28 marzo 2025

Edición ilustrada de La lentitud de los bueyes

  




Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.

Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando como las bayas rojas del acebo.

Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.

No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.

En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.

Su lentitud no está desposeída de costumbre.

Ese es el primero de los veinte fragmentos en los que Julio Llamazares articula La lentitud de los bueyes, que publicó en 1979 y que acaba de editar Nórdica Libros en una bellísima edición ilustrada por Leticia Ruifernández con magníficas acuarelas como estas:






Junto con Memoria de la nieve (1982), publicado también en una espléndida edición ilustrada en NórdicaLa lentitud de los bueyes resume la aventura poética, híbrida de lírica y de épica, de Julio Llamazares, que ha escrito para esta edición un prólogo en el que señala que “la imagen de unos bueyes caminando sobre la nieve con lentitud tiene una interpretación simbólica: la de los bueyes bíblicos o de las mitologías griega y egipcia, incluso de los bisontes pintados en Altamira en la prehistoria, que algunos han querido ver en mi poesía, pero para mí representa simplemente un recuerdo de mi infancia, el de los bueyes que un vecino de mis abuelos maternos sacaba cada día a beber agua en una presa de las afueras del pueblo y que yo veía caminar sobre la nieve como en un sueño, pues solía verlos en Navidad sobre todo. Ese recuerdo lejano con su atmósfera nevada y casi irreal por borrosa es el embrión de este libro y de mi poesía misma, pues todo parte de él.”

La memoria y el olvido, “la espiral del tiempo” o la función vertebral del paisaje rural de la montaña leonesa alimentan el aparato simbólico de una obra poética atravesada por la quietud, el silencio y la historia, como en este otro fragmento:

Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.

Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.

En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor puede alcanzarles, está guardado el tiempo. Y su costumbre deja posos más ácidos y azules que el olvido.

Como hierba crecida entre ruinas, la soledad es su único alimento y, sin embargo, su sustancia es tan dulce como nata crecida.

Absteneos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas.

De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza que su propia mansedumbre.

Narrador excepcional en libros tan relevantes como Luna de lobos o La lluvia amarilla, Julio Llamazares inició su trayectoria literaria en el campo de la poesía con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, unidos por una misma voz poética, por una misma y solemne lentitud rítmica y una misma tonalidad salmódica y lapidaria.

En esos dos libros no sólo se prefigura la vocación narrativa de su obra posterior, sino también los temas que la recorren y la mirada que el autor proyecta sobre ellos. Así ha explicado él mismo la continuidad que vincula toda su obra y la transición natural desde la poesía a la novela:  “Yo creo que sigo haciendo poesía en todo lo que escribo, porque mi visión de la realidad es poética. Mejor o peor, pero poética en el sentido de aplicar una cierta subjetividad límite a la contemplación.”

“Uno de los puentes que existen entre la poesía que escribí y la novela es el estilo, la manera de escribir. […] Yo no tengo conciencia de haberme pasado a la novela, ni de que existan diferencias entre una y otra. La lentitud de los bueyes y La lluvia amarilla es lo mismo. Memoria de la nieve y El río del olvido es lo mismo.”

Desde la búsqueda de las raíces y la elegía de un tiempo y un espacio perdidos para siempre, Julio Llamazares levanta con La lentitud de los bueyes una imagen mítica del paraíso perdido y de la edad de oro. Y lo hace con unidad de tono y de recursos, de espacio y atmósfera existencial, de visión del mundo para fundir memoria y paisaje, naturaleza y sentimiento, como en el fragmento final:

Miro hacia atrás, hacia el árbol podrido que repentinamente se quedó sin sombra, y encuentro solamente un charco ensangrentado de silencio y una vía muerta por la que nunca pasó nadie.

Cruzo los soportales del mercado donde se exponen los despojos chorreantes del recuerdo.

Levemente descorro la cortina de niebla que levanté día a día en torno a mi memoria, y encuentro solamente los pájaros de invierno que se han quedado helados sobre los hilos del telégrafo.

Tras las choperas blancas, asciende lentamente el vaho dulce y tibio de un establo que espera en la distancia la vuelta ya imposible de los bueyes suicidados en el río.

Miro hacia atrás y sólo encuentro un lejano y dolorido olor a brezo.

En 1985, el mismo año en que Luna de lobos inauguraba su obra narrativa, Llamazares puso al frente de la edición conjunta de ambos libros en un volumen un texto, ‘Como dos fotos viejas’, en el que escribía: “Así, desolados y sepias, como dos fotos viejas que el olvido ha sobado cuando las encuentras, encuentro yo estos libros que el tiempo ha abandonado y el polvo del silencio comienza ya a borrar. […] Yo sé muy bien qué tiempo se llevó el viento y las cenizas, la hierba que sepulta recuerdos y bueyes como el recuerdo sepulta lo que nunca existió.”

Y así concluye el estupendo prólogo que ha escrito para esta nueva y memorable edición:

La memoria (de la nieve) y los recuerdos (esos bueyes que pasan con lentitud sobre ella echando vaho y vapor sobre un paisaje cada vez más desdibujado y borroso) son todo mi patrimonio poético y sobre el que se sustenta toda la arquitectura de mi literatura y de mi identidad. Por eso este libro es para mí tan importante, tan inseparable de mi condición humana, una condición humana que impregna mi imaginario y me atrevería a decir que mi misma conciencia. Porque yo soy esos bueyes que caminan con pesadez hacia la nada y que para mí son la imagen de la humanidad que se fue de este mundo con ellos y como la que se irá cuando yo no esté ya en él sin dejar sus pisadas en la nieve más que durante unos fugacísimos instantes temblorosos.



27 marzo 2025

Inventario medieval

  




“Para orientarnos en un Medievo frecuentemente invisible a primera vista, pese a que atraviesa con un entramado de líneas muy finas toda nuestra historia, hay que sumergirse en el pasado, descender a su espacio subterráneo y seguir los recorridos formados por historias, personajes y lugares que dibujan itinerarios fundamentales y desenredan el «largo hilo de Ariadna» a través de aquella época y aún más allá. El resultado es un viaje inusual y tal vez sorprendente para un lector curioso y capaz de orientarse”, escribe Glauco Maria Cantarella, prestigioso medievalista italiano, en el Preámbulo de su Inventario medieval: Itinerarios, historias y protagonistas, que publica El libro de bolsillo de Alianza editorial con traducción de Pepa Linares.

