Poesía reunida de Pedro López Lara
Quiero empezar agradeciendo a nuestro admirable poeta Pedro López Lara la confianza amistosa que ha puesto en mí para esta presentación de su poesía reunida. Muchas gracias por el honor y el privilegio.
Voy a procurar ser breve, porque hay pocas cosas más indeseables, más fastidiosas y ridículas que un presentador asumiendo el protagonismo con textos de más de una hora y porque -como señaló Marañón en un prólogo paradójicamente extenso- “en los banquetes exquisitos los aperitivos huelgan.” Seré, pues, relativamente breve, porque ante una obra poética como la que concelebramos en este acto no se pueden hacer faenas de aliño para salir del paso.
este poema
-que dejaré incompleto- y después
Ese poema, el último de Epílogo, que publicó Renacimiento, como el volumen que festejamos hoy, cierra con doble llave la trayectoria poética de Pedro López Lara en este Arcén que recoge, como advierte su autor, la versión que considera definitiva de su obra poética, las tres cuartas partes de su obra editada (Ay, la insatisfacción, verdadero motor potente y doloroso del arte, como me enseñaron los maestros Félix Grande y Paco de Lucía).
Ese es el texto final del libro final de su trayectoria. Pero en ese “después”, palabra final del texto final del libro final, en ese “después” que ahora todavía es un “ahora”, no sólo asistimos a una despedida. Estamos celebrando también la persistencia de la vida y de la palabra, del poeta y de la poesía. Porque “hoy es siempre todavía”, como nos enseñó el mismo Machado que escribió también “Se canta lo que se pierde.”
La noción de lugar y de pérdida y la idea del límite, que están latentes también en el título de su reciente antología Por arrabales últimos, forman parte de la armazón temática y de la tonalidad elegíaca que recorre, además de este libro, toda la poesía de Pedro López Lara. Una poesía que tiene mucho de epilogal, de mirada distante hacia el pasado y sus sombras, de vocación de escolio que anota al margen del texto de la vida su sucesión de días y de emociones.
Porque de alguna manera Epílogo es también una recapitulación y un recuento, una variación en si menor de las partituras que ha venido interpretando la espléndida voz lírica de Pedro López Lara en su extensa -y sobre todo intensa- trayectoria poética desde el inicial Destiempo hasta este tiempo mismo de la despedida, hasta este ‘Repertorio último’ en que el poema regresa a “su silencio germinal” y sobrevuelan la muerte del poeta visionario y distanciado estos ‘Ángeles ineptos’:
ángeles descreídos, amnésicos,
incapaces de oficiar ningún rito.
Partituras que interpretan los temas que recorren como líneas de fuerza Epílogo y el resto de su obra: el recuento de las heridas, la nostalgia del pasado, el lamento de las ilusiones perdidas y las cenizas. Amor y hostilidades, tiempo y palabras contra el tiempo, pintura y cine, epigramas satíricos y agudos como puntas de flecha o reflexiones sobre la escritura:
algo que nos sale al paso y aturde
tan solo unos instantes, los precisos
para recuperar la calma y luego,
cuando aún no entendamos lo ocurrido,
escribir su esquela.
Son todas ellas variaciones y fugas de una voz honda con la que se expresa una mirada penetrante que, desde el logrado equilibrio de pensamiento y sentimiento, bucea siempre en el fondo interrogativo de la realidad y de la conciencia desde su difícil sencillez expresiva.
Sencillez aparente que es más método que mero instrumento, porque surge de un trabajo de pulimento del verso y depuración del poema, de la decantación del pensamiento en la lograda transparencia de una admirable precisión verbal y, finalmente, de la clara voluntad transitiva de esta poesía.
Poesía transitiva que nunca, aunque lo parezca, es monólogo ensimismado del poeta, sino diálogo con la memoria, con la conciencia, con la mujer amada, con la cultura, con la poesía y sobre todo consigo mismo. Esa voz y esa mirada, esa palabra y esa presencia lírica generan un clima, o más exactamente un microclima poético y humano que desarrolla una práctica de la escritura como forma de conocimiento y de respiración moral, como brújula hacia el norte de sí mismo o como aguja de marear en las aguas procelosas del mundo. Como en este lúcido ‘Sucedáneo’:
El otro, el que clava el puñal
o dice las palabras,
es solo un figurante,
un sicario que carga
con el muerto y la fama.
Por eso he definido en otro momento la escritura de López Lara como propia -perdonen la autocita- de “una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.”
