22 septiembre 2019

El canto y el ser


Profundamente señala Jacques Maritain que toda poesía es conocimiento pero no medio de conocimiento. Según este distingo, el poeta debería decir con Pablo Picasso: «Yo no busco, encuentro». Aquel que busca pervierte su poesía, la torna repertorio mágico, formulística evocatoria —todo eso que obliga a un Rimbaud a lanzar el horrible alarido de su silencio final. He buscado mostrar cómo el acto poético entraña algo más hondo que un conocimiento en sí; detenerse en éste equivaldría a ignorar el último paso del afán poético, paso que implica necesariamente conocimiento pero no se proyecta en poema por el conocimiento mismo. Más que el posible afán de conocer —que se da sólo en poetas «pervertidos» al modo alquimista— importa lo que clara u oscuramente es común a todo poeta: el afán de ser cada vez más. De serlo por agregación ontológica, por la suma de ser que recoge, asume e incorpora la obra poética en su creador.
Porque el poeta lírico no se interesa en conocer por el conocer mismo. He aquí donde su especial aprehensión de la realidad se aparta fundamentalmente del conocer filosófico-científico. Al señalar cómo suele anticiparse al filósofo en materias de conocimiento, lo único que se comprueba es que el poeta no pierde tiempo en comprobar su conocimiento, no se detiene a corroborarlo. ¿No muestra ya eso que el conocimiento en sí no le interesa? La comprobación posible de sus vivencias no tiene para él sentido alguno. Si el ciervo es un viento oscuro, ¿acaso nos satisfará más la descomposición elemental de la imagen, la imbricación de sus connotaciones parciales? Es como si en el orden de la afectividad —lindante con la esfera poética por la nota común de su irracionalidad básica— el amor se acrecentará después de un prolijo electrocardiograma psicológico. De pronto sabemos que sus ojos son una medusa reflexiva; ¿qué corroboración acentuará la evidencia misma de ese conocer poético?


Julio Cortázar. 
Para una poética. 
En Obra crítica. 
Debolsillo. Barcelona, 2017