A la sombra de las muchachas en flor
Mi madre, cuando se habló de invitar por primera vez a cenar a M. de Norpois, dijo lamentar que el profesor Cottard estuviera de viaje y que ella, por su parte, hubiera. interrumpido todo trato con Swann, pues uno y otro le habrían sin duda interesado al antiguo embajador, a lo que mi padre contestó que un convidado eminente, un sabio ilustre como Cottard, nunca haría un mal papel en una cena, pero que Swann, con su ostentación, con esa forma suya de airear hasta la última de sus relaciones, era un vulgar fanfarrón que al marqués de Norpois seguro que le habría parecido, por usar una de sus expresiones, «hediondo». Ahora bien, aquella respuesta de mi padre merece una explicación, pues habrá quienes tal vez recuerden a un Cottard muy mediocre y a un Swann que llevaba al extremo de la delicadeza, en cuestiones mundanas, la modestia y la discreción. Pero en lo que atañe a este último, se dio la circunstancia de que al «Swann hijo» y también al Swann del Jockey, el antiguo amigo de mis padres había sumado una personalidad nueva (y que no sería la última): la de marido de Odette. Adaptando a las humildes ambiciones de esa mujer el instinto, el deseo, la maña que siempre había tenido, se las ingenió para labrarse, muy por debajo de la antigua, una posición nueva y acorde con la compañera que la ocuparía junto a él. Y en ella mostraba ser otro hombre.
Así comienza A la sombra de las muchachas en flor, la segunda de las siete entregas de En busca del tiempo perdido, en la nueva traducción de Mercedes López-Ballesteros, que empezó a publicar hace un año Alfaguara, que asume así el proyecto frustrado de Javier Marías de editar en Reino de Redonda esta espléndida versión del ciclo proustiano.
Tras la evocación de la infancia en los diversos ámbitos familiares de Por el camino de Swann, en A la sombra de las muchachas en flor, con la que Proust obtuvo el Goncourt en 1919, avanza en el tiempo evocado hacia la adolescencia.
Organizada en dos partes (En torno a Mme. Swann y Nombres de lugares: el lugar), irrumpen en ella, a través del hilo conductor de los Swann, el descubrimiento del deseo amoroso con Gilberte Swann, la desorientación y la ruptura, el dolor y el despertar de la sexualidad, el mundo del arte, la literatura y la creación artística, el Gran Hotel de Balbec y la playa de las muchachas en flor, los paseos por el malecón y las cenas en el Rivebelle y el taller de pintura de Elstir, las meriendas en el acantilado y los juegos amorosos.
Irrumpen aquí también algunas figuras que serán ejes esenciales del ciclo: la contradictoria de Bergotte, el gran escritor con sus virtudes y sus vicios; la del barón de Charlus, inteligente y sensible, altivo y seductor, equívoco, esteta y viudo; la de Bloch, el amigo diletante y judío del narrador; la de Saint-Loup, brillante y nietzscheano, y la de quien acabará siendo un personaje central de En busca del tiempo perdido: Albertine Simonet, la atractiva muchacha ciclista de polo negro, inteligente y refinada, cambiante y deseable, siempre en fuga.
Y a medida que el lector avanza en la lectura y se adentra en el universo proustiano, con el amor y el tiempo al fondo, el mundo se queda al otro lado de la habitación forrada de corcho en la que escribía Proust, con su insuperable capacidad estilística para crear atmósferas y monólogos interiores de lentísima elegancia que reflejan la languidez espiritual que inunda su estilo, un reto constante para el traductor:
Pero en gran parte nuestro asombro se explica ante todo porque la persona también nos presenta una misma faz. Tendríamos que hacer tal esfuerzo para recrear todo cuanto nos ha brindado lo que no somos nosotros -aunque sea tan solo el sabor de una fruta- que, nada más recibir la impresión, empezamos a bajar insensiblemente por la pendiente del recuerdo y sin darnos cuenta, en muy poco tiempo, estamos ya lejísimos de cuanto hemos sentido. De modo que cada nuevo encuentro es una especie de rectificación que nos retrotrae a lo que de hecho vimos en un principio. Ya no nos acordábamos, por lo mucho que recordar a una persona es en realidad olvidarla. Pero mientras sepamos seguir viendo, cuando el rasgo olvidado se nos aparezca, lo reconoceremos, no podremos por menos de corregir la línea desviada, de ahí que la perpetua y fecunda sorpresa que me volvía tan saludables y bienhechoras aquellas citas diarias con las hermosas muchachas a orillas del mar estuviera hecha, tanto como de descubrimientos, de reminiscencia. Si a esto le sumamos la agitación que despertaba lo que esas muchachas representaban para mí, que nunca era exactamente lo que yo me había pensado, siendo así que la esperanza de la siguiente reunión ya no se parecía a la anterior esperanza, sino al recuerdo aún vibrante del último encuentro, se entenderá que cada paseo diera un violento golpe de timón a mis pensamientos, y en modo alguno en la dirección que en la soledad de mi cuarto yo había podido trazar sosegadamente. Aquel rumbo quedaba olvidado, abolido, cuando volvía al hotel vibrando como una colmena por las palabras que me habían turbado y que aún habrían de seguir resonando dentro de mí durante mucho tiempo. Todo ser queda destruido cuando dejamos de verlo; luego, su siguiente aparición resulta una creación nueva, distinta de la inmediatamente anterior, cuando no de todas ellas.
Un largo poema en prosa y una novela río que vuelve milagrosamente sobre sus propias aguas. Es el libro de las palabras y del tiempo, la novela del yo del voyeur absoluto, el vértigo del amor y las intermitencias del corazón
Entrar en el mundo proustiano es acceder a otra dimensión de la vida y la literatura. Es comprender definitivamente que la verdadera vida, la única vida vivida con intensidad es la de la literatura, la de la escritura que da sentido a la existencia frente al olvido, la decadencia y la muerte, como concluirá Proust en la novela final, que cierra un perfecto círculo temporal para regresar al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado. Un jardín de senderos que se bifurcan.
Esta exigente y admirable traducción que firma Mercedes López-Ballesteros es una nueva vía de entrada al mundo complejo y prodigioso que creó irrepetiblemente Proust como uno de los monumentos literarios más memorables de la historia de la literatura.

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