Pero hay otro rasgo que quiero destacar en esta obra poética, porque está al alcance de muy pocos: de los señalados poetas que lo son por vocación y no por volición, por necesidad vital y no por la impostura vanidosa de la pose. Ese rasgo es la transferencia caudalosa entre vida y memoria, entre literatura e identidad, entre arte y emoción, entre mirada y escritura que en los malos poetas, en los falsos profetas de la poesía, es puro barniz y no médula y signo de identidad, como lo es en nuestro poeta, que en Epílogo nos deja versos tan memorables como este, que vale por toda una obra:
Pero volvamos atrás, a un poema como este:
Escribir poesía es incendiar un bosque
y verlo luego arder desde su centro,
sin otro fin que apalabrar las llamas:
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.
y verlo luego arder desde su centro,
sin otro fin que apalabrar las llamas:
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.
Ese es uno de los espléndidos poemas que Pedro López Lara incluyó en Destiempo, premio Rafael Morales en 2020.
Desde ese libro inicial hasta los recientes Escolios, aparecidos a finales de 2024, y el ya citado Epílogo, Pedro López Lara ha ido publicando -el proceso de elaboración es mucho más prolongado, como es natural- dieciséis volúmenes de una obra poética creciente y coherente.
Y de esa manera la palabra (“En el principio era la palabra / y a su lado no había ningún dios”) y el temblor existencial prenden en Destiempo el fuego de una poesía honda y verdadera que dibuja con sus versos los contornos éticos de un hombre, el palimpsesto de una vida cifrada en cada uno de sus poemas, que dan cuenta de su forma de estar y de ser, de “salir al mundo y no reconocerlo”.
Lo que vino después de ese primer libro fue una sucesión torrencial de entregas poéticas potentes, de sostenida calidad literaria y alta tensión humana. Paso a evocarlos someramente:
La raíz emocional y el fulgor alusivo de los poemas dedicados al cine, a la pintura, a la literatura y las mitologías de Museo, un libro que contiene las versiones del mundo y su representación, las formas de la voz y la mirada, los delirios de la imagen y la palabra, las respuestas a los enigmas. Y las preguntas, que son siempre más y están al fondo.
EL MAL ADMINISTRADOR
Todo poema escapa del silencio, disciplina en su transcurso
su pureza inicial, su prodigiosa herencia,
malvende nuestras almas
por un puñado de palabras
y finalmente vuelve, con estigma en los ojos,
al feudo traicionado.
Todo poema dilapida el secreto
que le fue confiado.
que le fue confiado.
El petrarquismo soñado y posmoderno de Cancionero, su hemisférica luz orientada en la noche del deseo (“Quien la vivió lo sabe: / la noche no es tu amiga”), la donna angelicata del ensueño, la amada inaccesible y exquisita: “Era Argüelles y estabas / en la acera de enfrente”.
El itinerario vital de Singladura, que se abre con estos versos: “Busca el poema traducir / algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y ahora apenas recuerda”; la difícil memoria, el lugar “en el que no vamos a entrar y no estuvimos”, la nostalgia de las raíces y los frutos amargos del tiempo y el amor, la intensidad emocional en el balance de pérdidas y pronombres, el deterioro, “la edad inverosímil que ahora tengo”. Un inclemente espejo retrovisor en el filo de lo real y lo inventado.
Incisiones y su memorial de noches, de vicisitudes y tiempos, de incendios amorosos en los que ardía la vida, de encrucijadas y hostilidades, de azares y fronteras, de soledad y sombras, de amargura y desengaño, de postrimerías y muertes. Un libro que se cierra, como otros del autor, con una sección titulada Ars poetica, una sostenida reflexión sobre vida y escritura que rematan estos tres versos:
excepto esto:
No soy versificable.
Las agudas glosas existenciales de Escolios en torno a los estigmas del tiempo y la memoria, al lugar de la palabra (“La palabra es un sitio. / En él ocurren cosas”) o a los ángeles extraviados del olvido:
Quién nos envía, se preguntan. Cuál era el mensaje.
Atravesados por una aguda conciencia de la temporalidad, depurados por una trabajada precisión expresiva y pulidos con una admirable suma de pensamiento y sentimiento (aquel unamuniano “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”), sus títulos son los de las distintas estaciones de una aventura poética rigurosa, de declarada voluntad transitiva, que había fijado también la conciencia de sus límites en este poema de Dársena:
los del verso y el ritmo,
los del lenguaje, las fronteras
De lo vivido y lo vivible.
El poema no puede atravesarlos,
pero los mira y dice lo que ve.
Y antes de replegarse da de ellos
conciso testimonio.
