reproduce una acuarela de pescadores del propio autor, hoy llega a las librerías, publicada por Anagrama, la reedición de Omeros, el monumental poema épico de Derek Walcott considerado por muchos como su mejor libro. En la admirable traducción del poeta mexicano José Luis Rivas, este es su verso inicial, puesto en boca de Filoctetes:

Así es como, una alborada, tumbamos las canoas.

Lo publicó en 1990 y dos años después obtuvo el Nobel de Literatura. Otros dos años más tarde, en 1994, apareció en Anagrama la edición bilingüe de este monumento poético caribeño que treinta años después alcanza su tercera edición. 

Ambientado en su Santa Lucía natal, Omeros es un extenso poema narrativo (como “novela en verso” se ha definido alguna vez) en siete libros, sesenta y cuatro capítulos subdivididos siempre en tres secciones de extensión variable y con miles de versos rítmicos agrupados en estrofas ternarias, que en su estructura circular establece un diálogo entre la historia exterior de los acontecimientos y la epopeya intrahistorica individual de la esclavitud, el desarraigo y el sufrimiento con la que Walcott funda míticamente la identidad caribeña desde el regreso a las raíces.

Con la capacidad mitificadora de sus versos, entre travesías marítimas y viajes de regreso a los orígenes, el texto de Omeros va levantando una intensa reflexión sobre la memoria individual y colectiva a través de la oralidad de un cruce de voces que conectan la épica griega antigua con la realidad caribeña contemporánea y reinventan la guerra de Troya como una lucha de pescadores antillanos (Aquiles y Héctor) a partir del triángulo amoroso de una historia de rivalidades amorosas provocadas por Helena, la negra antillana independiente y rebelde que es también una metáfora de la isla de Santa Lucía:

Esto es como Troya 
de nuevo. ¡Aquel bosque tupiéndose por un rostro! 
Solo los años han cambiado desde los reyes de cizañosa barba.

Entre estos almendros de piedra, puedo ver al Comte de Grasse 
paseándose como el cornudo Menelao mientras su esposa mece 
con una mano sus sandalias, pavoneándose en un parapeto, 

sabiendo que su belleza es eso que ningún hombre puede reclamar 
al igual que esta bahía. Su belleza se mantiene aparte 
en un vestido dorado, las playas coronadas con su nombre.

Varias tramas y voces (la de los pescadores, la del mayor Plunkett y Maud, su mujer, la del propio Walcott, la del bardo ciego Seven Seas, un Homero actual, al que se atribuyen estas estrofas) y diversos tiempos se entrelazan en el poema a través de los diálogos y los pensamientos de los personajes, que navegan en viajes reales o imaginarios por mares que los llevan del presente al pasado, a África y a Europa, a Lisboa y a Londres, a Roma y a Dublín, a Guinea, Estambul o Toronto.

En su discurso de recepción del Nobel, Walcott aludía a ese encuentro entre el pasado y el presente como una de las características de la poesía: “La poesía es como el sudor de la perfección, pero debe lucir tan fresca como las gotas de la lluvia sobre la frente de una estatua. Combina lo natural con lo marmóreo. Y conjuga ambos tiempos: el pasado y el presente; el pasado es la estatua; el presente, el rocío o la lluvia sobre su frente. Existe el lenguaje amortajado y el vocabulario personal: la labor de la poesía es excavación y descubrimiento de uno mismo.” 

Con la exuberancia formal que parece ser un rasgo estilístico común a los poetas caribeños, a su paisaje natural y a su mundo multicultural –ahí estuvieron antes Saint John Perse en francés y Lezama Lima en castellano-, la potencia verbal y metafórica de Walcott sostiene una poesía de los sentidos y de la inteligencia en la que conversan las razas, las épocas y los espacios en un concierto coral de polifonía antillana, con un caudaloso torrente verbal y la cascada de imágenes que despliegan sus potentes versos narrativos.

La escritura de Walcott, potente y vital, marítima y terrestre, poblada de luminosas metáforas, hace el milagro de aniquilar las edades y las fronteras para convertir lo fugaz en eterno y lo local en universal en un libro prodigioso que termina con estas estrofas:

En la arenosa pila de la toma de agua, todo dolorido, Aquiles 
se lavó la arena de los talones, luego escribió la llave de bronce 

hasta la última gota. Una inmensa vacuidad de color lila 
serenaba la mar. Olfateó su nombre en una axila. 
Se raspó las escamas secas de las manos. Le agradaba llevar consigo 

los olores de la mar. La noche abanicaba su marmita de carbón 
desde una seductora estrella. El No Pain alumbraba sus puertas 
en la aldea. Aquiles puso la rebanada de tonina 

que había separado para Helena en la oxidada lata de Héctor. 
La luna llena brillaba como una rodaja de cebolla cruda. 
Cuando dejó la playa, la mar aún seguía siendo ella misma.






