24 noviembre 2024
23 noviembre 2024
22 noviembre 2024
El libro de todos los libros
A lo largo de casi cuarenta años, desde que en 1983 apareció La ruina de Kasch, hasta que en 2019, dos años antes de su muerte, publicó El libro de todos los libros, Roberto Calasso fue desarrollando un ambicioso proyecto de sincretismo cultural y reescritura interpretativa, de exégesis y recuento de la cultura universal: desde los mitos clásicos hasta la literatura de Kafka, desde la pintura de Tiépolo a la obra de Baudelaire, pasando por la relación entre la literatura y los dioses desde el Romanticismo alemán de Hölderlin hasta el Simbolismo francés de Mallarmé.
Centrado en los relatos del Antiguo Testamento, El libro de todos los libros, que acaba de publicar Anagrama con traducción de Pilar González Rodríguez, es el décimo volumen del proyecto, la entrega culminante de esa empresa intelectual integradora en la que confluyen la historia de las religiones y la crítica literaria, la antropología y la filosofía, la mitología clásica y la cosmogonía oriental, la literatura antigua y la contemporánea.
El libro de todos los libros lleva como exergo en su pórtico esta cita de Goethe que explica su título y resume su sentido: “Así, libro tras libro, el libro de todos los libros podría mostrarnos lo que se nos ha dado para que intentemos entrar en él como en un segundo mundo y ahí nos perdamos, nos iluminemos y nos perfeccionemos.”
El primero de sus doce capítulos se titula “La Torá en el cielo” y comienza con estas frases:
Novecientas setenta y cuatro generaciones antes de que el mundo fuera creado, fue escrita la Torá. ¿Cómo? Con fuego negro sobre fuego blanco. Era la hija única de Yahvé. El padre quiso que viviera en tierra extranjera.
Desde ese capítulo inicial que rememora la creación del mundo antes de Adán, con un jardín paradisíaco, con un Edén que flota en el vacío anterior al espacio, Calasso hace un recorrido expositivo e interpretativo por las historias de los elegidos, los relatos bíblicos sobre los reyes de Israel:
Desde la peripecia del encuentro del joven Saúl con Samuel, el último de los jueces, el sacerdote vidente que lo unge con aceite como el primer rey de Israel; el pastor David, la culpa metafísica del censo y la parábola de la oveja robada; su hijo y sucesor Salomón, el sabio que construirá el templo de Jerusalén para colocar allí el Arca de la Alianza y a quien se atribuye la autoría de “los dos libros bíblicos más indiferentes a la autoridad religiosa”, el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, al que Calasso dedica páginas memorables: “Si un traductor tuviera que encontrar el equivalente en su lengua, su texto rebosaría de palabras que nadie habría encontrado antes. […] Las literaturas occidentales no ofrecen nada parangonable.”
La pareja funesta de la sidonia Jezabel y el soberbio Ajab, fundador de ciudades, que combatió a Yahvé, y a quien “una sombra le acompañó y le amargó la vida: el profeta Elías”, que prometió erradicar su linaje; el clan del patriarca Abraham, que sale desde Ur de los Caldeos hacia la tierra de Canaán en una “ordalía de la que nace el individuo” y cerrará con Yahvé el pacto de los animales cortados y la circuncisión; el holocausto de Isaac y el ángel salvador; la desgracia sin culpa del justo Job; Esaú y Jacob, el derecho a la primogenitura, el sueño de la escalera hacia el cielo y la misteriosa lucha con el ángel.
José, el hijo de Jacob, y su capacidad para interpretar los sueños; Moisés ante la zarza ardiente que no se consume y se evoca en la portada de esta edición; el Éxodo, la travesía del desierto y la subida al Sinaí, el becerro de oro y las tablas de la ley; la travesía del río Jordán, la subida al monte Nebo y la sepultura en la Tierra Prometida; Freud, que dedicó un libro fundamental a Moisés, y el espectro irredento del judaísmo y el odio perenne hacia los judíos.
Un itinerario que se remonta a las diez primeras generaciones de los hombres según el Génesis: desde Adán a Noé; recorre la herencia visionaria de los profetas, que “tenían algo de sacerdote y algo de rey”, de Isaías a Zacarīas, de Jeremías a Ezequiel, el más importante, de todos ellos, el “oráculo de Yahvė” al que Calasso dedica un espléndido capítulo antes de culminar el recorrido bíblico de El libro de todos los libros con un capítulo final sobre la figura del Mesías que se cierra con estos párrafos:
El estado mesiánico es uno de los varios estados en los que las cosas pueden existir. Nadie sabe decir mucho más que el nombre. Pero todos saben qué es.
Cuando llegue el Mesías, es probable que pase inadvertido, porque cambiará solo algunas pequeñas cosas. Y no se sabrá cuáles.
Entre el relato y la exégesis, entre la reelaboración narrativa y la erudición ensayística, Calasso hace una honda lectura aconfesional (ni católica ni judía, ni protestante ni secular) del carácter humano y cultural, no divino, de la Biblia y de su singularidad expositiva: se trata de iluminar tanto la palabra escrita como la elipsis de todo aquello que no se nombra, a partir del necesario equilibrio entre lo dicho y lo omitido en los relatos bíblicos: es el “fuego negro sobre fuego blanco” que aparece orientadoramente en las primeras líneas citadas más arriba.
Y por eso en cada uno de los capítulos de El libro de todos los libros Calasso aborda en sus comentarios temas como la elección y la necesidad, el error y la culpa, el azar y el destino, el engaño y la gracia; la transgresión y el sacrificio y los proyecta como un foco iluminador en la modernidad, como el código que ha cifrado la cultura y moldeado los arquetipos humanos y las claves hermenéuticas esenciales de la imaginación occidental.
Porque -escribe Calasso- “a diferencia de los primeros mitógrafos, los redactores de la Biblia no pretendían dar cuenta del orden del mundo. Querían dar cuenta ante todo de un pueblo que tenía el nombre de un individuo: Jacob. Y su historia, como la de Jacob, era una concatenación de hechos afortunados y de reveses, de artimañas perpetradas y de vejaciones sufridas. Obsesiva y repetitiva, como tienden a ser las de los individuos. Pero siempre con unos rasgos peculiares y reconocibles. Toda la Biblia, aun con su multiplicidad de redactores, de épocas y de estilos, adquirió un carácter compacto y simultáneo, como el perfil de un individuo.”
21 noviembre 2024
20 noviembre 2024
Kafka por Safranski
“A Franz Kafka, nacido en Praga en 1883, tan solo lo conocieron en vida unos cuantos iniciados. No fue sino después de su muerte, acaecida en 1924 en un hospital cercano a Viena, cuando su fama creció hasta el infinito en el panorama literario internacional. En su prosa intachable, los lectores encontraban reflejados los abismos del siglo XX: la amenaza y la opresión totalitarias; la metafísica en el momento de su desaparición; la soledad de un individuo volcado en sí mismo; pero también la obstinación existencial y la comicidad encubierta de la falta de soluciones y de salidas. De esta guisa, Kafka se convirtió en el escritor probablemente más comentado del siglo pasado. Entretanto corre el peligro de desaparecer bajo el alud de las interpretaciones. Numerosas pistas conducen a él; otras muchas lo pasan de largo, del mismo modo que el camino al castillo de su novela homónima se pierde en medio de la nada.
Este libro rastrea una única pista en la vida de Franz Kafka. Se trata de la pista evidente, la del acto de escribir y la lucha del autor por la escritura. De sí mismo dijo en una ocasión: «No es que yo tenga algún interés por la literatura, sino que estoy hecho de literatura; no soy nada más, ni puedo ser nada más»”, escribe Rüdiger Safranski en la Nota preliminar de su Kafka. Una vida alrededor de la escritura, que publica Tusquets con traducción del alemán de Jorge Seca.