Y algo de conciso testimonio hay en su reciente antología Por arrabales últimos, que preparó y prologó José Cereijo. Ahí tiene el lector la oportunidad y la suerte de releer este “El temblor”:
Ya no tiemblo al leerlo, pero aún soy capaz
de reconocer por el tacto un buen poema.
De recorrer su piel y ver si tiembla.
Ese poema de Pedro López Lara resume en sus tres versos no sólo su postura como lector de lo ajeno, sino su poética propia y poderosa.
Una poética construida sobre el temblor de una palabra tan verdadera como la suya, que brota siempre del cuidado del verso, de la intensidad poética y de la hondura humana, de la aguda conciencia del tiempo y de la capacidad de hacer de la derrota victoria y de la materia elegíaca del recuerdo razón celebratoria, como en este espléndido “Ubi sunt”:
Dónde están mis guerreros, perdedores
solo en batallas no libradas, que fueron las más.
Dónde están los castillos que crispaban sus almenas
ante un peligro imaginario.
Dónde el enemigo retirado antes de tiempo,
sin haber completado sus infamias.
Dónde las vistosas misiones que llevaban
por comarcas insólitas.
Dónde los planos del tesoro que auguraban
la expedición, las sangres intermedias.
Dónde los indolentes, espaciosos días,
sus noches dilatadas.
Dónde el baile final de Zorba el griego,
su mística celebración de la derrota,
más grande que cualquier derrota.
Dónde estamos, amigos, cómo hemos llegado
—única magia auténtica— hasta aquí.
Intensa siempre, ahora también extensa, definitivamente mayor e imprescindible en su temblor, su hondura y su altura, la poesía de López Lara es un hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto del sentido del ser y el tiempo.
Ser y tiempo que configuran la identidad del poeta y recortan su silueta ética y estética en el claroscuro de la vida, en el miedo y las heridas de la memoria personal y familiar, en la nada complaciente distancia irónica o en la emoción contenida de sus paréntesis sentimentales, en una poesía existencial y meditativa, sostenida en un intenso y reflexivo diálogo interior del poeta consigo mismo sobre el tiempo y la vida, en testimonio del mundo y de su oficio.
Poesía que se convierte a menudo en refugio (“una guarida frágil, pero todavía en llamas”) y en tabla de salvación frente al naufragio, en juego de espejos y destellos de iluminaciones frente a las tinieblas nocturnas, en brújula en las sombras, en tregua de los sueños ante las leyes de la vida que nos pasa por encima, en puente que atraviesa el desasosiego inhóspito del vacío vertiginoso, en heroico elogio de la incertidumbre en un mundo de “ángeles cansados”.
un verso túmulo o jeroglífico,
que me contenga,
de modo holgado y a la vez conciso.
Un nítido renglón definitivo.
Dejemos una cosa clara, por encima de los lugares comunes y los cumplidos críticos: digamos que Pedro López Lara ha ido levantando su obra poética sobre un estilo personal y expliquemos con cierto rigor, por encima del tópico, qué significa exactamente eso: significa, claro está, que sus poemas se entonan en una voz reconocible, la suya propia.
Pero significa también -y en esto se suele incidir menos desde la lectura crítica- que una vez logrado ese fraseo, esa entonación y esa cadencia, esas conquistas expresivas se ponen al servicio de la composición de unos textos que sólo él puede escribir. Porque estos poemas sólo pueden ser escritos en esa tonalidad, sólo se pueden construir con esa voz propia. No es sólo una cuestión de compenetración de forma y fondo, es algo que va más allá y que afecta a la escritura del texto de manera nuclear.
Porque quien lee estos poemas no toca sólo un libro, toca al hombre que los habita, a un merodeador para quien “la poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea, / con voluntad de hallazgo y extravío, / por las calles inéditas / de una ciudad absorta en sus afueras”.
Un merodeador del verso y la palabra, del tiempo y la memoria, porque
Solo es bueno un poema
cuando el último verso se acuerda de todo.
Quiero, antes de terminar, manifestar mi discrepancia de lector y de admirador de esta poesía con el título elegido, que le quiero reprochar afectuosamente a Pedro. Porque esta espléndida poesía no se sitúa en ese Arcén al que tan humilde como injustamente la desplaza el autor. Muy al contrario, circula con todos los méritos por el carril central de la poesía española actual.
Ya sólo me queda una cosa, no por hacer, sino por decir: y es que yo también, como Pedro ese último poema que cité al principio, dejo incompleta la presentación para que ustedes disfruten de este “después” de los poemas en la voz de su amo.
(Este es el texto que leí anoche en la presentación de Arcén, la poesía reunida de Pedro López Lara).

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