09 abril 2024

Obra selecta de Nicanor Parra

 


“Sólo un genio como Nicanor Parra es capaz de lograr que leamos poesía con la misma urgencia con que sale un disparo, y que sin notarlo sigamos leyendo sus versos completamente heridos. La bala estalla dentro del lector con una sonrisa, una carcajada o una mueca de perplejidad”, afirma Matías Rivas en la Nota a la edición que cierra El último apaga la luz, una amplia selección de la poesía del chileno Nicanor Parra (1914-2018) que publica Lumen en un volumen del que el responsable de la edición señala que “contiene -a mi entender- el centro neurálgico de la obra poética de Nicanor Parra.”

Fue el propio Parra, una de las voces más renovadoras de la poesía en español, quien se encargó de proponer hace muchos años la secuencia canónica de su trayectoria poética, que se abre con Poemas y antipoemas (1954), que -aunque casi veinte años posterior a su inicial Cancionero sin nombre- el autor consideraba el primer libro de ese canon. Incorporó a ese libro, que esta edición de su Obra selecta recoge en su integridad, poemas escritos desde 1942, como este ‘Autorretrato’:

Considerad, muchachos,
Esta lengua roída por el cáncer:
Soy profesor en un liceo obscuro,
He perdido la voz haciendo clases.
(Después de todo o nada
Hago cuarenta horas semanales.)
¿Qué os parece mi cara abofeteada?
¡Verdad que inspira lástima mirarme!
Y qué decís de esta nariz podrida
Por la cal de la tiza degradante.

En materia de ojos, a tres metros
No reconozco ni a mi propia madre.
¿Qué me sucede? —Nada.
Me los he arruinado haciendo clases:
La mala luz, el sol,
La venenosa luna miserable.
Y todo para qué,
Para ganar un pan imperdonable
Duro como la cara del burgués
Y con sabor y con olor a sangre.
¡Para qué hemos nacido como hombres
Si nos dan una muerte de animales!

Por el exceso de trabajo, a veces
Veo formas extrañas en el aire,
Oigo carreras locas,
Risas, conversaciones criminales.
Observad estas manos
Y estas mejillas blancas de cadáver,
Estos escasos pelos que me quedan,
¡Estas negras arrugas infernales!

Sin embargo yo fui tal como ustedes,
Joven, lleno de bellos ideales,
Soñé fundiendo el cobre
Y limando las caras del diamante:
Aquí me tienen hoy
Detrás de este mesón inconfortable
Embrutecido por el sonsonete
De las quinientas horas semanales.

Sus Poemas y antipoemas son el yin y el yang, el principio masculino y el femenino, la luz y la sombra, el frío y el calor, como él mismo ha explicado. Seguramente a eso se refería también Pablo Neruda cuando decía de este libro que era “una delicia de oro matutino o un fruto consumado en las tinieblas.” Un libro que en realidad en sus tres partes contiene tres libros y tres direcciones poéticas:

-La reacción antivanguardista en los poemas neorrománticos y posmodernistas de la primera parte.

-Los textos expresionistas de crispada y amarga brutalidad de la segunda sección.

-Los más interesantes, por renovadores y personales, antipoemas, que entre Kafka, el surrealismo y los cortos de Chaplin, son el resultado de hacer circular por el poema tradicional la savia surrealista. Los antipoemas son el canto del cisne de las vanguardias y convierten a Parra en el último vanguardista de la lengua española.

Así termina uno de los más conocidos de esos antipoemas, Recuerdos de juventud:

Yo iba de un lado a otro, es verdad,
Mi alma flotaba en las calles
Pidiendo socorro, pidiendo un poco de ternura;
Con una hoja de papel y un lápiz yo entraba en los cementerios
Dispuesto a no dejarme engañar.
Daba vueltas y vueltas en torno al mismo asunto,
Observaba de cerca las cosas
O en un ataque de ira me arrancaba los cabellos.

De esa manera hice mi debut en las salas de clases,
Como un herido a bala me arrastré por los ateneos,
Crucé el umbral de las casas particulares,
Con el filo de la lengua traté de comunicarme con los espectadores:
Ellos leían el periódico
O desaparecían detrás de un taxi.

¡Adónde ir entonces!
A esas horas el comercio estaba cerrado;
Yo pensaba en un trozo de cebolla visto durante la cena
Y en el abismo que nos separa de los otros abismos.

Se recogen aquí también la totalidad de las coplas festivas de La cueca larga, que son una revindicación literaria de la poesía popular y la canción como estas ‘Coplas del vino’:

El vino es todo, es el mar
Las botas de veinte leguas
La alfombra mágica, el sol
El loro de siete lenguas.

Algunos toman por sed
otros por olvidar deudas
y yo por ver lagartijas
y sapos en las estrellas.