Y fijado ese punto de partida, Safranski se interna, con la precisión que otorga la sabiduría del prestigioso biógrafo y lector excepcional que es, en una ambiciosa aproximación al mundo de Kafka no para hacer una biografía más, sino para indagar en el núcleo de sentido de la vida y la obra del autor de El proceso: en su capacidad para entender la fragilidad de la existencia y para abordar la escritura como refugio frente al mundo.
“Cuando mi organismo tuvo claro -anotaba Kafka en su diario en la Nochevieja de 1911 a 1912- que la escritura es la orientación más fecunda de mi ser, todo se concentró en ella y dejó desocupadas todas las demás aptitudes orientadas preferentemente a los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica, de la música. Enflaquecí en todas esas otras orientaciones.”
La escritura era ya a esas alturas su particular forma de estar en el mundo. Y por eso Safranski ahonda en sus cartas y sus diarios para encontrar confesiones como esta: “Detesto todo lo que no tiene relación con la literatura, me aburren las conversaciones, [...] las visitas. Las penas y las alegrías de mis parientes me aburren hasta los tuétanos. Las conversaciones sustraen la importancia, la seriedad y la verdad de todo lo que pienso.”
Porque, afirma Safranski, “Kafka sólo se sentía realmente vivo en los momentos de éxtasis de la escritura. El mundo extraordinario que descubre al escribir es el mundo corriente, visto desde la perspectiva de quien recela de haber nacido en él. Por este motivo defendió también su escritura frente a todas las demás exigencias de la vida. […]
Kafka es un ejemplo fascinante de lo que la escritura puede significar para la vida en un caso extremo, de cómo todo puede quedar subordinado a ella, de qué tentaciones e instantes de felicidad surgen de ella y de qué visiones se abren para el conocimiento en esa frontera existencial”
A Oskar Pollak, el confidente literario que lo orientó en su juventud, le comunicaba en 1903, junto con sus primeros escarceos literarios, su determinación de seguir escribiendo: «Dios no quiere que escriba, pero tengo que hacerlo». Y en esta famosa y temprana carta de 1904, un Kafka de 22 años se reafirmaba en que su escritura respondía a una necesidad interior: “Pero necesitamos los libros que incidan en nosotros como una desgracia que nos duele, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, como si nos desterraran a los bosques, lejos de todos los seres humanos, como un suicidio, un libro debe ser el hacha para el mar helado de nuestro interior. Esto es lo que yo creo.”
Desde los iniciales e inacabados Descripción de una lucha y Preparativos para una boda en el campo, en los que trabajó hasta 1908-1910, Kafka fue tomando conciencia del poder creativo del lenguaje y, a la vez, de la distancia insalvable entre el lenguaje y la realidad, de la imposibilidad de reflejar verbalmente el mundo de la experiencia que era el centro de la Carta de Lord Chandos, de Hofmannsthal.
Y en Preparativos para una boda en el campo, que tiene como eje un encuentro aplazado, hay una prefiguración del escarabajo de La transformación en lo que Safranski define como “la lógica de soltero de Kafka”: “Pues entretanto yo estoy aquí tumbado en la cama, arropado perfectamente con una manta de color mostaza, expuesto al aire que sopla a través de la ventana ligeramente abierta. Así, tumbado en la cama, poseo la forma de un escarabajo grande, un lucano ciervo o un escarabajo sanjuanero, creo.”
Esos dos temas, el del lenguaje como problema y el del encuentro frustrado, convergen en el relato El rechazo, que formó parte de su primer libro publicado, Contemplación, una antología de relatos que apareció en 1912.
Un año antes, el 19 de febrero de 1911 anotaba en su diario esta jactanciosa declaración: “Sin duda, en el plano intelectual, soy ahora el corazón de Praga. Cuando escribo una frase al buen tuntún, como, por ejemplo, “Él miró por la ventana”, esa frase ya es perfecta.” Y un mes después, el 28 de marzo, se reafirmaba con estas líneas: “Mi felicidad, mis facultades y toda posibilidad de ser útil de alguna manera se encuentran desde siempre en el ámbito literario.”
Esa alta autoestima literaria, combinada con su sexualidad inhibida, su sentimentalidad huidiza, su soltería problemática y las reticencias hacia la familia, que expresó abiertamente en su correspondencia o en sus diarios y de forma más velada en sus relatos, provocan esta reflexión de Safranski: “¿Fue la escritura tan sólo una sustitución, una solución de emergencia? ¿O fue más bien que la voluntad de escribir era tan potente que el matrimonio y la vida familiar no entraban seriamente en sus consideraciones?”
Y con esa perspectiva afronta Safranski una lectura en clave biográfica de la obra de Kafka con un minucioso análisis de los hechos que conectan el camino vital y la actividad literaria del escritor:
Los años de trabajo en una oficina de seguros, que le quitaron mucho tiempo y casi toda su energía; la mala relación con el padre; la amistad con Max Brod, que sería tan decisivo en la conservación y tan discutible en la edición de su obra inédita; su judaísmo asimilado, que evolucionó hacia el sionismo jasídico de los judíos orientales y que explica muchas claves de su literatura y la proyección alegórica de relatos como Investigaciones de un perro, Un informe para una academia, Josefina la cantora o Chacales y árabes.
El encuentro crucial con Felice Bauer y la escritura de un tirón en una noche de La condena, a la que Safranski le dedica un estupendo análisis como revelación de la verdad de la escritura, que “puede ir algunos pasos por delante de la vida”, porque “en sus adentros, él ha condenado a la extinción al hombre con ganas de casarse y al padre.”
Las cartas a Felice y La transformación, con el escarabajo monstruoso como reflejo de los problemas familiares de Kafka y como imagen de la vida no vivida; la escritura interrumpida de la novela América/El desaparecido y la huida como liberación y como contrapunto imaginario de la autodestrucción o la transformación, desde su primer capítulo, El fogonero, que escribió en pocos días y “le pareció tan logrado que estaba dispuesto a publicarlo por separado.”
El disgusto sobre los silencios dolorosos de Felice sobre sus textos y la escritura como distanciamiento de la realidad, el compromiso matrimonial y la sensación de arresto y encadenamiento, la ruptura con Felice y el sentimiento de culpa frente al poder que acabaría desembocando en la detención de Josef K. con la que comienza El proceso, en la que Kafka trabajó simultáneamente sobre los capítulos inicial y final.
De El proceso forma parte la perturbadora parábola Ante la Ley, que Kafka publicó como relato autónomo y que refleja la dificultad para acceder a lo sagrado o a la salvación individual. Es el viaje desde la periferia hasta el centro y la redención, frente al viaje inverso, del centro a la periferia, del complementario Un mensaje imperial, otra parábola de la pérdida de la esperanza.
En el furor creativo de El proceso, Kafka escribió En la colonia penitenciaria, un extenso relato sobre una máquina de tortura que contiene la esencia de la literatura kafkiana, porque trata -dice Safranski- “de la escritura como deseo, como culpa y, al mismo tiempo, como castigo.”
La crisis creativa de enero de 1915 -“Se acabó la escritura”, anotaba el 20 de enero en su diario -, la soledad y el desapego, el retiro del mundo, El cazador Gracchus, un muerto en vida que reflejaba la situación del propio Kafka (gracchus=grajo=kavka en checo) y El médico rural, dos “fuegos fatuos de un desamparo trascendental. Dos parábolas sobre la relación desgarrada de un ordenamiento sensato.”