Construido como un breve pero luminoso diccionario de conceptos y hechos históricos, de personajes y lugares, este Inventario medieval es un prontuario preciso, riguroso y certero que traza con agilidad narrativa y cercanía un completo panorama para orientarse en la Edad Media, una época a menudo oscurecida por sus propias sombras, que fueron muchas, y por las sombras añadidas que le atribuyeron, a veces injustamente, los humanistas del Renacimiento, que quisieron afirmarse con el trazado de un muro cultural que no existía.

Y sin embargo, gran parte de las raíces de la civilización occidental se desarrollaron y extendieron en el subsuelo de una Edad Media que vio surgir las ciudades y canalizó algunas de las líneas maestras del pensamiento europeo. El esfuerzo y la empresa de Cantarella se encaminan a explorar y describir ese entramado  casi invisible y a menudo subterráneo que vincula la época medieval con el presente, porque  “es un proceso histórico todavía poco conocido, muchas veces solo el espejo deformante de nuestro presente.”

Con esa perspectiva, Cantarella aborda en este Inventario medieval hechos y datos fundamentales, como los inseguros límites cronológicos de la Edad Media en torno a las dos capitales imperiales -entre la caída de Roma y del Imperio romano de Occidente, que pone fin al mundo antiguo en 476, y la caída de Constantinopla y del Imperio romano de Oriente, que cierra la Edad Media en 1453-, la importancia de Roma como capital de referencia, como nudo principal al que conducen todos los caminos y como centro apostólico de la cristiandad entre el Vaticano y el Laterano. Una Roma “vacía y verde” que “fue el punto de partida y el punto de llegada de los imperios: de Octaviano Augusto a Constantino el Grande y de Carlomagno a Carlos V”:

Roma, la continuidad o la perpetuidad histórica. Roma, diana de todas las yihads de todos los tiempos y maravilla ensalzada por las fuentes árabes. Roma, signo de contradicción. Roma, centro de todas las contradicciones. Roma, torbellino de las contradicciones. Roma, el lugar físico, ideal y mental al que todo tiende, en el que todo se concentra, se dilata y explota, se confunde, se anula, se recupera, nace, muere y vuelve a nacer, regresa cambiado y siempre igual a sí mismo. Roma, la Urbe, la Ciudad, la Única. La Eterna.

En sus nueve capítulos temáticos, estas páginas iluminadoras acercan a la mirada del lector actual una serie de líneas y trayectos que se entrecruzan y muestran la riqueza y la complejidad del periodo medieval: los mundos de la oración y el monacato benedictino, Cluny y la aristocracia de la oración, los territorios de ultramar como objetos del deseo, las peregrinaciones a Roma, a Compostela y a Jerusalén, los cruzados y los templarios, la vida urbana y el mundo laico, la cultura cortesana y refinada de la caballería y el amor cortés, el renacimiento cultural temprano del siglo XII, la formación de los reinos medievales, las cortes y los príncipes, el papel de la mujer y el matrimonio, las guerras, los herejes y la Inquisición, la fundación de las órdenes mendicantes y los conflictos intelectuales y hegemónicos entre franciscanos y dominicos.

Cruzan estas páginas personajes como Gregorio VII y Pedro el Venerable, Pedro Abelardo y Bernardo de Claraval, Chaucer y Rodolfo el Calvo, el infante Don Juan Manuel y Godofredo de Bouillon, que son reflejos significativos de aquella compleja época medieval, de mundos ocultos en un largo milenio distante en el tiempo y cercano en lo humano.

Cantarella abre así las puertas para emprender un itinerario -a veces secuencial, a veces reticular- que recorre distintos caminos y explora el territorio geográfico, histórico y cultural del Medievo para constatar que “la Edad Media es una época extraña: no se sabe cuándo comenzó ni tampoco cuándo acabó. Es también un espacio de fronteras lábiles, invisibles, una realidad lejana a nosotros, aunque se pueda pensar que la tenemos diariamente a nuestro alrededor; una realidad subterránea, un tiempo-espacio sumergido que aflora cuando se evoca, se le hacen preguntas, se investiga.” 


26 marzo 2025

Alfredo Giuliani. Versos y noversos

 


25 marzo 2025

Azorín, clásico y moderno

 


24 marzo 2025

Chaves Nogales. El maestro Juan Martínez que estaba allí

   



“Un bailaor de flamenco ante la revolución" titula María Isabel Cintas el espléndido prólogo que abre la edición de El maestro Juan Martínez que estaba allí, el libro de Manuel Chaves Nogales que acaba de aparecer en la colección de bolsillo de Alianza editorial.

En ese prólogo, María Isabel Cintas, editora de la obra completa de Chaves Nogales en una edición ejemplar en la Diputación de Sevilla, recuerda que “el reportaje en entregas sobre las andanzas de Juan Martínez en la Rusia soviética tuvo mucho éxito y fue seguido con desigual aquiescencia por los lectores, aunque siempre con especial interés. Para algunos alertaba sobre «la maldad de los comunistas». Para otros fue clarificador, entretenido, pedagógico.” Y añade que “aunque hoy todos los críticos manifiestan haber conocido y leído este y todos los libros de Chaves desde tiempo inmemorial, el caso es que tras su publicación en entregas y el inmediato éxito consiguiente en libro de Editorial Estampa fue sepultado por el olvido.”

Calificado por el propio Chaves como “folletín-reportaje”, se fue publicando en la revista Estampa entre el 17 de marzo y el 15 de septiembre de 1934, en veintisiete entregas que serían luego los veintisiete capítulos de la edición en forma de libro. En un apéndice, este volumen de Alianza editorial ofrece una amplia muestra de las ilustraciones que acompañaron aquella edición original por entregas, en un contexto español de fuerte ebullición prerrevolucionaria (es el año de la revolución de Asturias) que conviene tener en cuenta para situar bien el sentido del libro, muy crítico con los excesos revolucionarios de los bolcheviques.

