07 enero 2007

El traidor no es menester

El traidor no es menester
siendo la traición pasada.

Los versos son de Calderón. La traición había sido de Unamuno. Y su arrinconamiento, una decisión de aquella España eterna que lo había utilizado como pirómano y luego le dejó consumirse en su rincón, como el villano de Lope. El daño estaba hecho y la histeria del personaje, amortizada.

Releo estos días las actas del Claustro de la Universidad de Salamanca, reunido la tarde del 12 de octubre de 1936, unas horas después del escándalo en el Paraninfo. Allí, con esa urgencia, firma la expulsión de Unamuno y su condena un nombre que me suena: un tal García Blanco, Manuel, maestro de mis maestros. Tengo en casa un libro suyo. Me parecía que en él había un elogio de Unamuno. Lo miro y es verdad: aquel cínico llamaba unos años después a Unamuno Don Miguel, maestro y cosas así. Y se enorgullecía de haber ido a sus clases. También Pemán, de quien Unamuno decía que quería morirse sin conocerlo, abusó un poco de que el muerto no iba a hablar y contó muchos años después que Unamuno le había invitado a ir a Salamanca.

Un Unamuno no ya sin amigos, que nunca los tuvo, sino sin espectadores de su suprema sabiduría ni oyentes de sus agonismos, de sus superficiales traducciones de Kierkegaard, cogió por banda al pobre Kazantzakis en Salamanca para explicarle que la juventud estaba perdida, dada al deporte y a la lucha de clases, que el pueblo español, el mundo entero, estaban enloquecidos y odiaban el espíritu.

Aquel despistado escritor griego fue de lo poco que pudo echarse a la cara aquellos días un Unamuno que se había sumado a los militares rebeldes y se desmarcó de ellos cuando vio que no lo proclamaban Dios en la tierra.

Porque ese era el problema de Unamuno, como el de su insufrible y despectivo San Manuel Bueno: que se veían dos metros por encima del común de los mortales.

Unamuno fue el Bautista republicano en los días de la dictadura de Primo, se bañó en multitudes en los primeros meses de la República, pero luego, ay, vio que no lo proclamaban el ungido y entonces se revolvió contra Azaña y su prosa superior.

Y cuando se sumó a los golpistas y vio que no lo declaraban el portavoz oficial de la divina superioridad con sede en Salamanca se decepcionó de aquella tropa y se sintió un incomprendido en medio de una juventud materialista y fornicadora.

¿No era también Platón el del mito de la taberna, el que decía que a dónde iba a parar el mundo con aquellos jóvenes griegos y sus colocones de vino y miel y especias?

Cuando se tiene cierta edad es frecuente presentar ese cuadro patético y patológico. Lo que ya no es tan frecuente es que se le preste tanta atención y se tome tan en serio.

Ve uno por contraste, inevitablemente, la actitud y el talante de Antonio Machado, su invocación a la juventud, y saca conclusiones.