Los relatos desarticulados de la incompleta y también parabólica Durante la construcción de la muralla china, en la que Kafka reflexiona sobre la importancia del mito como elemento de fundación y cohesión de la sociedad o de una comunidad como la judía.
Los primeros vómitos de sangre, la separación definitiva de Felice, el torbellino de pensamientos en el reposo de su retiro en Zürau y la reafirmación de llevar una vida dedicada exclusivamente a la escritura y al conocimiento de sí mismo, en un viaje desde la conciencia hasta el ser, entre el naturalismo y el espiritualismo: “Hasta el momento -anota en su diario el 10 de noviembre de 1917- no he puesto por escrito lo decisivo. […] El trabajo que me espera es descomunal.”
Los cursos de jardinería y de hebreo como preparación de una posible emigración a Palestina; el liberador ajuste de cuentas y la sucesión de reproches de la Carta al padre, aunque “Kafka subraya varias veces que, a pesar de esos reproches, no considera realmente culpable al padre. El padre no puede hacer otra cosa, es así, es como es. Su ser-así hace que se convierta en un desastre para el hijo.”
La relación epistolar, literaria y amorosa con Milena desde la primavera de 1920, la angustia y el miedo de Kafka ante el encuentro físico en Viena y el posterior alejamiento. La escritura y el miedo (al padre, a la sexualidad, al mundo), la sensación de desamparo e indefensión, la inadaptación social, los obstáculos de la vida cotidiana: “Mi vida es el titubeo antes del nacimiento”, escribe en su diario en enero de 1922. Eran los días en que, después de año y medio sin escribir, empezaba en un sanatorio de montaña y con una tuberculosis galopante la redacción de El castillo, una extensa novela inacabada y contada desde la perspectiva del protagonista, el agrimensor K., un forastero desarraigado e incapaz de integrarse en la comunidad.
La carta de 29 de noviembre en la que comunica a Max Brod las últimas voluntades sobre su legado literario, del que salva solamente La condena, El fogonero, La transformación, En la colonia penitenciaria, Un médico rural y Un artista del hambre. “Todo lo demás escrito por mí […], sin excepción, debe ser quemado y te ruego hacerlo lo antes posible.”
La última relación, con Dora Diamant, con quien convivió en Berlín casi medio año; La madriguera, su penúltimo relato, una intensa narración sobre su relación conflictiva con el mundo y sobre la escritura como refugio frente al miedo.
Su último relato, Josefina la cantante o El pueblo de los ratones, donde -explica Safranski- “la escritura o el silbido pasa a ser un símbolo de la autoafirmación de una existencia insignificante en un mundo hostil.“
Con elementos como estos, Safranski ofrece al lector en Kafka. Una vida alrededor de la escritura una mirada de conjunto que abarca en profundidad el universo biográfico y creativo de Kafka, de sus abismos y sus laberintos, de sus intuiciones, sus grietas y sus culpas, sus errores, sus heridas y sus conflictos, sus iluminaciones.
19 noviembre 2024
Cuentos reunidos de Julio Ramón Ribeyro
Cuando están a punto de cumplirse el 4 de diciembre los treinta años de la muerte del narrador peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), Alfaguara publica en su colección de Cuentos completos la totalidad de sus cuentos, agrupados en el volumen Cuentos reunidos, con el subtítulo La palabra del mudo, el que eligió el propio autor, uno de los maestros hispanoamericanos del género, para reunir toda su narrativa breve en cuatro ediciones sucesivas desde 1973: “¿Por qué La palabra del mudo? Porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido este hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias.”
Veinte años después, al frente de la cuarta edición del libro, ese título adquiría un nuevo sentido: “He mantenido el de La palabra del mudo, si bien sé que ya no corresponde enteramente a mi propósito original, que era darles voz a los olvidados, los excluidos, los marginales, los privados de la posibilidad de expresarse. Y si lo he mantenido es porque dicho título ha cobrado para mí un nuevo significado. Quienes me conocen saben que soy hombre parco, de pocas palabras, que sigue creyendo, con el apoyo de viejos autores, en las virtudes del silencio. El mudo en consecuencia, además de los personajes marginales de mis cuentos, soy yo mismo. Y eso quizá porque, desde otra perspectiva, yo sea también un marginal.”
Abre el volumen un estupendo prólogo de Juan Gabriel Vásquez, que señala que “sus noventa y cinco cuentos […] conforman una de las empresas más valiosas de la literatura latinoamericana. Todos merecen nuestra atención y nuestra entrega, y las retribuyen con creces; algunos son francas obras maestras que perdurarán mientras el mundo sea mundo y mientras el ser sea humano.”
Casi un centenar de cuentos integran esta edición definitiva en un volumen de casi mil páginas que incorpora en su pórtico el último relato de Ribeyro, Surf. Lo terminó el 26 de julio de 1994, poco antes de morir, y se encontró en su ordenador. De ese mismo año son las reflexiones sobre el género del cuento que sirven como introducción del libro.
Heredero de Kafka y discípulo de Borges, Ribeyro creó uno de los mundos literarios más personales e interesantes de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Sus relatos urbanos proyectan un inesperado destello de fantasía y de irrealidad sobre lo cotidiano y configuran un universo narrativo poblado por personajes que se mueven por los barrios populares de Lima entre el desconcierto y el asombro.
Como sus personajes, Ribeyro se siente parte de ese mundo acallado y por eso sus relatos combinan lo autobiográfico y la mirada crítica o escéptica, el recuerdo de la infancia con la denuncia de la miseria. Son relatos apoyados en una sólida técnica y en una reflexión constante que se plantea los límites y las características técnicas de un género más mostrativo que didáctico. De esa reflexión surgió el decálogo que abre el volumen con una reivindicación del interés por la historia y del papel del lector en afirmaciones como estas:
El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo.
La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada y si es inventada, real.
La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no existe como cuento.
En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.
Esos son algunos de los objetivos que Ribeyro propuso en su decálogo. Y estos cuentos, a menudo abiertos y siempre brillantes, son su demostración eficiente. Desde Los gallinazos sin plumas, que escribió en 1954, hasta el final Relatos santacrucinos, pasando por los maduros Silvio en El Rosedal y Sólo para fumadores, La palabra del mudo refleja más de cuarenta años de dedicación insistente y brillante a la narrativa breve.
Y de una creciente pericia marcada por una evolución que pasa por dos momentos, por dos modalidades sucesivas: la inventiva que domina en sus primeros libros y la evocativa que se va imponiendo a partir de los años ochenta en sus relatos.
“Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará. Cuando imagino una vida afortunada, millonaria, veo siempre el lugar donde pueda seguir escribiendo. Si no fuera necesario comer, dormir, trabajar, no abandonaría este sitio, donde nada me incomoda, donde gozo del más completo albedrío, donde soy dueño del mundo, de mi mundo, sus fabulaciones, hazañas, torpezas, locuras, el mundo irreal de la creación, al lado del cual no hay nada comparable”, escribía Julio Ramón Ribeyro en sus diarios, La tentación del fracaso.
Y a propósito de esa declaración, comenta Juan Gabriel Vasquez en su prólogo: “Siempre he pensado que todo escritor joven debería firmar esta entrada antes de ganarse el derecho de publicar libros. Pero ahora pienso, además, que también el lector debería conocerla de memoria para comprender, aunque sea someramente, la pasión y el oficio que hay detrás de estas páginas.”
Este espléndido volumen supone la imprescindible recuperación de una lectura imprescindible. Porque no leer a Ribeyro, y especialmente su narrativa breve, es desconocer gran parte de la riqueza de la literatura hispanoamericana, que sin él sería mucho más plana, mucho más pobre, mucho más muda.