Como sucedería al año siguiente con su memorable Juan Belmonte matador de toros, Chaves Nogales partió de una larga serie de conversaciones en París sobre las experiencias y los recuerdos de Juan Martínez  en medio de la revolución bolchevique. 

Y, como haría con Belmonte, acabaría elevando al personaje desde la mera condición de testigo involuntario de unos hechos de transcendencia histórica a la categoría de protagonista de un reportaje novelado sobre los primeros tiempos de la revolución soviética y sobre la guerra civil entre zaristas y bolcheviques. 

Juan Martínez, bailaor de Burgos que seguía trabajando en un cabaret parisino en los años treinta, ofrece así a través de Chaves Nogales el relato de su experiencia de la revolución y la guerra en Rusia. Había salido de París en 1914 con su pareja, Sole, para trabajar en Constantinopla y huyendo de la Gran Guerra y buscando la tranquilidad, llegó a la Rusia aún zarista en 1916. 

Perseguido por “el espectro de la guerra”, se mete en la boca del lobo. Allí le sorprenderán la revolución -“A mí la toma del poder por los bolcheviques, los famosos diez días que conmovieron al mundo, me cogieron en Moscú vestido de corto, bailando en el tablado de un cabaret y bebiendo champaña a todo pasto”- y la consiguiente guerra civil: “La guerra civil daba un mismo tono a los dos ejércitos en lucha, y al final unos y otros eran igualmente ladrones y asesinos; los rojos asesinaban y robaban a los burgueses, y los blancos asesinaban a los obreros y robaban a los judíos.”

Como “una verdadera novela de aventuras, vivida por unos personajes de carne y hueso” anunciaba su publicación la revista Estampa. La Rusia Blanca y la Rusia Roja, el Palacio de Invierno de Petrogrado asaltado en marzo de 1917 y las calles de Moscú bajo el fuego de los bolcheviques, Kiev y Odesa son los escenarios de esa peripecia personal trepidante que se describe con enorme vivacidad de detalles. 

Una peripecia descrita con distancia de espectador y habitada por espías alemanes y duques rusos, por criminales leninistas y asesinos de las checas, por cosacos en avanzadilla y artistas proletarios, por la presencia creciente del hambre, la crueldad y la barbarie, el miedo y la muerte:

“No creo que haya habido nunca una mortandad tan espantosa como la que hubo en Odesa aquel verano del año 21. El hambre y el tifus hacían diariamente millares de víctimas, a las que ni siquiera se podía dar sepultura. En los hospitales era tal el número de enfermos, que metían a dos en cada cama; cuando se morían hacían con ellos piras, colocándolos por tandas de dos en dos para quemarlos.”

Tras una breve introducción, Chaves Nogales se oculta tras la voz de su personaje. Lo anuncia con esta frase: “Y dice Martínez, ya por su cuenta:” Esa voz narrativa cedida al bailaor ya no desaparecerá hasta que el autor reaparezca en los párrafos finales para comentar ‘Lo que no cuenta Juan Martínez’.

Y al contar lo que vio, con la distancia temporal y emocional del superviviente, Juan Martínez deja el testimonio de sus peripecias durante seis años, de situaciones acuciantes y escenarios de pesadilla, de bandas de rumanos desvalijadores de cadáveres, de delaciones, hoces afiladas y crueldad animal de los rojos y los blancos: “Asesinos rojos o asesinos blancos, ¿qué más daba? Todos asesinos.”

Y de turbas de chusma exaltada, como la que se encuentra en una estación de paso cuando viaja en tren a Kiev:

En todas las estaciones el espectáculo era el mismo: manadas de tíos miserables que vociferaban y algún que otro judío enfundado en su largo abrigo negro dirigiendo aquella imponente batahona o presenciándola impasible. Aquella gentuza, en cuanto nos veía, empezaba a gritar contra nosotros desaforadamente. No parecía sino que éramos el espectro de la burguesía. En una estación estaba yo llenando de agua nuestra tetera, sin hacer caso de los gritos, cuando se me acercó un hastial, que de un manotazo me tiró el cacharro, y me dijo:
-¡Largo de aquí, cochino burgués!
-¡Largo, si no quieres que te arrastremos! -corearon diez o doce gandules que le seguían.
Me revolví furioso al verme atropellado tan injustamente.
-Pero ¿por qué?
-¡Porque eres un burgués asqueroso, y te vamos a colgar ahora mismo!
-Yo soy tan proletario como ustedes.
Me contestó una salva de carcajadas. Yo, realmente, con mi cuello almidonado y el gabancito corto que llevaba, debía de tener entre aquellos bárbaros, que lucían las ropas en jirones, un aire bastante ridículo.
-¡Yo soy tan proletario como ustedes! ¡O más! -grité exasperado.
-¡Mentira!
-¡Mentira!
-O demuestra ahora mismo que se gana la vida trabajando como un obrero o le arrastramos.
-¿Queréis que os pruebe que soy un proletario? -pregunté jactancioso.
-¡Como no lo pruebes no sales de nuestras uñas, canalla!
Hubo un momento de silencio. Les miré a los ojos retándoles y les grité con rabia:
-¡Mirad, idiotas!
Y les mostraba, metiéndoselas por las narices, las palmas de mis manos deformadas por dos callos enormes, cuya contemplación causó un gran estupor a aquellas gentes.
Eran los callos que a todos los bailarines flamencos nos salen en las manos de tocar las castañuelas.
Ellos me salvaron.

