20 septiembre 2019

Kafkiana. Dos novedades de Nórdica



  



Un día como hoy, el 20 de septiembre de 1912, escribía Kafka, con el membrete de la compañía de seguros del reino de Bohemia donde trabajaba, la primera carta a Felice Bauer, una joven berlinesa con quien mantendría una intensa relación epistolar que se prolongó hasta el 16 de octubre de 1917, en que está fechada la última carta. La había conocido en Praga la tarde del 13 de agosto en la casa familiar de Max Brod. Dos días después, el 15 de agosto, Kafka anotaba en su diario: “He pensado mucho en -qué apuro me da escribir nombres- F.B.”

Dos días después de aquella primera carta, la noche del 22 al 23 de septiembre, Kafka escribió de un tirón uno de sus textos fundamentales, El proceso, con el que abría un periodo extraordinariamente creativo del que forman parte La metamorfosis y El fogonero.

El volumen de más de ochocientas páginas que publica Nórdica con traducción de Pablo Sorozábal es el reflejo de una relación turbulenta a través de cartas casi diarias en algunas épocas -a veces hasta tres o cuatro en un día. Cartas que dan cuenta de cinco años de tortura de un Kafka joven, enfermo y solitario, inseguro consigo mismo y con su obra incipiente: “La verdad es que no soy nada, lo que se dice nada”, le escribía a Felice el 16 de junio de 1913. Y añadía que su incapacidad para la vida le hacía tener la impresión de que “no hubiera vivido nada.”

En 1955 Felice vendió esa correspondencia en un gesto no siempre bien comprendido, pero que contribuyó a iluminar una parte fundamental de la biografía de Kafka cuando se publicaron por primera vez estas cartas en 1967. 

Sólo un año más tarde, apareció El otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice,, un ensayo de Elias Canetti que, medio siglo después de su escritura, sigue siendo no sólo la mejor aproximación que se ha escrito sobre las cartas a Felice: es además una honda  indagación que va más allá de ese material epistolar y lo conecta con el universo literario kafkiano.

Con buen criterio, Nórdica publica a la vez que las Cartas a Felice, traducidas por Pablo Sorozábal, El otro proceso, con traducción de Carlos Fortea, que se abre con estos párrafos:

Así que ahora están publicadas, esas cartas que narran cinco años de tortura, en un volumen de setecientas cincuenta páginas, y el nombre de su prometida, discretamente indicado durante muchos años con una F y un punto, como K., de modo que durante mucho tiempo ni siquiera se sabía cuál era ese nombre -a menudo se cavilaba acerca de él, y entre todos los nombres que se sopesaban jamás se daba con el correcto, habría sido imposible dar con él-, figura en grandes caracteres en la cubierta del libro. La mujer a la que iban dirigidas esas cartas lleva ocho años muerta. Cinco años antes de morir las vendió al editor de Kafka y, se piense lo que se piense, la que Kafka llamaba su «más querida mujer de negocios» demostró al final su capacidad, que significaba mucho para él, e incluso lo movía a la ternura. 
Es cierto que él llevaba ya muerto cuarenta y tres años cuando esas cartas aparecieron, y sin embargo la primera reacción que se hizo notar -se le debía respeto, a él y a su desgracia- fue de embarazo y de vergüenza. Conozco personas cuya vergüenza aumentó al leer las cartas, personas que no se libraban de la sensación de que no debían entrar precisamente allí.
Las respeto mucho por eso, pero no me encuentro entre ellas. He leído esas cartas con una emoción que no experimentaba desde hacía muchos años con ninguna obra literaria. Ahora esas cartas se han sumado a la serie de esas memorias, autobiografías, correspondencias inigualables de las que el propio Kafka se alimentaba. Él, cuya suprema cualidad era el respeto, no temió leer una y otra vez las cartas de Kleist, de Flaubert, de Hebbel. En uno de los momentos más angustiosos de su vida, se agarró al hecho de que Grillparzer ya no sentía nada al tener en su regazo a Kathi Fröhlich. Solo hay un consuelo para el horror de la vida, del que por suerte la mayoría solo son conscientes a veces, pero del que algunos, erigidos por potencias interiores en testigos, lo son constantemente, y es sumarse al horror de los testigos anteriores. Así que realmente hay que estar agradecido a Felice Bauer por haber conservado y salvado las cartas de Kafka, aunque se haya atrevido a venderlas.
 [...]
Por mi parte solo puedo decir que esas  cartas han penetrado en mí como una verdadera vida, y ahora me resultan tan enigmáticas y tan familiares como si me pertenecieran desde siempre.