18 noviembre 2024
Dos novelas inéditas de Luis Martín-Santos
Era una casa chata y cuadrada y todo en ella era seco y duro a causa de estar muy adentro en el país, donde el polvo es polvo, en un lugar al que el olor del mar no llegaba nunca. Tenía dos árboles flacos en el corral y un pozo de donde sacaba agua y un campo de almortas alrededor que iba cayendo hasta el bajado, donde el calor era más grande; no las había sembrado él, sino que nacían puestas por la mano de otro en la tierra pero, como si las hubiera puesto la suya, las veía crecer alrededor de la casa, en la tierra que era suya.
Todos los días, cuando el sol había llegado hasta arriba y se había posado sobre sus hombros muy pesadamente, sabía que estaba solo y allí permanecía, solo en la tierra, mirando al campo. No había mujeres en aquella casa, ni tampoco perros; sólo un criado algo imbécil que dormía en la misma cocina, junto al fuego, en invierno y luego, en verano, sobre la paja amarilla del año pasado, todavía no húmeda ni podrida, con insectos que no le daban miedo. El criado lo era desde niño y siempre había servido al amo, primero de pastor (y entonces había tenido perro), luego de gañán (y el amo le explicó lo que tenía que hacer en la tierra) y ahora también limpiaba la casa cuando el amo se lo decía, aunque la comida de gachas la ponía el amo al fuego con el agua y la sal y un poco de aceite. Tomaban ambos de las gachas por igual, pero el amo tomaba después una loncha de lomo embutido que había estado en una olla de aceite desde un año antes, y al criado no le parecía mal porque todo estaba así dispuesto desde hacía mucho tiempo y en la época de mayor trabajo, tenía la fruta y el poco de tocino.
El pan, cuando sólo era de tres días o cuatro, se envolvía en las gachas y se empapaba en el caldo y sabía bueno mordido, escurrido el líquido a lo largo de los dientes y luego hacia atrás, blando, pero luego era ya más duro, aunque siempre se ablandaba algo en el caldo y los domingos, el amo echaba algo de aceite encima del pan del criado y del suyo propio y recitaban la letanía lauretana que el amo tenía en un libro negro.
–Trae las gachas –y le miró en las cejas pobladas y en la boca abierta y en toda la cara como torta o pan blando, poco hecho. El amo miraba al criado cuando le hablaba. Miró cómo el cuello ancho se inclinaba sobre las brasas y con las manos sacaba del fuego el cazo con las gachas y no se quemaba aunque estaba caliente porque, en las manos callosas, no llegaba a doler el calor sino que se dejaba estar allí como otra tierra.
Son los párrafos iniciales de El vientre hinchado, la primera de las dos novelas inéditas de Luis Martín-Santos que rescata Galaxia Gutenberg en el tercer volumen de sus Obras completas con edición, prólogo y notas de Epicteto Díaz Navarro, que señala que “El vientre hinchado y El Saco, junto con algunos cuentos de los años cincuenta, pueden entenderse como una primera etapa en la trayectoria de Luis Martín-Santos, enlazada con el aprendizaje de sus obras juveniles, y a la que seguiría una segunda etapa que en los años sesenta utiliza otras formas y técnicas narrativas con las que, sin compartir por completo la idea sartreana del compromiso, realiza una crítica radical de la sociedad española.”
Alegóricas y existenciales, claustrofóbicas y asfixiantes en su entorno rural o en su ambiente carcelario, El vientre hinchado y El Saco son las dos novelas primerizas de un Martín-Santos que tantea en su escritura en busca de una mirada narrativa propia sobre el mundo. Una mirada que sería sobre todo literaria y que le acabaría proporcionando el estilo en sus mejores obras, en Tiempo de silencio y en algunos de sus Apólogos, en los que la forma construye el fondo y el fondo determina la forma, como en el Ulises de Joyce o en el ciclo del tiempo perdido de Proust.
Porque en el mejor Martín-Santos se acabarían fundiendo la forma y el fondo, la mirada y el estilo de tal manera que el enfoque de la realidad determina el estilo y viceversa: el estilo construye la visión literaria de esa realidad.
A esas alturas, comienzos de los años cincuenta, Martín-Santos estaba aún intentando levantar ese mundo narrativo propio que no se vislumbra todavía aquí, pero que sería decisivo en la renovación novelística de comienzos de los años sesenta en España, cuando aún no se había producido el boom de la novela hispanoamericana.
Es una prosa aún insegura, lastrada por una rigidez que está muy lejos del portentoso despliegue estilístico que estallaría en Tiempo de silencio y en sus mejores relatos, como los espléndidos Tauromaquia o Condenada belleza del mundo, recogidos en el primer volumen de esta edición de las Obras completas de Luis Martín-Santos en Galaxia Gutenberg.
En estas dos novelas, con Kafka y Camus al fondo, su voz todavía poco personal recuerda a la del Aldecoa novelista -menos al más exigente de los cuentos- y a la del primer Jesús Fernández Santos, con párrafos brillantes como este, de El vientre hinchado:
Y la criada reía y rebullía toda abajo la mano aunque se movía poco y el criado al salir sabía que la moza rebullía y la dejaba atrás bajo la mano y el cuerpo sólido y el cuerpo que se iba y el cuerpo blando y la mano allí y la cara delante y su cara y el sol caían muy revueltamente en la tarde cuando la siesta y el sol caían y todo era como si el sol pusiera su mano también sobre el muslo grande de la tierra.
Vinculadas por su relación temática en torno al poder autoritario y la violencia, son dos obras de tanteo y aprendizaje, dispares en tamaño y en tono, en enfoque y en ambiente. La primera y más breve, El vientre hinchado, la escribió entre 1948 y 1950. Cercana en algunos pasajes al tremendismo del Pascual Duarte, publicado pocos años antes, tiene como tema un triángulo amoroso protagonizado por tres personajes primarios y sin nombre -el amo, el criado y la criada- en medio de una naturaleza áspera y elemental, probablemente manchega.
Escrita entre septiembre de 1954 y mayo de 1955, El Saco es una transparente alegoría de la situación política en la España de la dictadura. Se cruzan en ella dos relatos en los que se aprecian las influencias de Kafka, de Sartre y del cine carcelario, entonces muy de moda, y se centra en un presidio que gobierna el autoritario alcaide llamado El Saco, contra el que se rebelan los penados, a quienes se acabará uniendo el guarda López.
Con una combinación de técnicas narrativas -monólogo, diálogo, narrador omnisciente, conductismo y cruce de perspectivas- que depuraría en sus obras posteriores, El Saco supone un importante salto técnico hacia adelante en la narrativa de Martín-Santos. Este es un fragmento:
Tocó cuidadosamente las mejillas húmedas donde apenas asomaban los escasos cañones de una barba rubia que había crecido durante la noche. Tocó los tobillos bajo los deshilachados pantalones, queriendo encontrar en ellos un pulso que no podía buscar en las muñecas. Los pies estaban tumefactos, fríos y azules. Sus manos, sin embargo, estaban exangües y pálidas, salvo los pulgares. Metió su mano bajo la chaqueta y buscó el sitio del corazón. Los ojos inmóviles y húmedos parecían vigilar sus exploraciones. Buscó el latido.
No pudo encontrarlo. Puso su mano abierta contra el pecho plano del Chaval. No podía encontrar el latido. Buscó más despacio. Metió la mano bajo la camisa, sobre la misma carne sin vello del pecho. Estaba húmeda y fría. Quiso pensar. ¿Era allí donde estaba el sitio del corazón? Recorrió cuidadosamente, no queriendo hacer daño, toda la superficie sudorosa. Los ojos entreabiertos del muchacho parecían aconsejarle.
Cuando la verdad se hizo tan evidente a sus dedos encorvados como a su raciocinio, dijo con voz ahogada:
-¡Está muerto! ¡Le he matado!