No la ideología, sino el mero instinto de supervivencia guiaron el comportamiento de un Juan Martínez que ni sabía ruso ni entendía lo que estaba pasando. Y con ese instinto primario tuvo que hacer frente a aquellos acontecimientos reflejados en una crónica novelada que contiene párrafos como este:

La máquina del terror rojo funcionaba a toda presión. A los verdugos la Checa les pagaba por cada ejecución una cantidad considerable en rublos y la ropa del reo. Había mucho tajo, y todo el mundo podía ser verdugo.
Las ejecuciones se hacían a las doce de la noche. A esa hora los soldados de la Checa o los verdugos voluntarios se presentaban en los sótanos de la Elisabetkaya o la Catherinskaya, donde estaban las prisiones, y llamaban por sus nombres a los detenidos que tenían en las listas la terrible tachadura roja del camarada Mischa. Al oír sus nombres los infelices prisioneros, que sabían lo que les aguardaba, se despedían de sus camaradas de infortunio, y, con el ansia de dejar algún rastro de sus vidas antes de desaparecer para siempre, ponían en las paredes del calabozo sus nombres entre una cruz y una fecha. Cuando los bolcheviques fueron expulsados de Kiev se pudo descubrir el trágico destino de muchos desaparecidos gracias a aquellas firmas trémulas, hechas a veces con las uñas, en las paredes de los calabozos.
Las ejecuciones se verificaban, sin ningún aparato, en los patios interiores del caserón de la Checa o en los sótanos. Para que no se oyesen los estampidos de los fusilamientos y los ayes de los reos, los chequistas, antes de comenzar su faena, ponían en marcha los motores de sus camiones, que petardeaban en la noche con el escape suelto mientras duraba aquella espantosa carnicería.

Y tras esa bajada a los infiernos de la revolución y la guerra, tras un breve paso por España, Juan Martínez regresa a París, “donde se sabe apreciar el arte, y los artistas, mal que bien, podemos ir tirando. Aquí en París estoy ganándome la vida honradamente con mis castañuelas.”

“Resurrección” se titula el último capítulo del libro. En su sección final -‘Lo que no cuenta Juan Martínez’- la voz de Chaves Nogales reaparece para hablar de los “espantosos relatos de guerras y revoluciones que el maestro Juan Martínez hace en estas páginas con escrupulosa fidelidad histórica y prodigiosa exactitud de detalle.”



23 marzo 2025

José Antonio Sáez. Mar de las ágatas

 


22 marzo 2025

Fechner. Nanna o el alma de las plantas

 


21 marzo 2025

El más amado de todos los sepulcros




“El más amado de todos los sepulcros.”

Así define Alfredo Rodríguez el Sepulcro en Tarquinia de Antonio Colinas en el estupendo prólogo (“Una revelación de plenitud”) que ha escrito para la reedición exenta del poema en Ediciones del 4 de agosto.

Este es su memorable comienzo:

se abrieron las cancelas de la noche,
salieron los caballos a la noche,
campo de hielos, de astros, de violines,
la noche sumergió pechos y rosas,
noche de madurez envuelta en nieve 
después del sueño lento del otoño,
después del largo sorbo del otoño,
después del huracán de las estrellas,
del otoño con árboles de oro,
con torres incendiadas y columnas, 
con los muros cubiertos de rosales tardíos

Fechado en Monterosso al Mare en la primavera de 1972, es un largo poema de casi quinientos versos que dio título a uno de los libros más luminosos e intensos de Antonio Colinas, que se publicó hace ahora medio siglo, en 1975.

Sepulcro en Tarquinia es la culminación de su primera etapa poética, marcada por un culturalismo vivido y una intensa sentimentalidad neorromántica, por un lirismo telúrico y una admirable pureza formal, en definitiva, por una concepción de la poesía como suma de intensidad emocional, de hondo conocimiento y depurada elaboración verbal.

Esta es su estrofa final:

debes saberlo ahora que recuerdas:
jamás llegará nadie a este lugar,  
aquí nos trae el mar los peces muertos
y no hay más vida que la de las olas
estallando en la noche de las grutas,
soñarás una barca cada noche,
soñarás unos labios cada noche, 
en vano escucharás junto a las rocas,
jamás llegará nadie a este lugar,
recorrerás las salas del convento,
escrutarás la faz de la Diana,
los gatos mirarán la fría aurora, 
habrá un fresco con grumos de salitre
en la cripta, sin techo del castillo,
el huracán arrancará geranios,
jamás llegará nadie a este lugar,
jamás llegará nadie a este lugar 
y las gaviotas me darán tristeza

“Hay una plenitud de vida y color en Sepulcro en Tarquinia. Una maravillosa sinfonía, con sus ritmos, llega al oído de nuestro espíritu como lectores” escribe Alfredo Rodríguez en un prólogo que combina el certero análisis crítico del poema con el aura de emoción personal asociada a su lectura y a su vivencia intensa del poema. Así termina su prólogo: “Mantengamos encendido el fuego que Sepulcro en Tarquinia nos ha legado. Que arda en su nombre una lámpara perpetua.”

Cierra esta cuidada edición un Epílogo, “50|30 aniversario”, en el que el editor, Enrique Cabezón, acaba expresando su deseo de “que esta edición sirva para compartir, releer y reivindicar una obra que, cinco décadas después, sigue latiendo en el corazón de los buenos lectores de poesía con la misma fuerza que el primer día.”


20 marzo 2025

Octavio Paz. Primeras letras


19 marzo 2025

Proust, novela familiar

 



“¿Y por qué todo el que emprende el larguísimo viaje que es En busca del tiempo perdido se sorprende al reconocerse a sí mismo en cada página? Porque Proust, en «esa novela que no para de pensar» (el Tiempo, el yo, las artes, la escritura, los celos, la fenomenología), a través de ese yo del narrador y protagonista, nos devuelve a nosotros mismos.
[…]
Obviamente, no estoy infringiendo ninguna prohibición al leer En busca del tiempo perdido. Pero vuelvo a sumergirme en mis orígenes. Ese retorno a las fuentes de una realidad mediante la ficción tiene efectos concretos. Eso es lo que narra este libro”, escribe Laure Murat en uno de los primeros capítulos de Proust, novela familiar, que llega hoy a las librerías publicada por Anagrama con una magnífica traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego.

