16 febrero 2019

El hombre que no alardea de ser Manuel Longares


A Manuel Longares lo asisten grandes virtudes diversas, pero de ninguna alardea, ni siquiera de llamarse Manuel Longares. 
Él querría vivir en silencio, fuera del mundo, escribiendo, o no haciendo nada, en silencio, viendo la nieve o las sombras del sol, riendo de las ocurrencias ajenas, resguardando su genio como un tesoro que él tampoco conoce o al menos no desea revelar. En silencio. De esa noble materia está hecho Manuel Longares. «No digas nada de mí. Yo no existo.» 
Es el primero en llegar a las citas, el que advierte en los amigos desfallecimientos que él cura con inteligencia y discreción, y es en el universo literario un tipo extraño, una rara avis, que además tiene de ave una cualidad mayor: sobrevuela, no se le nota, pero en todo se fija, como un búho cuya aparición, además, te va a dar buena suerte. Si hubiera un medicamento totalmente benéfico, éste se llamaría Longares y habría que prescribirlo para todas las enfermedades, incluidas las del alma. Es difícil encontrar a alguien tan bueno, tan especial y, por eso, tan raro o único.
Mientras llega a los sitios (y tú lo adivinas de lejos, sin que él llegue a verte) parece reconcentrado, como ausente de sí mismo, porque forma parte de la calle y de sus escaparates, alentado por lo que ocurre más que por lo que le ocurre. Generalmente va solo por los sitios, no se le ve acompañado sino cuando llega y está contigo, y entonces ya empieza a actuar como persona que habla y se fija en el otro, hasta que se asegura de que ha dejado clara su manera de abrazarte, de darte ánimo, aunque no lo necesites, tan sólo por si acaso. Su bondad no es blandengue sino utilitaria: siempre te dará una salida para tus atolladeros. Para él no pide nada, ni alpiste, su ejercicio ante el otro es el de dejarle mejor de lo que éste estaba al recibirlo. Cuando te alejas tras una conversación con Longares, puedes preguntarte, legítimamente, si ha venido a verte un médico de almas, pues quedas curado hasta de espanto. Y él se va por la calle, buscando de nuevo escaparates de la vida que luego hallan residencia en su obra.
La vida literaria no suele dar personas así, pues en la naturaleza de esta especie prima generalmente el egocentrismo, la lucha del hombre y de la mujer escritores por mostrar lo que saben y lo que han hecho sin tener en cuenta qué hicieron aquellos que tienen enfrente, mientras que Longares procura que no se sepa ni qué ha escrito ni qué está escribiendo. No llega a ser Samuel Beckett, quizá porque al fin y al cabo esa generosidad que lo habita es netamente transitiva. 

Juan Cruz. 
Primeras personas.
Alfaguara. Madrid, 2018