Como era de esperar, ni siquiera se prefigura en estas dos novelas la altura narrativa y estilística que alcanzaría pocos años después, pero seguramente fueron un paso imprescindible para romper luego con la estética de los años cincuenta, a la que se había sumado él mismo con estas dos novelas inéditas.
Dos novelas que recomponen la prehistoria novelística de quien era todavía un principiante, pero acabaría siendo poco más de un lustro después uno de los grandes narradores de la segunda mitad del siglo XX en español.
17 noviembre 2024
16 noviembre 2024
15 noviembre 2024
Lo que sé de los vampiros
Aún no ha empezado la batalla y la nieve huele a sangre. Al frente de su caballería, muy derecho en la montura, el rey admira lo que en breve será campo de fuego. Desenvaina el sable, vira grupa hacia sus filas para ordenar una carga y sólo entonces descubre lo imperdonable más allá de tricornios, banderas y capotes relucientes. El monarca pica espuela y cabalga entre el vapor de cien alientos hasta alcanzar al oficial que recula y tiembla. La mirada del rey es Desdén Luminoso; su voz, la Voz del Destino; sus palabras, el Martillo del Tiempo:
—¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?
El rey es Federico de Prusia. El oficial, uno de tantos. La batalla, Leuthen. «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?» El joven oficial sabe inútil cualquier respuesta; domina el miedo, acepta la vergüenza y se lanza contra las filas austríacas para jugar los albures del plomo y del acero. […] Y la nieve huele mucho a sangre. Y la sangre huele a esturión. A esturión podrido. O a estiércol. O a savia de pino tronchado. O a la espuma enjabonada que, cuando era niño, flotaba en la bañera con curvas de cisne.
Con ese ritmo trepidante arranca Lo que sé de los vampiros, la sólida novela histórica con la que Francisco Casavella obtuvo el Premio Nadal a principios de 2008. Antes de que acabara ese año, el 17 de diciembre, Casavella moriría de un infarto a los 45 años.
Situada entre el 5 de diciembre de 1757 y el 14 de julio de 1790, en el primer aniversario de la Revolución Francesa, Lo que sé de los vampiros se construye como una narración itinerante de aventuras, poblada de personajes reales (Voltaire, Federico el Grande, Madame de Pompadour, Danton, María Antonieta…) o imaginarios. Una narración en la que el protagonista, el segundón de la nobleza rural gallega Martín de Viloalle, renuncia a su sobrevenido mayorazgo y atraviesa Europa desde su señorío en la provincia y obispado de Mondoñedo, de donde sale acompañando a los jesuitas expulsos en abril de 1767.
Iniciará asi su peculiar camino hacia la marginalidad tras recalar -convertido en Martino o en el cruel Philippo Bazzani- cinco años en Roma, donde desarrolla sus habilidades como dibujante y caricaturista y donde “cada mirada a estatuas y edificios le recuerda que fue la Compañía quien, una vez más, reconstruyó Roma”.
Y formando parte de otra compañía, la que forman unos ilustrados ambulantes y aventureros, Martín recorre las cortes dieciochescas de una Europa de luces y sombras, ciudades como Hannover o “la infecta y diminuta corte de Schleswig-Holstein”, y conoce el París revolucionario anterior al Terror, “el sucio y voluptuoso París”, donde “cada tarde, el de Viloalle pasea sus agitaciones. Se agazapa frente a los Jacobinos o los Cordeleros y de los antiguos conventos surgen proclamas como rumor de oleaje en una cueva.”
Lo que sé de los vampiros es una potente narración llena de contrastes y claroscuros, de humor y de ironía, de engaños y ambiciones, de imposturas y espejismos proyectados sobre la condición humana, sobre el poder y la tragicomedia de la vida. Porque Casavella fue afirmándose cada vez más en una idea de la novela como “forma elaborada de la tragicomedia”, según explicaba él mismo.
Uno de sus personajes principales, el señor de Welldone, el Humanista, que encarna el racionalismo ilustrado, mentor de Martín y “magnífico narrador de amenidades” que “conoce la Historia como si en toda ella hubiese habitado”, formulará en estos términos el juego de máscaras y apropiaciones de rostros y nombres ajenos que define como la “Ley del Vampiro”:
El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro. Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? Es incapaz. Todo en él será sorpresa, incómodo asombro, y más beber sangre con que sanar la sorpresa. Lo imprevisto será inevitable, sí, pero seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ese es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable.
Esa es la ley.
Y la llaman «Ley del Vampiro».
Con la sombra benéfica de Cunqueiro al fondo, entre la realidad y la ficción, entre la razón del siglo ilustrado y las supersticiones que sobreviven, entre lo trágico y lo cómico, Lo que sé de los vampiros es una celebración de la imaginación narrativa y del gusto por contar historias y crear personajes, por recrear ambientes y sugerir atmósferas:
En una mareante escena de sueño perpetuo, el fragoroso tableteo de las velas parduscas filtra la luz y alarga las sombras en aguada de sepia y sanguina.
Lo que sé de los vampiros es también una mirada al conflicto político y a las tensiones culturales entre razón y superstición, entre libertad y absolutismo, entre la tradición y el reformismo que se produjo en la segunda mitad del siglo XVIII:
Y la Voz dice: «Europa se dispone a aniquilar la Revolución, todos los imperios, reinos y principados se conjuran, aterrorizados por el supuesto monstruo que crea la Igualdad». Y Martín sabe que la Voz exagera en las formas, pero no en el fondo. Lo ha visto en Schleswig-Holstein: limpiar la cara del príncipe. Lo vio en Roma: soplar el mecanismo polvoriento del reloj. Lo vio en España: expulsar a los jesuitas, chivos expiatorios de una época que se dice ilustrada y se quiere absolutista. Y en todas partes lo ha sufrido y sabe que no hay compasión cuando se traza una línea y uno queda al otro lado.
Y, además, una novela escrita con admirable agilidad narrativa y con una prosa cuidada y brillante, como la de este párrafo:
No tardaron en llegar junto al oficial austríaco dos compañías avisadas de la escaramuza. Krauss dio novedades y los austríacos esperaron en la oscuridad. Aquella noche se hizo eterna, fue inmóvil. Sólo las placas de hielo bajaban oscilantes por el río, acelerado fulgor a la luz del cuarto creciente.
Una notable novela que Anagrama recupera para incorporarla a su catálogo, en el que ya figuraban El día del Watusi, El secreto de las fiestas o Un enano español se suicida en Las Vegas.
14 noviembre 2024
13 noviembre 2024
El libro de las maravillas del mundo
El libro de las maravillas del mundo es el triunfo del poder de la palabra. Comparte con Las mil y una noches ese atributo y el de ser un libro inagotable. Pero, a diferencia de Sherezade, quien cada noche debe hilvanar relatos cautivantes para conservar su vida, Marco Polo lo hace para seguir disfrutando de un estatus de privilegio único en la historia de la humanidad.
Con ese párrafo abre Martín Evelson la presentación de su edición de El libro de las maravillas del mundo, de Marco Polo, que publica Nórdica libros en un espectacular volumen con espléndidas ilustraciones de Vicenzo del Vecchio -más de cincuenta acuarelas y más de un centenar de dibujos con plumilla- y una admirable traducción de Mauro Armiño.
Es la Biblia de la literatura de viajes. El libro de las maravillas del mundo, que el veneciano Marco Polo dictó a finales del siglo XIII a Rustichello da Pisa, su compañero de celda en la prisión de Génova, mantiene hoy una fuerza que lo emparenta más con un relato de literatura fantástica que con una mera descripción geográfica del mundo.