Híbrida de ensayo y relato autobiográfico, la rematan casi doscientas cincuenta notas finales, alusivas a la obra, la vida y la correspondencia de Proust y un índice onomástico de personas y personajes. Alejada de enfoques académicos, es, entre otras cosas, un homenaje literario a la novela de Proust, el intenso testimonio de una lectura muy personal y cercana que ha acompañado a lo largo de tres décadas a Laure Murat, profesora en la UCLA de Los Ángeles y descendiente de la aristocracia francesa del Imperio. Y así la autora busca su propio reflejo en la lectura de En busca del tiempo perdido, entendido casi como si fuera un álbum familiar:

Me pasé toda la adolescencia oyendo hablar de los personajes de En busca del tiempo perdido, convencida de que eran tíos o primas a los que yo nо сопоcía aún, cuyas ocurrencias se contaban exactamente igual que se citaban las agudezas que soltaban en las cenas mundanas personas reales de las que me resultaba imposible distinguirlas. Las réplicas de Charlus y las pullas de la duquesa de Guermantes se confundían con las salidas más picantes de la familia, sin solución de continuidad entre ficción y realidad.

Lecturas en clave familiar y personal que le hicieron escuchar en sí misma el eco del tiempo perdido en la evocación del retrato de sus antepasados y de los espacios físicos y los ambientes sociales que compartieron con Proust. Porque “aprendí muy pronto a remontar el tiempo sin esfuerzo, fabricándome una memoria por poderes, depositaria de recuerdos de cosas que yo no había vivido. […] En el fondo, por la persona interpuesta de mi padre y su educación, solo me separaba un grado de la sociedad que Proust describió en su heptalogía, un universo obviamente lejano y pretérito y aun así familiar.”

“Con cada lectura, Proust modificó mi forma de ver el mundo”, escribe Laure Murat a propósito de esas lecturas profundas, constantes y sanadoras que le permitieron asumir su propia homosexualidad y la ruptura con su familia a través del diálogo fecundo con Proust y su mundo.

Como recuerda Laure Murat, “Proust tiene una actitud ambivalente de cara a la nobleza del Imperio y progresivamente la fue juzgando con mayor dureza (como a toda la aristocracia en general), puesto que En busca del tiempo perdido también es la historia de una tremenda desilusión y de un vuelco casi total de las opiniones del narrador.”

Efectivamente, la mirada crítica de Proust hacia la vulgaridad que hay bajo el barniz de ese mundo aristocrático es cada vez más palpable según avanzan las siete entregas de la serie. Y, como Proust, Laure Murat va dejando al descubierto el vacío y la hipocresía de ese mundo formal y vacío, anacrónico y a menudo iletrado, muy inferior al novelista: “En esta miscelánea superficial de mundanidad y literatura he visto a duquesas iletradas burlarse del esnobismo de Proust y de la fascinación que sentía por la aristocracia.”

Desde ese punto de vista, el libro es, además de un ajuste de cuentas con el pasado, una sátira a dos manos y a dos voces: la de Proust y la de Murat, de los Guermantes a su propia familia, porque el novelista frecuentaba la casa de sus bisabuelos, “cuyos nombres aparecen en la novela”.

Pero, más allá de esa lectura en clave familiar del ciclo proustiano, el sentido final de este libro radica en resaltar el poder emancipador de la literatura, como se anuncia ya en la cita inicial, extraída de un texto de Proust de 1899:

Todos estamos, ante el novelista, como los esclavos ante el emperador: con una palabra puede emanciparnos. [...] Gracias a él somos Napoleón, Savonarola, un campesino, aún más -existencia que podríamos no haber conocido nunca-, somos nosotros mismos.

De ese modo, lectura, memoria e identidad personal se van cruzando en estas páginas en las que el efecto espejo conjura el pasado y lo proyecta en el presente para invocar el poder benéfico y liberador de la literatura. Y para reconstruir la revelación de la lectura que será decisiva en el autorreconocimiento de la lectora y en la asunción de su identidad sexual, como explica en ‘Una larga pesadilla’, uno de los capítulos centrales del libro:

Al arrancar una a una las máscaras de la leyenda, al escarbar concienzudamente en el mito hasta los tuétanos, Proust no solo me liberó de los tópicos y demás trivialidades inherentes a la nobleza y la dotó, en su lugar, de sentido y profundidad. También le dio un segundo vuelco a mi vida, igual de determinante, pero de índole muy distinta, al ser el primero en tomarse «la homosexualidad en serio», como le oí decir a Chantal Akerman en París, durante la proyección de La cautiva (2000), que es una adaptación de La prisionera. Ahora bien, la homosexualidad (la mía) fue precisamente lo que ratificó la ruptura definitiva con mi familia, que se había iniciado durante una conversación con mi madre.

Estas son las líneas finales del último capítulo, “En busca del tiempo perdido o el consuelo”, que resumen el efecto reparador de la lectura y de la escritura en este espléndido Proust, novela familiar, en el que Laure Murat diluye las fronteras entre el pasado y el presente, entre la ficción y la realidad, entre la vida y la literatura:

¿Sospechaba siquiera Proust que al bosquejar su novela estaba inventando un auxilio más poderoso que el cariño de una madre ausente? ¿Que su obra, al ofrecer constantemente la oportunidad de abrir los ojos, incluso de forma introspectiva, pondría al alcance de millones de personas en todo el mundo una plantilla para comprender y descifrar el mundo tan soberana como dinámica y tan sutil como penetrante? ¿Que a cualquier hijo de vecino le enriquecería sorprendentemente leer su obra, porque es muy cierto que «un error disipado nos aporta un sentido más»? Proust no nos adormece el dolor con las volutas de su prosa, sino que nos exacerba sin tregua el deseo de saber, esa libido sciendi que, al separar al niño de su madre, nos emancipa de la desdicha con mayor seguridad que todas las palabras de la compasión.
En este sentido, no sería exagerado decir que Proust me salvó.

18 marzo 2025

Carmen Martín Gaite. Una biografia

 


“De Carmen Martín Gaite me atrae, además de su obra, la protesta que su vitalismo manifiesta contra la derrota, la muerte y la realidad circundante que se negaba a aceptar, pero de la que no perdió ripio. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en una fuente moral de conocimiento. Nunca se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entenderla. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de la letra escrita”, escribe José Teruel en el prólogo de la biografia de Carmen Martín Gaite con la que obtuvo el Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias 2025, que acaba de publicar Tusquets.