Se incluye una selección de los afirmativos y alegres Versos de salón, a menudo paródicos, agresivos y de tono conversacional, como la emblemática ‘Montaña rusa’:

Durante medio siglo
La poesía fue
El paraíso del tonto solemne.
Hasta que vine yo
Y me instalé con mi montaña rusa.

Suban, si les parece.
Claro que yo no respondo si bajan
Echando sangre por boca y narices.

O como ‘Discurso fúnebre’, que cierra el libro con esta estrofa:

Estoy viejo, no sé lo que me pasa.
¿Por qué sueño clavado en una cruz?
Han caído los últimos telones.
Yo me paso la mano por la nuca
Y me voy a charlar con los espíritus.

En la melancolía lúdica e intimista de las Canciones rusas el poeta se reconcilia con su entorno, como en esta dedicada al astronauta Yuri Gagarin:

Las estrellas se juntan alrededor de la tierra
Como ranas en torno de una charca
A discutir el vuelo de Gagarin.

Ahora sí que la sacamos bien:
¡Un comunista ruso
Dando de volteretas en el cielo!
Las estrellas están muertas de rabia
Entretanto Yuri Gagarin
Amo y señor del sistema solar
Se entretiene tirándoles la cola.

En 1969 Parra reunió en Obra gruesa su primera antología personal, que incorporaba casi cincuenta poemas nuevos, como ‘Manifiesto’, que termina así:

Contra la poesía de las nubes
Nosotros oponemos
La poesía de la tierra firme
—Cabeza fría, corazón caliente
Somos tierrafirmistas decididos—
Contra la poesía de café
La poesía de la naturaleza
Contra la poesía de salón
La poesía de la plaza pública
La poesía de protesta social.

Los poetas bajaron del Olimpo.

“Por su centralidad en el proyecto antipoético -explica la Nota a la edición- también se recoge entero Hojas de Parra”, que incluye ‘El hombre imaginario’ un poema que podría resumir el mundo literario y humano de Nicanor Parra, y varios fragmentos de la traducción-apropiación libre y creativa de Lear rey & mendigo, con la que Parra “llevó a cabo un acto definitivo que puso a su obra lejos de ser una traducción más de Shakespeare. Hizo de este clásico una versión propia, en la que se observa su especial habilidad formal para convertir el verso blanco isabelino en endecasílabos sin rima que se escuchan como salidos del habla callejera.” Un ejemplo, este monólogo de Lear:

Que el cielo me dé paciencia
La paciencia que tanto necesito!
Dioses aquí tenéis a un pobre viejo
Tan cargado de penas como de años
Es decir doblemente desdichado!
Si sois vosotros quienes movilizáis
El corazón del hijo contra el padre
No permitáis que sea tan estúpido
Como para aceptarlo a cabeza gacha.
Inspiradme una cólera noble.
No dejéis que mi rostro de hombre se manche
Con implorantes lágrimas mujeriles.
Nó arpías desnaturalizadas.
Mi venganza va a ser de tal magnitud
Que el mundo entero... Sí: lo haré.
Todavía no sé lo que voy a hacer
Pero va a ser el terror de la tierra.
Ustedes creen que voy a ponerme a llorar
Nó, no lloraré.

Bajo el título Calcetines huachos, cierran el volumen diecisiete poemas dispersos, recopilados de revistas o antologías y escritos en las últimas décadas de su existencia más que centenaria. Como este:

LO QUE YO NECESITO URGENTEMENTE

es una María Kodama
que se haga cargo de la biblioteca

alguien que quiera fotografiarse conmigo
para pasar a la posteridad

una mujer de sexo femenino
sueño dorado de todo gran creador

es decir una rubia despampanante
que no le tenga asco a las arrugas
en lo posible de primera mano
cero kilómetro para ser + preciso

O en su defecto una mulata de fuego
no sé si me explico:
honor & gloria a los veteranos del 69!
con una viuda joven en el horizonte
el tiempo no transcurre
¡se resolvieron todos los problemas!
el ataúd se ve color de rosa
hasta los dolores de guata
provocados × los académicos de Estocolmo
desaparecen como × encanto

“Parra -señala Matías Rivas- no ha dejado de experimentar desde que empezó a escribir. Este libro es una constatación de su capacidad para tocar diversas fibras del sujeto contemporáneo sin dejarlo ileso.”

Este temprano ‘Epitafio’, de Poemas y antipoemas, lo refleja bien:

De estatura mediana,
Con una voz ni delgada ni gruesa,
Hijo mayor de un profesor primario
Y de una modista de trastienda;
Flaco de nacimiento
Aunque devoto de la buena mesa;
De mejillas escuálidas
Y de más bien abundantes orejas;
Con un rostro cuadrado
En que los ojos se abren apenas
Y una nariz de boxeador mulato
Baja a la boca de ídolo azteca
—Todo esto bañado
Por una luz entre irónica y pérfida—
Ni muy listo ni tonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y de aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!”