Aquel veneciano intrépido no lo sabía, pero con la narración de su experiencia exótica en tierras de Kublai Kan estaba inaugurando un género, el relato de viajes, que estaba más cerca de la literatura fantástica que del tratado de geografía o de antropología.
De Constantinopla a Samarcanda, del Oriente Medio al Asia Central y a África, de Turquía a Persia, de China a Birmania, de Armenia a Mosul, de Bagdad a Persia, de Catay a Xian o de Ceilán a Ormuz, con una mirada en la que confluyen el comerciante, el aventurero y el diplomático, Marco Polo consigna manufacturas (paños de seda y oro, damascos y porcelanas, equipos militares) y cultivos, plantas exóticas de uso medicinal o culinario, especias, sándalo o incienso, árboles del pan y del vino, animales reales como las jirafas o los cocodrilos y la fauna imaginaria de los unicornios o los grifos, piedras preciosas y minerales rentables.
Con su libro daba a conocer en Europa un Nuevo Mundo repleto de maravillas que alimentarían durante siglos la imaginación occidental. La mezcla de mito y realidad, de reportaje e imaginación que había en El libro de las maravillas fundó una imagen que ha persistido en el imaginario europeo desde el Renacimiento hasta Las ciudades invisibles de Italo Calvino.
El del Gran Kan, rey de los tártaros, es uno de los reinos en los que se proyectó la imaginación de la Europa moderna, pero su fascinación viene de más lejos -del bíblico jardín del Edén oriental, de los geógrafos de la Edad Antigua, de los aterrados viajeros medievales por el Finis Terrae- y llega hasta la literatura actual. Porque sin este libro Italo Calvino, que toma el de Marco Polo como constante modelo de referencia, no hubiera podido construir esa minuciosa cartografía del sueño que tituló Las ciudades invisibles.
Dos obras unidas finalmente por algo decisivo: el triunfo de la palabra creadora. Porque, al igual que Calvino, Polo sabe que, como explica Martín Evelson en su prólogo, “no hay lenguaje sin engaño. Por eso, a un paisaje de por sí fantástico le añade la desmesura y el esplendor de la fábula personal. A la manera de los bestiarios antiguos, describe animales, lugares y costumbres en los que confluyen ficción y realidad, obteniendo así la mercancía más preciada que lo sostiene en el lugar de primer embajador de la historia.”
“En esta edición -añade Evelson- la poesía está a cargo de Vincenzo del Vecchio. Compatriota de Polo y de Calvino, arquitecto de la forma y del color, ha realizado un profuso trabajo de acuarela y plumilla para jugar con esos lindes en que colisionan realidad y ficción, y extraer de ese encuentro la maravilla en la que el trazo de la fronda delinea la figura de un unicornio, o las líneas de una ciudad dibujan el cautivante perfil de una mujer que invita a la exploración.”
Como se refleja en estas imágenes, es sin duda uno de los libros mejor editados del año.
12 noviembre 2024
Mysterium magnum. El gran misterio
“En 1600, como hemos apuntado, tiene su más famosa iluminación, la segunda: ante el reflejo que un rayo de sol produce en una vasija de estaño colgada de la pared, vivió un cuarto de hora mágico durante el que vio y conoció «la esencia de toda esencia, el fundamento y el vacío; ítem, el nacimiento de la Santa Trinidad, la procedencia y el estado originario de este mundo y de todas las criaturas en la sabiduría divina: conocí y vi en mí mismo los tres mundos [...]. Vi y conocí toda la esencia en el mal y el bien, cómo uno surgió de otro [...]. En el interior lo vi (el gran Misterio) como en un gran Sin-fondo, después penetré allí con la mirada como en un caos en el que todo reposa, pero su desenredo me resultaba imposible» (Epistolae theosophicae, 12, 8-9). Böhme dedicará el resto de su vida a desovillar el enredo abismal del «gran Misterio», la intuición caótica de 1600”, escribe Isidoro Reguera en ‘Un zapatero asombroso’, el Prefacio con el que presenta el monumental Mysterium magnum. El gran misterio, de Jacob Böhme (1575-1624), que publica Atalanta con traducción de Francisco Martinez Albarracín.
Zapatero y teósofo, conocedor de la Cábala y la alquimia, místico y visionario, admirado por Novalis, Goethe o Schelling, Böhme es, en palabras de Hegel, «el primer filósofo alemán con un carácter propio». Entre nosotros, se han interesado en su obra torrencial y en su extraña figura María Zambrano, Agustín Andreu y José Ángel Valente.
Su obra, que conecta el misticismo del maestro medieval Eckhart con el idealismo alemán, “constituye -afirma Reguera- uno de los textos más difíciles de la literatura universal y plasma uno de los pensamientos más enigmáticos que haya habido jamás, expresado en un lenguaje bárbaro y despreocupado, pero magistral y bellísimo por su propio desenfreno, digno de un gran maestro de la prosa alemana (en la línea de Meister Eckhart, aunque trescientos años antes y a otro nivel de la lengua alemana). Para entenderlo, basta con parar mientes en los criterios plásticos de sonoridad (eco de la palabra divina o adámica) que impone al lenguaje y que aplica al suyo. La lucha por la expresión fue en él titánica, porque lo que debía manifestar en última instancia era el gran Misterio.”
Esa experiencia visionaria de la luz provoca en Böhme una intuición profunda de la realidad que reflejó años después en Aurora, su primer libro, que inauguraba una trayectoria singular, una obra ingente que culminaría en Mysterium magnum un año antes de su muerte.
Articuladas en setenta y ocho capítulos rematados por un breve extracto, las casi mil páginas de Mysterium magnum son la cima de la obra de Böhme. Una obra oscura, inspirada y difícil, construida no con conceptos abstractos sino con imágenes y símbolos esotéricos que canalizan la intuición irracional del mundo a través de la referencia a elementos naturales y expresan el misterio del conocimiento y la luz de la revelación.
A través del comentario detallado de los episodios del Génesis y de personajes como Adán, Noé, Abraham, Cam, Enoc, Isaac, Esaú y Jacob, José y sus hermanos o Moisés, Böhme hace una exposición sobre las imágenes del Dios revelado, la creación del mundo y la esencia de la divinidad, sobre la vinculación entre la naturaleza sensible y lo invisible, entre los ángeles y los hombres, explora intuitivamente la relación entre el tiempo y la eternidad, entre lo material y lo espiritual, entre lo interior y lo exterior, entre el deseo y el lenguaje y escribe sobre la luz como atributo de la divinidad, sobre el origen del mal, la oscuridad y el mundo tenebroso, sobre la expulsión del paraíso, la enfermedad y la muerte, sobre el vacío o la revelación del misterio y lo invisible.
Esos son algunos de los centros de interés del sistema de pensamiento y de la visión imaginativa del mundo que Böhme proyecta en el Mysterium magnum, que abre con un Prólogo que comienza con este párrafo:
Si contemplamos el mundo visible con su ser y contemplamos la vida de las criaturas, encontramos el símbolo del invisible mundo espiritual, que está latente en el mundo visible como el alma en el cuerpo, y vemos que el Dios escondido está cercano a todo y todo lo atraviesa, el tiempo que permanece por entero oculto al ser visible.
En el ‘Breve extracto de la profunda meditación del gran Misterio’ con el que cierra el libro, escribe Böhme: “Toda vida y ser sensible y perceptible proviene del gran Misterio, como de un flujo y contrapartida de la ciencia divina.”