Cuando se va a cumplir el centenario del nacimiento de Carmen Martín Gaite, esta biografía, escrita por el mejor especialista en su obra, es una reconstrucción rigurosa de una intensa trayectoria biográfica atravesada constantemente por la relación con la literatura. Una trayectoria que refleja por otro lado el contexto histórico, social y cultural en que transcurrió su vida y construyó su obra:

Los años de crisálida en Salamanca y el conocimiento en los primeros años universitarios de Ignacio Aldecoa, una presencia decisiva en su vida y su obra; la segunda juventud en Madrid, el noviazgo con Rafael Sánchez Ferlosio y la aventura de la Revista Española, en  la que se agruparon jóvenes universitarios de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid -Aldecoa, Fernández Santos, Ferlosio, Medardo Fraile y ella misma-, que revitalizarían el relato corto en los años 50, bajo la influencia del neorrealismo cinematográfico; su matrimonio con Ferlosio y la publicación del primer libro, El balneario, una colección de cuentos que aparece en mayo de 1955, el mismo mes de la muerte trágica de su hijo Miguel; el nacimiento de su hija Marta; la escritura tres veces interrumpida de Entre visillos, su primera novela, que ganaría el Nadal en 1957; la crisis matrimonial y la separación; la composición del ensayo histórico El proceso de Macanaz, una de sus mejores obras, y sus réditos literarios en la elaboración de Retahílas y en la confluencia de realidad histórica y ficción; los Usos amorosos del dieciocho, un ensayo de historia cultural que traza el panorama de la realidad social española del siglo de las luces; la ruina de una casa como reflejo simbólico de su situación familiar en Ritmo lento, que, aunque poco conocida, es una de sus mejores novelas; la interlocución personal y literaria con Juan Benet; la turbulenta relación amorosa con Torrente Malvido y su reflejo indirecto en la escritura terapéutica de Retahílas y Fragmentos de interior; la ligazón estrecha con la hija, para la que quiso ser “madre y amiga íntima”; la ‘soledad habitada’ del decenio 1973-1983, una década fecunda en la que emerge la ensayista y articulista que escribirá La búsqueda de interlocutor, El cuarto de atrás y El cuento de nunca acabar; la actividad como crítica literaria en Diario 16; los arrebatos amorosos de los primeros años ochenta y la importancia en su vida y su obra del periplo norteamericano; la enfermedad y muerte de Marta, que atraviesa sus últimas novelas; el éxito editorial de los Usos amorosos de la posguerra; la escritura de supervivencia en sus últimos años con novelas como Nubosidad variable, Lo raro es vivir o Irse de casa. Novelas que aprovechan materiales de derribo procedentes de Entre visillos o Retahílas y que -como reconoce Teruel- “fueron las de más éxito de público y ventas, pero no las mejores”.

Esos son algunos de los aspectos que aborda esta biografía, apoyada en datos y en testimonios, en los Cuadernos de todo y en la correspondencia o en la zona más autobiográfica de la literatura de Carmen Martín Gaite, tanto en el género ensayístico como en el narrativo, para completar un panorama en el que se cruzan constantemente la vida y la literatura, la experiencia y la creación.

Ilustrada con abundantes fotografías que acompañan al texto o se encartan en tres amplios cuadernillos ordenados cronológicamente, esta obra no es sólo una biografía, sino una introducción completa y una incursión profunda en el mundo literario de la autora a lo largo de sus quinientas páginas. Un mundo que fue cambiando a medida que variaban las circunstancias vitales y el itinerario humano que están en la raíz de la literatura de Carmen Martín Gaite y en “su existencia compleja y polivalente”, como señaló Luis Martín-Santos en una dedicatoria autógrafa de Tiempo de silencio.

Y por eso -señala José Teruel- “los rastros dejados por Carmen Martín Gaite en sus obras, cartas, cuadernos personales, agendas, más los recuerdos que transmitió a los amigos que la conocieron, y la lectura combinada de ellos constituirán las fuentes primarias para la construcción de esta biografía, que intenta revivir ante el lector los antecedentes familiares, los años de formación, los personajes, las relaciones, las lecturas, los viajes, los ambientes y las circunstancias que con mayor relevancia pudieron influir en su desarrollo como mujer y escritora. Otorgo un especial protagonismo a los momentos autobiográficos que se traslucen en su obra de ficción y ensayística, y al singular entendimiento que me ha permitido la dirección y edición de sus Obras completas, de las que esta biografía constituye el remate final. Sin embargo, no se trata de dejar hablar a Carmen Martín Gaite por sí misma: ya he señalado que hasta en sus escritos más estrictamente auto­biográficos es posible constatar -y ella supo también reconocerlo- que entre lo que pasó y lo que decía que pasaba media el mecanismo de la memoria y su ordenación narrativa. Rechazo la asunción indolente que lleva al biógrafo a replicar y glosar las mismas razones de la autora, de leer su vida necesariamente en la misma clave que ella propicia. Hay en algunas ocasiones una brecha, y para dar cuenta de esa fisura entra en escena mi voz, la del intérprete: ni hagiografía ni patografía, sino la exploración de una vida cuyo sentido último solo se puede conferir a través de la aceptación del claroscuro, de lo que se sabe y lo que se ignora.”


 

17 marzo 2025

Edición ilustrada de Tiempo de silencio




 Aquí estoy. No sé para qué pienso. Podía dormirme. Soy risible. Estoy desesperado de no estar desesperado. Pero podría también no estar desesperado a causa de estar desesperado por no estar desesperado. A qué viene aquí ahora ese trabalenguas. Parece como si me gustaría decirlo a alguien. Alguien me tomaría todavía por ingenioso y no tendría que preguntarme de dónde viene mi ingenio, porque para qué iba a preguntarse de dónde viene mi ingenio. ¿Y qué demonios puede importarle a nadie si yo soy ingenioso o no soy ingenioso o si era ingeniosa la puta que me parió? ¡Imbécil! Otra vez estoy pensando y gozo en pensar como si estuviera orgulloso de que lo que pienso son cosas brillantes… ajjj. El sol sigue tan tranquilo entrando en el departamento y allí se dibuja el Monasterio. Tiene todas sus cinco torres apuntando para arriba y ahí se las den todas. No se mueve. Tiene las piedras alumbradas por el sol o aplastadas por la nieve y ahí se las den todas. Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese sanlorenzaccio que sabes, a ese sanlorenzón, a ése que soy yo, a ese lorenzo, lorenzo que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, ya me he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, sanlorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y sólo dijo —la historia sólo recuerda que dijo— dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.

