23 junio 2019

Mary Austin. La tierra de poca lluvia



Al oeste, el oeste de las mesetas y las colinas sin propietarios, hay más cielo que en ninguna otra parte del mundo. No se asienta plano sobre el borde de la tierra, sino que comienza en algún lugar del espacio en el que la tierra está tranquila, se ahonda más y está llena de limpios aires vinosos. Hay algunos olores, además, que se introducen en la sangre. Está el aroma primaveral a salvia, que anuncia que la savia está empezando a actuar en una tierra que parece no contener ninguno de los jugos de la vida; es el tipo de olor que nos hace pensar en el largo surco que el arado abriría aquí, el tipo de olor que es el comienzo del nuevo follaje, el mejor en el apogeo de la planta, y que deja un rastro picante dónde crece el ganado salvaje. Está el aroma de salvia al atardecer, salvia al fuego en campamentos de indios y campamentos de ovejas, que viaja en finas volutas de humo azul; el tipo de aroma que se te queda en el pelo y en la ropa y que no es muy apreciado, salvo en amigos de siempre, y todo paiute y todo pastor huelen indudablemente a eso.

Esa estupenda descripción forma parte de La tierra de poca lluvia, de Mary Austin (1864-1934), escritora estadounidense y pionera feminista que en este libro, publicado en 1903, habló de paisajes inhóspitos en los que es muy difícil la supervivencia en medio de una naturaleza extremada, El País de las Fronteras Perdidas, el desierto al sur de California, que caracterizó como “una región con tres estaciones. De junio a noviembre es calurosa, inmóvil e insoportable, afligida por tormentas violentas e implacables; luego, hasta abril, fría, muda, bebiendo su escasa lluvia y aún más escasas nieves; de abril a la estación calurosa, floreciente, radiante y seductora.”

Una tierra de ríos perdidos, con muy poco en ella que se pueda amar; pero una tierra a la que, una vez que se visita, hay que volver inevitablemente. Si no fuera así, poco habría que decir de ella.

Por eso se volcó en este esfuerzo narrativo y descriptivo, aunque “hay ciertos picos, cañones y praderas abiertas que se encuentran por encima de cualquier límite de las palabras.”

Con estas páginas nos dejó “un clásico de la literatura de los espacios salvajes”, según afirma la nota editorial con la que Hermida Editores presenta este libro traducido por José Luis Piquero.