“Böhme -afirma Isidoro Reguera en su prefacio- es el hermano ausente que nos falta en estos tiempos necesitados -como todos, aunque de distinta forma- de revolución espiritual. Nos falta su inquiete y profunda alma melancólica; su pensar absolutamente emancipado, ingenuo pero riguroso, coherente hasta sus últimas consecuencias; su inmensa valentía y libertad; su natural insensato, desdeñoso y acerbo frente a la deshonestidad de los púlpitos del pensar; la filantropía prometeica de sus intereses emancipadores; la grave melancolía, en suma, con la que aborda cuestiones que desafían desde siempre a la mente humana. Nos falta ese estilo suyo de pensar y vivir pensando. Su discurso puede ser de otra época, sin duda, pero su ánimo es perennemente ejemplar.”
11 noviembre 2024
Los grandes compositores
“Escribí este libro para un público inteligente y amante de la música; y traté de organizarlo para que pudiera trazarse la continuidad de la historia de la música desde Claudio Monteverdi hasta hoy. La composición musical es un proceso en constante evolución, y no ha habido genios, por grandes que sean, que no hayan recibido algo de sus predecesores”, afirma Harold C. Schonberg en el Prefacio de su monumental obra Los grandes compositores, que llega hoy a las librerías en una magnífica edición -la primera íntegra en español- de Ático de los libros en un estuche con dos volúmenes espléndidamente ilustrados con traducción de Aníbal Leal y Joan Eloi Roca.
Editada en dos tomos -de Monteverdi a Hugo Wolf, el primero y el segundo de Johann Strauss a los Minimalistas-, organizada en cuarenta y un capítulos y rematada por una bibliografía específica de cada autor, Los grandes compositores traza una historia completa de la música clásica a través de sus compositores y propone una orientadora guía de audiciones representativas de cada autor, de cada estilo, de cada época.
Con un acercamiento ameno y riguroso a las vidas y las obras de las figuras más importantes de la música clásica, Harold C. Schonberg, que ejerció como crítico musical de The New York Times entre 1950 y 1980, refleja el perfil biográfico y creativo de decenas de compositores, desde un Monteverdi precursor de la ópera -“el compositor más temprano de la historia de la música que goza de reputación internacional actualmente”- hasta el minimalismo musical de los años noventa del siglo pasado, un Nuevo Barroco representado por figuras como Philip Glass o John Adams que en 1995, en palabras de Schonberg, “era la manifestación más popular del pensamiento musical avanzado o recesivo, según se mire.”
Estos son algunos de los temas y los compositores que aborda Schonberg en el primer tomo:
La transfiguración del Barroco en Bach, que “tomó las formas que la música le aportaba y las amplió, modificó y perfeccionó de manera constante […] incorporando en el proceso su propio genio.”
Händel, compositor y empresario, cuya música “respira un vigor, una amplitud y una invención poco habituales”. Su oratorio El Mesías -escribe Schonberg- es “la obra de música coral más popular que se haya compuesto.”
El clasicismo por excelencia de Haydn, “la figura musical más celebrada durante una época en la que Europa se enorgullecía de su civilización, su lógica, su moderación sentimental y su politesse.”
Wolfgang Amadeus Mozart, el prodigio de Salzburgo, que “fue el músico más grande de su tiempo y, como compositor, alcanzó el nivel más alto en todos los géneros musicales: ópera, sinfonía, concierto, cámara, vocal, piano, coral… Todos. Además, fue el mejor pianista y organista de Europa, y el mejor director. Y si se hubiese dedicado a ello, también se habría convertido en el mejor violinista. En música no existía prácticamente nada que no pudiera hacer mejor que otro.”
Beethoven, el revolucionario de Bonn, que “se consideraba a sí mismo un artista, y defendía sus derechos como tal. Mientras Mozart se buscaba un hueco en el mundo aristocrático, ávido, sin llegar a ser admitido, Beethoven, que tenía solo unos quince años menos, abría de un puntapié las puertas, entraba como una tromba y se instalaba con soltura. Era un artista, un creador, y según su propio criterio, como tal, superior a reyes y nobles. Tenía ideas revolucionarias acerca de la sociedad, y un concepto romántico de la música.”
Schubert, el primer poeta lírico de la música, que vivió su vida bohemia a la sombra poderosa de Beethoven y murió a los 31 años: Su misión era crear música; existía únicamente para eso.” “El viaje de invierno, compuesto en 1827, el año que procedió a su muerte, es la serie de canciones más importante que existe en la historia de la música.”
La libertad y el nuevo lenguaje de Weber y los románticos tempranos, que en una década, entre 1830 y 1840, cambiaron “todo el vocabulario armónico de la música.” “A juicio de los románticos, Weber fue el hombre que desencadenó la tormenta.”
La exuberancia romántica y la moderación clásica de Hector Berlioz, que “se convirtió en el primer romántico francés y en el primer exponente auténtico de lo que Europa denominaría después ‘la música del futuro’. Fue Berlioz quien, al crear la orquesta moderna, exhibió un nuevo tipo de fuerza tonal, y otros recursos y colores.”
Robert Schumann, “innovador, crítico y propagandista de lo nuevo, y un gran compositor. […] Fue el primero de los compositores anticlásicos” y “afirmó una estética completa que rozaba el expresionismo. La música debía reflejar un estado de ánimo interior.”
La apoteosis del piano con Chopin, que “armonizaba perfectamente con el París loco, perverso, melancólico y alegre de las décadas de 1830 y 1840.” “Un compositor que decidió desde temprano crear únicamente para el instrumento que amaba.” “Otros compositores han tenido sus altibajos; Chopin se mantiene en un nivel permanente, y la literatura pianística sería inconcebible sin él. Parece una figura inmune a los cambios sobrevenidos en los gustos.
La triple condición de virtuoso, charlatán y profeta de Franz Liszt, “probablemente el pianista más grande que el mundo conoció”. “Sus actuaciones eran el equivalente decimonónico a los conciertos de una estrella del rock.” Todavía es posible que lleguemos a la conclusión de que el profético Listz tuvo más que ver con el modo en el que se desarrolló la música que cualquiera de los restantes compositores de su tiempo. Aún no se ha escrito la versión completa del lugar majestuoso que ocupa en la historia de la música.”
La genialidad burguesa de Mendelssohn, menospreciado durante algún tiempo, aunque “ahora que la música serial y postserial han llegado a su fin y vuelve el neorromanticismo, la música de Mendelssohn, como la de Listz, ya está siendo reevaluada, y a Mendelssohn se lo reconoce de nuevo como el maestro dulce, puro y perfectamente proporcionado que en realidad fue.”
Rossini, Donizetti y Bellini, creadores de una ópera en la que el canto era lo principal: “Sus óperas, en general, apuntaban francamente al entretenimiento. […] El arte emotivo y exhibicionista que practicaban no obligaba a pensar profundamente a los oyentes. Como consecuencia, sus óperas eran inmensamente populares.”
Cierran el primer volumen Giuseppe Verdi, el coloso de Italia, “el compositor de óperas más popular del mundo […], un especialista que ofrecía un producto al público, y nunca pretendió ser un músico culto.” Óperas como Rigoletto, Il trovatore, La traviata, que “fueron obras trascendentes en su tiempo y convirtieron a Verdi en el único compositor cuya popularidad podía rivalizar con la de Meyerbeer. Parecía que el público nunca se fatigaba de ver y oír esas tres óperas.” O La forza del destino y Don Carlo, con las que “comenzó a variar el estilo de las óperas de Verdi. Cobraron más amplitud, el sonido se enriqueció, y las obras se volvieron más extensas y ambiciosas.”