Así, con el memorable monólogo interior de Pedro en el tren que lo aleja de Madrid, termina Tiempo de silencio, la novela con la que Luis Martín-Santos cambiaría el signo de la novela española contemporánea. Para celebrarla, Galaxia Gutenberg publica en un volumen de amplio pero manejable formato una edición ilustrada con una serie de veintiún dibujos de El Roto en aguada y tinta sobre papel, inspirados en el clima moral de la novela. 

Un reflejo gráfico del mundo de Tiempo de silencio que formó parte el año pasado de la exposición Luis Martín-Santos. Tiempo de libertad y que se incorpora muy oportunamente al texto de la obra en esta nueva edición con imágenes como esta:


Tiempo de silencio, una obra excepcional que se publicó en marzo de 1962, rompió radicalmente con los modos narrativos de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta en España, una época marcada aún por el neorrealismo o el realismo social. 

Pero la mayor novedad es que aunque Tiempo de silencio rompía argumental, formal y estilísticamente con esos modelos, su carga de crítica social y cultural era no sólo más explícita, sino también más sólida y muy superior a la de novelas sociales como Dos días de septiembre, de Caballero Bonald, Tormenta de verano, de García Hortelano o Fin de fiesta, de Juan Goytisolo, que se publicaron aquel mismo año.

Tiempo de silencio es un artefacto literario y estilístico de primer nivel, un portentoso despliegue literario capaz de fundir lo tradicional de su estructura argumental lineal (planteamiento, nudo y desenlace) con el enfoque contemporáneo del tiempo reducido o el alarde de su novedad estilística y su creatividad lingüística; Goya y el psicoanálisis; la novelística barojiana con el Ulysses de Joyce; la narrativa contemporánea con la subliteratura folletinesca (las chabolas, el aborto, la muerte, la denuncia, la detención); la técnica vanguardista de la secuencia con el enfoque realista del narrador omnisciente, casi decimonónico; la capacidad analítica del ensayista en las digresiones sobre Madrid, las corridas de toros o el teatro, con el virtuosismo lingüístico y, finalmente, la capacidad descriptiva con la actitud crítica, como en la reflexión sobre la capital, que abarca la segunda secuencia de la novela. Es uno de los momentos más altos de su prosa, un excurso narrativo del que dejo una breve muestra:

Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte— que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador […] que no tienen catedral.

La coexistencia de ambientes (de la burguesía refinada de Matías al lumpen degenerado de Cartucho) y la superposición de lenguajes (del nivel científico al argot quinqui, de la abundante creatividad neologista al registro coloquial), la suma de reflexión y de burla, de mirada local y perspectiva universal, del enfoque culto y el popular, del homenaje y la parodia son algunas de las claves constructivas de Tiempo de silencio. 

Y como resultado de esa integración de contrarios, la realidad y la literatura se conjugan en un difícil equilibrio bajo la mirada incisiva e irrepetible de un autor que se confunde a menudo con el narrador a lo largo de una novela itinerante con constantes cambios estilísticos y espaciales que son el contrapunto dinámico a la concentración temporal de la acción propia de la novela contemporánea. 

El eje vertebrador que articula toda esa construcción literaria es la mirada subjetiva, humorística e irónica que se expresa en los monólogos interiores o en las descripciones. Una mirada que se expresa con brillante causticidad y con sarcasmo hiriente a través de las estridentes disfunciones entre la sórdida realidad que se representa y las constantes referencias literarias y guiños culturales que la aluden (de la Biblia a Shakespeare, de Sartre al Quijote, de la tragedia griega a Ortega), o con el impulso metafórico, épico o mitificador que se proyecta hacia una realidad miserable, por ejemplo en el episodio de las tres diosas de la pensión o en el encuentro con el Muecas:

Y tras haber contemplado el impresionante espectáculo de la ciudad prohibida con los picos ganchudos de sus tejados para protección contra los demonios voladores, descendieron Amador y don Pedro desde las colinas circundantes y tanteando prudentemente su camino entre los diversos obstáculos, perros ladradores, niños desnudos, montones de estiércol, latas llenas de agua de lluvia, llegaron hasta la misma puerta principal de la residencia del Muecas. Allí estaba el digno propietario volviéndoles la espalda ocupado en ordenar en el suelo de su chabola una serie de objetos heteróclitos que debía haber logrado extraer —como presuntamente valiosos— del montón de basura con el que desde hacía unos meses tenía concertado un acuerdo económico de aprovechamiento. Mas en cuanto les hubo advertido gracias a un significativo sonido brotado de la carnosa boca de Amador, se incorporó con movimiento exento de gracia y en su rostro, surcado por las arrugas del tiempo y los trabajos y agitado por la rítmica tempestad del tic nervioso al que debía su apodo, se pintó una expresión de viva sorpresa.
—¡Cuánto bueno por aquí, don Pedro! ¡Cuánto por aquí! ¿Por qué no me has avisado?

Sobre ese extrañamiento paródico y burlesco de una realidad cercana, la del Madrid de 1949, se proyectan abundantes rasgos autobiográficos, reconocibles en la figura de Pedro, un protagonista de reminiscencias noventayochistas por su resignación ante el fracaso. En él y en la figura de su amigo Matías -trasunto en clave de Juan Benet, su compañero de farras, de aventuras intelectuales y exploraciones literarias- condensó Martín-Santos parte de su experiencia madrileña entre 1946 y 1949.

