14 agosto 2022

Retrato de Nabokov



 Si bien es cierto que no logró celebridad mundial hasta los cincuenta y seis años con la absurdamente escandalosa publicación de Lolita, Nabokov estuvo siempre persuadido de su talento. Al disculparse por su torpeza oral, aprovechó para dictaminar: «Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño». Le molestaba enormemente que le atribuyeran influencias, fueran de Joyce, Kafka o Proust, pero sobre todo de Dostoyevski, al que detestaba, considerándolo «un sensacionalista barato, torpe y vulgar». En realidad detestaba a casi todos los escritores, Mann y Faulkner, Conrad y Lorca, Lawrence y Pound, Camus y Sartre, Balzac y Forster. Toleraba a Henry James, a Conan Doyle y a H G Wells. De Joyce admiraba el Ulises, pero juzgaba Finnegans Wake «literatura regional», de la que asimismo abominaba en términos generales. Salvaba el Petersburgo de su compatriota Biely, la primera mitad de En busca del tiempo perdido, Pushkin y Shakespeare, poco más. El Quijote no lo entendió, y pese a estar él en su contra acabó emocionándolo. Pero por encima de todo aborrecía a cuatro doctores —«el doctor Freud, el doctor Zhivago, el doctor Schweitzer y el doctor Castro de Cuba»—, sobre todo al primero, una de sus bestias negras al que solía llamar «el matasanos vienés» y cuyas teorías consideraba medievales y equiparables con la astrología y la quiromancia. Sus manías y antipatías, no obstante, llegaban mucho más lejos: odiaba el jazz, los toros, las máscaras folklóricas primitivas, la música ambiental, las piscinas, los camiones, los transistores, el bidet, los insecticidas, los yates, el circo, los gamberros, los night-clubs y el rugido de las motocicletas, por mencionar sólo unos pocos ejemplos.

Javier Marías.
Faulkner y Nabokov: dos maestros.
DeBolsillo. Barcelona, 2009.