Richard Wagner, el coloso de Alemania, egómano genial y artista arrogante y mesiánico cuyas óperas -Tannhäuser, Lohengrin, Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo-cambiaron el rumbo de la música en la segunda mitad del XIX: “Sobre todo, se trataba de un empleo novedoso de la orquesta. Más que cualquier otro compositor en la historia de la música hasta ese momento, Wagner asignó un papel equitativo a la orquesta en el drama. Precisamente en la gran orquesta de Wagner, con su partitura resonante, se explica gran parte de la acción de la ópera y se subrayan los cambios psicológicos de los personajes, sus motivaciones, sus impulsos, sus sentimientos de amor y odio.”
Johannes Brahms, el custodio de la llama, el clasicista con el que “la sinfonía, en la forma que le confirieron Beethoven, Mendelssohn y Schumann, llegó a su fin. A semejanza de Bach, Brahms resumió una época. A diferencia de Bach, contribuyó poco al desarrollo de la música.”
Y Hugo Wolf, un maestro del lied, un músico extraño y torturado: “El rebelde que vivió una vida tan tormentosa, el bohemio y descontento, el genio que falleció enloquecido a los 43 años, pudo dirigir sobre la poesía un flujo musical que tenía la intensidad musical de un rayo láser. En las doscientas cuarenta y dos canciones que compuso se observa a menudo una serenidad que se contradice del todo con su propia vida cotidiana. Y pocos compositores demostraron una sensibilidad tan aguda para la poesía.”
El segundo tomo se abre con un capítulo dedicado a Johann Strauss hijo, Offenbach y Sullivan y subtitulado “Vals, cancán, sátira”. En él señala Schonberg que “si un criterio para juzgar la obra de un compositor es su longevidad, por lo menos tres creadores de música ligera del siglo XIX han sobrevivido de un modo tan triunfal al tiempo y las modas que es legítimo llamarlos inmortales. El vals y la opereta vienesa de Johann Strauss hijo, la ópera bufa de Jacques Offenbach y la opereta de Sir Arthur Sullivan perduran entre nosotros, y siguen siendo obras tan encantadoras, atrevidas y plenas de inventiva como lo fueron antes.”
Los capítulos siguientes analizan autores y temas como estos:
La ópera francesa, del Fausto de Gounod a Saint-Saëns pasando por la Carmen de Bizet o la Manon de Massenet; al nacionalismo ruso de Musorgski y Rimsky-Korsakov o al sentimentalismo excesivo de Chaikovski, que “influyó de distintos modos sobre el público. Desde el principio la mayoría de los oyentes se complacieron en el baño emocional en que los sumergía el compositor. Otros, más inhibidos, rechazaban de inmediato el mensaje de Chaikovski o se despreciaban a sí mismos por reaccionar frente a él. Se presume que un compositor tiene que ser más “viril". Hay algo embarazoso, incluso inmoral, en ese tipo de histeria llevado a la música. Durante mucho tiempo, Chaikovski, tan apreciado por el público, fue considerado por muchos entendidos y músicos como una mera máquina de sollozar. En los últimos años se ha procedido a una revaluación, y los músicos actuales tienden a hallar en Chaikovski mucho más para admirar que antes.”
El cromatismo y la sensibilidad, del benigno César Franck, que “es hoy un compositor pasado de moda” a “la delicada música de Gabriel Fauré que nunca pudo afirmarse fuera de Francia”, aunque “desecharlo, como hacen muchos fuera de Francia, asignándole la categoría de un proveedor de arte gálico barato, implica prescindir de uno de los compositores más elegantes, flexibles y refinados.”
La escritura musical sólo para el teatro de Giacomo Puccini, que “compuso tres de las óperas más populares que se han escrito” (La Bohème, Tosca y Madama Butterfly) y culminó su producción operística con Turandot, su obra “más enorme y ambiciosa.”
La larga coda del romanticismo con un Richard Strauss que “para el público, era el compositor más grande del mundo, y de paso uno de los grandes directores mundiales. Todo lo que él creaba merecía la cobertura instantánea de todos los diarios”, aunque “nada envejece tan rápidamente como el sensacionalismo puro, y la tragedia de Strauss es la tragedia de una mente musical superior afectada por el deseo de ubicar el efecto en un plano superior a la sustancia.”
La indisimulada antipatía por la música de Mahler: “Las luchas de Mahler son las de un debilucho psíquico, un adolescente quejoso que escribió o se acobardó, o se dejó dominar por la histeria en lugar de enfrentarse al problema. La música de Mahler, en efecto, puede ser turbadora para cierto tipo de mente, una mente que prefiere la masculinidad a la angustia. Pues en el fondo de su ser, Mahler era un sentimental. Se complacía en su sufrimiento; se regodeaba en eso; chapoteaba en ello, y deseaba que el mundo entero viese cuánto sufría.”
El simbolismo y el impresionismo musical de Debussy, la ruptura con el romanticismo de La consagración de la primavera y El pájaro de fuego, de Igor Stravinsky, que “vivió para ser reconocido universalmente como el compositor más grande de su tiempo”; la música de Prokófiev y Shostakovich, héroes de la música sovietica y víctimas del estalinismo; el ascenso de una tradición norteamericana con Copland, que abandonó el jazz y “fue hasta su muerte en 1990 el símbolo culto y respetado de medio siglo de la música estadounidense.”
Béla Bartók, “uno de los compositores modernos más ejecutados”, que “compuso una música áspera que no concedía respiro a nadie, y sus mejores obras son reflejo de una de las mentes musicales más vigorosas del siglo XX.”
Cierran el segundo volumen los capítulos dedicados a la subversión de la música dodecafónica de Schönberg, a su emancipación de la disonancia y su abolición de la tonalidad, y a sus discípulos Alban Berg y Anton Webern, y, ya después de 1945, al proceso desde el movimiento internacional serial, de Varèse al sinestésico Messiaen, a la indeterminación del iconoclasta John Cage y a los minimalistas, fundadores de un Nuevo Barroco y emparentados lejanamente con los patrones tranquilos del canto gregoriano.
Un amplio y muy útil índice onomástico de autores y obras facilita la consulta rápida al lector interesado que quiera localizar la figura de un compositor o una composición concreta.
“Los grandes compositores -afirma Harold C. Schonberg- siempre, de un modo u otro, alteraron el curso de la historia musical y han entrado, si no en la conciencia de toda la humanidad, ciertamente en la conciencia de los pueblos occidentales. [...] Los grandes compositores también fueron, casi siempre, aceptados como grandes durante su vida. A veces, como en el caso de Hummel, Spohr o Meyerbeer, carecían del poder de la permanencia. A veces, como en el caso de Mahler, tardaban dos generaciones en convertirse en iconos. Pero los grandes siempre se han abierto camino, reconocidos como genios casi desde el principio. Hay algo darwiniano en este proceso. Quizá la supervivencia del más apto explique la existencia de los grandes compositores.
Y en su época los grandes compositores eran líderes. Eran líderes porque fueron los primeros en escribir un tipo de música que iba a influir en los compositores posteriores de todo el mundo: Berlioz, Liszt y Wagner como generales de la «música del futuro»; Mendelssohn y Brahms como mariscales de campo de la facción conservadora. Y su propia música ha tenido una vida útil permanente.[…]
Así que aquí estamos, en 1996. ¿Encontramos en el mundo de la música líderes reconocidos actualmente? ¿Líderes equivalentes a Mozart y Haydn en el siglo XVIII; Beethoven y los grandes compositores románticos en el XIX; Stravinski, Bartók, Schoenberg, Cage y Boulez en el XX? Con toda honestidad, es difícil pensar en ninguno.
Los compositores de todo el mundo están buscando un estilo a seguir, pero no ha aparecido ningún líder de la envergadura de Beethoven, Berlioz, Wagner, Stravinski, Boulez o Copland. Así que todo lo que podemos hacer para actualizar el relato de Los grandes compositores es no preocuparnos demasiado por los «grandes» compositores.”