La pensión de Barquillo, 22 que evocó Juan Benet (Matías en la novela) en su imprescindible ‘Luis Martín Santos. Un memento’; el Instituto de Experimentación Biológica de la Facultad de Medicina; las tertulias en los cafés; las tabernas y las borracheras o los prostíbulos de los sábados; las conferencias de Ortega en el cine Barceló o la detención en la Dirección General de Seguridad son algunos de esos escenarios madrileños de una novela en la que la ciudad tiene un papel central:

De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos.

Luis Martín-Santos levantó en Tiempo de silencio una asombrosa construcción estilística y literaria, de una altura pocas veces alcanzada en la lengua española. Una novela imprescindible de la literatura española del siglo XX por la que no ha pasado el tiempo ni sobre la que se ha impuesto el silencio.



16 marzo 2025

Miguel Floriano. Descortesías

 


15 marzo 2025

Vado permanente, de Francisco Barrionuevo

 


 
Mirador. Esa es la palabra que acude insistente a la cabeza de este lector mientras lee el espléndido Vado permanente de Francisco Barrionuevo que publica Mahalta

Y cae en la cuenta luego de que esa palabra convocada en la lectura de estos poemas tiene una ambivalencia polisémica, significativa e iluminadora: como adjetivo designa a quien mira y como sustantivo, el lugar desde donde mira, un espacio intermedio en que confluyen lo exterior y lo interior, el yo y el otro. Así lo resume el poema que abre el libro y explica su título:

Veo y siento la Realidad, 
construyo su Representación. En mí 
todo está dentro y fuera, y a la vez.

Atravesamos vados permanentes.

Y seguramente esa confluencia explica algunas de las claves de un libro cuya segunda parte se titula precisamente ‘Ventanas de la casa’, esos lugares de dentro y de fuera. Lugares para la mirada a los que pertenecen los poemas de más alta intensidad emocional y verbal de Vado permanente, cuyo título evoca a la vez el espacio privado y el lugar de la travesía.  

Como el muy afilado La sentencia:

Cuando llegué, 
la sentencia estaba ya promulgada.

El día había acabado y fui culpable 
de haber llegado tarde a mi inocencia.

Fecunda en imágenes y exacta en su trato con la palabra, la de Francisco Barrionuevo es poesía despojada y esencial, poesía de la mirada reflexiva hacia fuera y de la contemplación hacia dentro que acaba completando en el poema un viaje de ida y vuelta, entre la emoción y la reflexión.

Un viaje que desde el interior va al exterior para regresar al punto de partida con el botín sustancial de la experiencia hecha meditación, conocimiento y conciencia transfigurada en palabra poética, como en ‘Dos poemas’:

El poema comienza
cuando alguien reúne los fragmentos
de un jarrón que se ha roto y los transforma
en las alas de un pájaro.

                                        Otras manos
lo entienden de otro modo y se proponen,
pegando los fragmentos, sin retórica,
volver hacia el origen porque saben
que toda cicatriz es una forma
de regresar a casa y el dolor
reclama lo inmediato.

                                    Y al final
tenemos dos poemas: el que deja
el jarrón recompuesto donde estuvo,
y el que abre en la casa una ventana
para que vuele un pájaro.

De esa admirable manera, con esa palabra precisa y contenida, sin estridencias ni faltas de respeto a la sintaxis ni a la música interior que marca el ritmo de la mejor poesía, los textos de Vado permanente surgen del hondo venero de la emoción, del que brota la palabra más transparente en busca de la poesía más alta, de la comunicación más transitiva con el otro, lejos de todo ensimismamiento:

Nada en mí permanece. Soy más yo 
cuando más me transformo, 
así mis ojos pueden ver el mundo, 
pero no a mí mismo. 
De mi rostro tan solo reconozco 
la imagen de un extraño en el espejo, 
la mirada del otro sobre mí.

Y el lector de este libro que ilumina y conmueve asistirá a la reflexión profunda sobre la palabra y el poema, definido como ‘Mirar un árbol para ver el viento’, que da título a la primera parte del libro, en la que se conjuntan mirada y reflexión, emoción y palabra que como en ‘Ventanas de la casa’ salen al encuentro de una realidad que requiere la presencia de una voz que la ordene y reconstruya su sentido, como en este contundente ‘Ave Fénix’:

Quien renace al final de sus cenizas 
debe una vida al fuego.

De esa reunión de la voz y la mirada de Francisco Barrionuevo surge un universo poético coherente que integra lo minúsculo y lo inmenso, el océano y el musgo, el tiempo, la memoria y las ausencias, las luces y las sombras, el dolor y el placer, los cuerpos y las almas, el frío y el calor, los cuchillos del agua y la lengua de papel en un viaje seminal de la oscuridad a la luz:

Nací en la oscuridad, voy a la luz. 

Soy un árbol.

En la monotonía del desbordante mar sin edad de la niñez, en la afectuosa compañía de otros o en la imagen de las glicinias que “cuelgan del recuerdo del que han florecido”, esta es una poesía que, como señala Gabriele Morelli en la conclusión de su prólogo, “tiende a construir conexiones entre la realidad y su representación interior” y “es la declaración de un acto de amor por la vida que solo la palabra poética puede expresar'.

Palabra que conjura presente y pasado, mirada y sentimiento que atraviesan poemas como este espléndido ‘En el mercado’:

En el mercado me venden 
higos secos y nueces.
                                   Yo compro 
el recuerdo de mi padre.

Por decenas de textos como ese, Vado permanente es uno de esos pocos libros que contienen el corazón del mundo y no sólo lo reflejan, sino que lo celebran y son además un espejo en el que se mirará el lector y milagrosamente reconocerá su propia imagen en versos memorables como estos:

Y sabré quién ha muerto 
si septiembre no llega.

Y participará, con el poeta, en ese ‘Vuelo’ que cierra el libro:

Una pluma en el suelo es suficiente 
para saber que un pájaro ha pasado 
tratando de encontrar el horizonte.

Yo he descrito sus giros en el aire 
desde la incertidumbre de mi vuelo.



14 marzo 2025

Roberto Saviano. Los valientes están solos